martes, 21 de febrero de 2017

Saul Bellow / El rey de la tragicomedia

Ganador del Premio Nobel de Literatura y de dos premios nacionales en Estados Unidos, Saul Bellow escribió tantas novelas cortas como largas. Carpe diem y Mueren más por desamor son una muestra de su maestría en épocas diferentes. El escritor, de origen judío, es uno de los que con mayor precisión explora la insuficiencia de lo contemporáneo para dar salida al exuberante potencial de generosidad que habita en algunos seres.







CARPE DIEM

Saul Bellow
Prólogo de Cynthia Ozick
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2006
192 páginas. 16 euros

MUEREN MÁS POR DESAMOR

Saul Bellow
Prólogo de Martin Amis
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2007
473 páginas. 23,40 euros

La excelencia de Saul Bellow (1915-2005) se puede describir de muchos modos. Citaré tres. El primero lo oí en boca de alguien que desde entonces mereció todo mi respeto: "Es Woody Allen multiplicado por cien". Muy cierto: sin ser en absoluto un novelista de consumo -más bien lo contrario-, o ese tipo especial de autor que ha elevado a cotas superiores un subgénero, Bellow es, a su modo, el primer novelista pop, el rey de la tragicomedia. Una segunda definición de su obra, más acorde con la imposible alquimia académica, es citar al autor como una combinación evolucionada de Joyce y Hemingway, centrada en la épica del hombre corriente donde se subliman los registros del lenguaje coloquial en todos los estratos sociales y categorías intelectuales. En otras palabras: el hombre que come, que ríe, que folla y que intenta cubrir otras necesidades vulgares, pero también el hombre que habla, se devana los sesos y se preocupa de todos los asuntos: del torbellino social que le acecha, del espejismo cultural que se disuelve en banalidad, del mundo moderno que le destruye. En otras palabras (segunda parte): el hombre que se angustia; sobre todo, el hombre que yerra (el judío yerrante, para los amigos del retruécano) y seguirá equivocándose hasta verse sometido a un cerco que se estrecha hasta que le oprime y, al fin, y como por arte de magia, le traspasa como si no tuviera importancia nada de lo bueno, lo malo o aun lo peor que le suceda. Hay cierta metafísica en calificar de irreal la implacable telaraña, tan detallada, tan palpable, de ese mundo moderno.
Los modos anteriores de descripción llevan a un tercero. Bellow es el autor que con mayor precisión y más hábilmente explora la insuficiencia de lo contemporáneo para dar salida al exuberante potencial de generosidad que habita en algunos seres, y la terrible y divertida paradoja que hay en ello. Siempre tragicomedia, servida en su nivel más depurado, una prosa con la fuerza y el filo del acero que estas nuevas ediciones, con su cuidada traducción, nos brindan en su mejor forma.



En su artículo, El legado de Bellow, J. M. Coetzee centra la plenitud narrativa de nuestro autor en lo que llama su "mediodía", las novelas que van desde Las aventuras de Augie March (1953) a El legado de Humboldt (1975). Lleva razón en parte. Sin embargo, se me antoja que a ese mediodía le sigue una larga tarde de verano y, a continuación, en suave pendiente, una serena noche blanca. La clasificación según criterios temporales de logro es, al fin, insatisfactoria. De ahí que prefiera dividir una obra tan magnífica en novelas cortas y largas, sobre todo porque en Carpe diem (1956-mediodía) y Mueren más por desamor (1987-la tarde espléndida) tenemos dos ejemplos idóneos de cada manera.

Las novelas cortas de Bellow se disponen sobre disciplinadas unidades de acción, tiempo y espacio, se ganan enseguida la atención del lector, le transmiten la angustia de su protagonista y le sumergen con gran habilidad en la peripecia. Son directas, de construcción impecable y a la vista, y tienen, como es debido, un final prodigioso. Así ocurre con las que considero sus dos mayores creaciones en este terreno: Un recuerdo que dejo (1991-la hora de la cena) y Carpe diem (1956-puro mediodía). En esta última, su protagonista, Tommy Wilhelm, sufre un particular viacrucis en el populoso Broadway una jornada cualquiera. Actor fracasado, vendedor fracasado, marido fracasado, un cuarentón en crisis como la copa de un pino, Wilhelm vive pendiente de la tacañería razonada de su padre, de la vengativa sensatez de su ex mujer y de los enredos bursátiles en los que le involucra el seudochamán que tarde o temprano aparece en las novelas de Bellow y sus admiradores esperamos con impaciencia. En este caso, el sin par doctor Tamkin. Nada sale como debe porque el estado de ánimo de Wilhelm le somete una y otra vez a la tiranía del error. Sin embargo, y como muy bien insinúa Cynthia Ozick en su prólogo, ese calvario depresivo lleva a Wilhelm, al menos en la escena final, imborrable, a elevarse hacia un estado de conciencia superior, a rozar la verdadera comunión con la esencia humana.



Las novelas largas de Bellow son el mismo arte, pero modelado de forma distinta. Casi siempre narradas en primera persona, son un tobogán de digresiones, opiniones, anécdotas laterales, el engañoso caos que es la pesadilla de todo crítico o lector acartonados. Sin embargo, esas novelas que básicamente relatan el caos son, en su diseño, todo lo contrario. Uno se monta en una novela de Bellow y ya no baja en un vaivén que oscila entre las más hilarantes escenas y aquella completa seriedad del golpe de ataúd en tierra. Las ideas no son Ideas, forman parte de una narración que no aspira a transmitirnos edificación o controversia, sino que se utilizan para ir desovillando la complejidad de lo que cuenta un narrador sutilmente engañoso. Así estas extensas historias son aún más depuradas que las cortas, porque no muestran su andamiaje y desean abarcar con precisión las infinitas vibraciones de, una vez más, la vida moderna. Necesitan borrar pistas para lograr esa mayor amplitud, para ocupar la conciencia del lector en el tiempo de lectura.

Entre muchas otras, Mueren más por desamor es la historia del desastre sentimental de un botánico de renombre contada por un sobrino, profesor de literatura rusa, cuya incapacidad en ese terreno supera con creces la de su tío. Más que del estricto desamor (o del corazón roto al que hace referencia el título original) la trama de la novela nos habla, como en aquella película de Cassavetes, de "corrientes de amor" que de un modo u otro se tornan dañinas por buenas que sean sus intenciones. Corrientes de amor que acaban pareciendo un vertido de industria química a todos aquellos, cada vez menos, que se bañan en el río de la inocencia del certero, aunque ineficaz, saber ilustrado, del Humanismo.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 3 de marzo de 2007
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