miércoles, 19 de julio de 2017

García Márquez / William Golding, visto por sus vecinos

William Golding

William Golding, visto por sus vecinos


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
12 OCT 1983


Siempre he tenido una gran curiosidad por la forma en que los seres humanos reciben las noticias que pueden cambiar su vida. Y en el caso de los escritores, por supuesto, me había hecho siempre la pregunta que casi todos los periodistas y los amigos me han hecho desde hace un año: "¿Qué se siente cuando se gana el Premio Nobel?" He dado casi siempre una respuesta distinta, según quien sea el interlocutor, porque la verdad es que no tengo un recuerdo muy definido. Había tantos rumores desde los días precedentes (como los había habido por la misma época en los años anteriores), que cuando recibí la noticia ya no sabía muy bien qué sentía. Contra todas las leyendas, la confirmación irreparable la tuve el 21 de octubre de 1982, en nuestra casa de México, cuando sonó el teléfono a las 6.05 de la mañana. Mercedes contestó medio dormida y me pasó el auricular, diciendo: "Te llaman de Estocolmo". Una voz masculina, en un español perfecto con un leve acento nórdico, y que se identificó como redactor del periódico más importante de Estocolmo, me dijo que la Academia Sueca había dado cinco minutos antes la noticia oficial. No sé muy bien qué dijo después, porque yo estaba en ese instante consternado por el terror, pensando en el discurso que debía pronunciar casi dos meses después en Estocolmo al recibir el premio. Ese terror fue el único sentimiento definido que me acompañó, no solamente durante los días interminables y las noches insomnes en que escribí las 15 páginas más difíciles de mi vida, sino que persistió hasta elinstante en que acabé de leerlas en público en el salón de actos de la Academia Sueca. Todo lo que ocurrió después -hasta hoy- fue pura rutina.Hago esta evocación porque el jueves pasado, cuando conocí la noticia de que a William Golding le habían dado el Premio Nobel de Literatura, volví a preguntarme con toda inocencia: "¿Cómo se sentiría cuando le dieron la noticia?" Estuve todo el día leyendo cables de agencias de Prensa para ver si alguno lo decía, pero las informaciones carecían de esos detalles humanos que no parecen importantes pero que son en realidad los que nos conmueven. Por la tarde, sin embargo, ocurrió una de esas cosas increíbles que no pueden llamarse casualidades, porque son mucho más que eso, y que los escritores no nos atrevemos a contar por el temor de que nadie las crea.
Ocurrió que a las cinco de la tarde del jueves, como estaba previsto desde hacía una semana, vino a mi casa Andrew Graham-Yool, un periodista de The Guardian,de Londres, para hablar de amigos comunes y hacer tal vez una entrevista. Hablamos del tema del día, desde luego, que era su compatriota William Golding. Sabíamos de él todo lo que puede aprenderse en los libros, y yo le había seguido la pista muy de cerca desde que leí en Barcelona la versión castellana de El señor de las moscas. Más tarde se publicaron El dios Escorpión y La oscuridad visible,pero me parece que Golding estaba publicado en castellano desde mucho antes. De modo que el nuevo premio Nobel no era tan desconocido en nuestra lengua como se había dicho en las primeras horas. Además, según me lo confirmó Graham-Yool, en el Reino Unido es un escritor muy leído y premiado. Sin embargo, mientras conversábamos yo no lograba apartar de la mente la pregunta de cómo habría recibido William Golding la noticia de su premio y cómo habría transcurrido su día en Broadchalke, el pueblecito de unas 600 personas donde vive, cerca de Salisbury, Inglaterra. Fue entonces cuando ocurrió lo increíble. "Yo tengo una tía que es vecina suya en ese pueblo", me dijo Graham-Yool con toda naturalidad. "Si quiere, la llamamos por teléfono". Sacó del bolsillo su libreta de direcciones y dos minutos después la señora Betty Graham-Yool oyó sonar el timbre a las 11 de la noche y tuvo que salir chorreando agua de la bañera para contestarle a un sobrino que le dijo desde 10.000 kilómetros de distancia: "Estoy aquí con el premio Nobel de Literatura del año pasado, que quiere saber algunas cosas sobre el premio Nobel de este año". La tía, muy británica, no dio ninguna muestra de asombro, sino que pidió por favor un minuto, mientras se secaba.
La curiosidad fue satisfecha. Al contrario de los escritores delas Américas, que conocemos la noticia al amanecer, los europeos la conocen a la una de la tarde, que es la hora en que el sobrio Lars Gyllensten, secretario de la Academia Sueca, hace el anuncio oficial. De modo que William Golding no fue despertado por nadie, sino que se enteró de su buena nueva como cualquier vecino: oyendo por radio las noticias del mediodía.
Visto por la señora Betty Graham-Yool, el nuevo premio Nobel se parece de un modo sorprendente a la imagen que un lector podría haberse formado por sus libros. Es un hombre de barba y cabellos blancos, que vive con su esposa Ann y sus dos hijos -un varón y una mujer-, pero que a sus 72 años no puede considerarse como un viejo, porque lleva una vida muy activa. Su segunda vocación es la música, pero no sólo para oírla, sino para ejecutarla en cualquiera de estos instrumentos: el violín, la viola, el piano o el oboe. Su tercera vocación es la navegación, como ya deben de haberlo imaginado sus lectores y como resulta natural en alguien que admira tanto a otro gran escritor de alta mar: Herman Melville. Su cuarta vocación es la egiptología. Sin embargo, hace poco se descubrió una quinta vocación, que es la de jinete. Se ha comprado un caballo y en las tardes de buen tiempo se le ve galopar por los campos vecinos con tanta propiedad como si lo hubiera hecho toda la vida.
Alguien con quien había hablado antes de conversar por teléfono con la señora Graham-Yool me había dicho con razón que era fácil inventar la vida de un escritor inglés de 72 años que vive en el campo. "Seguro que tiene un perro y que los domingos trabaja en el jardín", me dijo. Goldin -que se levanta a escribir a las cinco de la mañana y que, además, tiene que sacar tiempo para sus otras cuatro vocaciones- no es aficionado a las flores, pero, en cambio, su esposa cultiva unas orquídeas que son la admiración de la aldea. La señora Graham-Yool reiteró que el jardín de los Goding es uno de los más bellos de Inglaterra. Dijo, por último, que le gusta ver al nuevo premio Nobel cabalgando con su magnífica estampa de vikingo, y se apresuró a aclarar que no es un hombre insociable, sino que se mantiene un poco al margen de sus vecinos, más bien por timidez.
En todo caso, la jornada del jueves transcurrió en Broadchalke como otra cualquiera. Nadie perturbó la paz virgiliana de Ebble Thatch, la cabaña con techo de palma donde los Golding recibían llamadas telefónicas y telegramas del mundo entero. No en vanos ellos y los otros 600 habitantes son ingleses y saben que un premio Nobel no cae del cielo todos los días, pero que, en todo caso, no es algo tan importante como para perturbar la vida privada de un buen vecino.
Sin duda aterrorizado también por el discurso que debe pronunciar en Estocolmo dentro de 60 días interminables.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 12 de octubre de 1983
EL PAÍS


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