martes, 21 de febrero de 2017

Saul Bellow / El sentido de la vida y la literatura



Saul Bellow
El sentido de la vida y la literatura

IGNACIO VIDAL-FOLCH
29 AGO 2009


En un bar de Nueva York conocí a la editora (en el sentido anglosajón de la palabra: la correctora, consejera y persona de confianza literaria del autor) de Saul Bellow quien entonces vivía y estaba a punto de publicar Ravelstein. Le comenté que precisamente yo acababa de leer una versión al español de El legado de Humboldt, y que a pesar de las deficiencias de la traducción me había impresionado tanta inventiva, y el tono entre sorprendido y resignado con el que el narrador encaja desdicha tras desdicha. Oh, sí, Saul es genial, dijo ella. Le pregunté por sus hábitos de trabajo y me explicó: "Oh, su mente es fabulosa. Fíjate, la semana pasada le telefoneé y le dije: mira, Saul, estoy leyendo tu manuscrito y, perdona pero el personaje X, en mi opinión, queda algo borroso; quizá deberías insertar en la página 240 unas líneas sobre su infancia, sobre sus traumas...". Y Bellow respondió: "¿Ah, sí? ¿Tú crees? Vale, pues toma nota". Y acto seguido se puso a dictarme frases y frases improvisadas pero de una calidad literaria altísima, frases ingeniosas, profundas, bellas, emocionantes, que perfilaban con precisión a X, y como improvisaba a toda velocidad a mí no me daba tiempo de apuntarlas y tenía que pedirle: "¡Es buenísimo, pero más despacio, Saul, más despacio!".


El legado de Humboldt

Saul Bellow
Traducción de Vicente Campos
Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores
Madrid, 2009. 620 páginas. 26,50 euros
'El legado de Humboldt', que por fin llega en una versión correcta a los lectores españoles, es su obra maestra

Brindé por tan bonita anécdota. Aunque, teniendo en cuenta que aquella editora era la misma mujer que acababa de recomendarme un truco infalible para dejar de fumar que le había curado de tan enojoso hábito, y me lo decía mientras le daba ansiosas caladas a un Marlboro, colegí que la anécdota era falsa de toda falsedad, y que Bellow (al que Coetzee, en sus Mecanismos internos, califica como "uno de los gigantes, o tal vez el gigante de la literatura americana de la segunda mitad del siglo XX") no corregía así sus libros. Pero cierta o falsa, la anécdota cuadra con la impresión que produce la clase de talento y la clase de narrativa caudalosa de Bellow. Recientemente José María Guelbenzu publicó aquí en Babelia un certero comentario sobre su segunda mejor novela, Herzog. El legado de Humboldt, que por fin llega en una versión correcta a los lectores españoles, es su obra maestra y una maravilla que parece proceder de una fuente inagotable de ideas, talentos y habilidades, de manera que cuando concluye igual podría prolongarse otras cien páginas más, o ser sustancialmente más breve.

Charlie Citrine, el protagonista y narrador, es un escritor dos veces premiado con el Pulitzer y que incluso amasó una fortuna casual, con una obra de teatro en Broadway. Ese éxito le pareció imperdonable a su mentor y amigo, el poeta Humboldt von Fleischer, promesa rota de la literatura que antes de morir en la miseria le atormentó y calumnió en los círculos intelectuales neoyorquinos, pero que le dejó en su testamento un legado. Antes de llegar a la página 600, en la que Charlie finalmente puede recoger de manos de un anciano tío de Humboldt, en un asilo de ancianos de Manhattan, donde está recluido también un querido familiar suyo, ese legado (cuya naturaleza no defrauda la paciencia ni la expectación del lector) habrá tenido que zafarse de una legión de parásitos: el gánster Cantabile; su ex esposa Denise, que le quiere mucho y desea reducirle a la miseria; sus carísimos abogados, que pierden pleito tras pleito; un juez parcial; Renata, su atractiva amante, que tiene prisa por casarse con él hasta que deja parecer un buen partido; la madre de ésta, la temible "Señora"; la ciudad de Chicago; América entera.
Entre unas y otras escenas se insertan las meditaciones del envejecido Citrine -"siendo frío y realista, sólo me quedaba una década para compensar una vida entera en gran parte malgastada. No tenía tiempo que perder ni siquiera en remordimientos ni penitencias" (página 528)-, preocupado por el sentido de la vida y de la literatura en un mundo en el que el dinero es el único patrón, y más ansioso de trascendencia que de evitar la ruina hacia la que se encamina a marchas forzadas ("yo no pensaba en el dinero. Oh, Dios, ni de lejos; lo que yo quería era hacer el bien. Me moría por hacer algo bueno", página 8). Esas meditaciones, contrapuntos exigidos por la estructura y equilibrio argumental, no siempre está claro si tienen un carácter paródico o van en serio. Yo me saltaba bastantes.
Aunque el tema de El legado de Humboldt es la inoperancia de la literatura en el mundo de hoy, no hay aquí ni jeremiadas ni invectivas, sino una mirada empática, burlona y casi compasiva hacia todos esos personajes ávidos de dinero y respetabilidad, todos con cierta tendencia a la facundia, al monólogo que les explica, les hace entrañables y les lleva hasta esa frontera de sí mismos donde, si se les concediera una parrafada más, a lo mejor estallarían en un castillo de fuegos artificiales. Así Julius, el hermano de Citrine, un hiperactivo y exitoso hombre de negocios, antes de someterse a una operación a vida o muerte: "He pedido que me incineren. Necesito acción. Prefiero entrar en la atmósfera. Búscame en los partes meteorológicos".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de agosto de 2009
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