martes, 6 de febrero de 2007

Truman Capote / Mojave


Ilustración de Mushku

Truman 

Capote

Biografía


Mojave




las cinco de aquella tarde de invierno, ella tenía cita con el doctor Bentsen, en otro tiempo su psicoanalista y su amante en la actualidad. Cuando su relación cambió de lo analítico a lo emocional, él insistió, basándose en razones éticas, en que ella dejara de ser su paciente. No es que tuviera importancia. No había sido muy útil como analista, y como amante, bueno, lo vio una vez corriendo para coger el autobús, un intelectual de Manhattan, de doscientas veinte libras de peso, bajo, cincuentón, con el pelo rizado, de caderas anchas y miope, y ella se había reído: ¿cómo era posible que pudiese amar a un hombre tan malhumorado, tan poco favorecido como Ezra Bentsen? La respuesta era que no lo amaba; de hecho, no le gustaba. Pero, al menos, no lo relacionaba con la resignación y la desesperanza. Ella temía a su marido; no tenía miedo del doctor Bentsen. Sin embargo, era a su marido a quien amaba.

Poseía dinero; en cualquier caso, recibía una sustanciosa asignación de su marido, que era rico, y así podía mantener su escondite, un estudio apartamento donde se encontraba con su amante quizá una vez a la semana, a veces dos, pero no más. Asimismo, se permitía hacerle regalos que él parecía esperar en aquellas ocasiones. No es que apreciase su calidad: gemelos de Verdura, clásicas pitilleras de Paul Flato, el obligado reloj de Cartier y (más apropiado) ocasionales y precisas cantidades de dinero que le pedía «prestadas».

Nunca le había hecho a ella un solo regalo. Bueno, uno: una peineta española de madreperla que él consideraba un tesoro, afirmando que era herencia de su madre. Por supuesto, no podía ponérsela, porque llevaba la cabellera, mullida y de color tabaco, como una aureola infantil en torno a su ingenuo y juvenil rostro. Gracias a la dieta, a particulares ejercicios con Joseph Pilatos y a los cuidados dermatológicos del doctor Orentreich, parecía contar poco más de veinte años; tenía treinta y seis.

La peineta española. Su cabellera. Eso le recordaba a Jaime Sánchez y algo que había ocurrido ayer. Jaime Sánchez era su peluquero, y aunque apenas hacía un año que se conocían, se habían hecho, a su modo, buenos amigos. Ella confiaba un tanto en él; él confiaba en ella mucho más. Hasta hacía poco, había creído que Jaime era un joven feliz, casi demasiado dichoso. Compartía un piso con su atractivo amante, un joven dentista llamado Carlos. Jaime y Carlos habían sido compañeros de colegio en San Juan; salieron juntos de Puerto Rico, instalándose primero en Nueva Orleáns y luego en Nueva York, y fue Jaime, con su trabajo de cosmetólogo de talento, quien había pagado a Carlos los estudios de odontología. Ahora, Carlos tenía su propio consultorio y una clientela de prósperos negros y puertorriqueños.

Sin embargo, durante sus últimas visitas, había notado que los ojos de Jaime Sánchez, por lo común despejados, estaban sombríos, amarillentos, como si tuviera resaca, y sus manos, diestramente articuladas y de ordinario tan calmas y capaces, temblaban un poco.

Ayer, mientras le pasaba las tijeras por el pelo, se interrumpió y se quedó jadeando, resollando, no como si le faltara aire, sino como si luchara por reprimir un grito.

Ella le preguntó:

—¿Qué le pasa? ¿Está usted bien?

—No.

El se acercó a un lavabo y se salpicó la cara con agua fría. Mientras se secaba, dijo:

—Voy a matar a Carlos. —Aguardó, como si esperase a que le preguntara por qué; cuando ella, simplemente, lo miró con fijeza, prosiguió—: Es inútil hablar más. No entiende nada. Mis palabras no significan nada. La única manera en que puedo comunicarme con él es matándolo. Entonces entenderá.

—Yo no estoy segura de entenderlo, Jaime.

—¿Nunca le he mencionado a Angelita? ¿A mi prima Angelita? Llegó hace seis meses. Siempre ha estado enamorada de Carlos. Desde que tenía, ¡oh!, doce años. Y ahora Carlos se ha enamorado de ella. Quiere casarse con ella y tener una familia, hijos.

Se sintió tan incómoda, que lo único que se le ocurrió decir fue:

—¿Es bonita?

—Demasiado bonita —cogió las tijeras y volvió a cortar—. No, lo digo en serio. Es una chica excelente, muy petite, como un loro bonito, y demasiado encantadora; su amabilidad resulta cruel. Aunque no comprende que lo es. Por ejemplo... —ella miró el rostro de Jaime, que se movía en el espejo por encima del lavabo; no tenía la expresión alegre que a menudo la había atraído, sino asombro y dolor fielmente reflejados—. Angelita y Carlos quieren que viva con ellos después de que se casen, todos juntos en un piso. Fue idea de ella, pero Carlos dijo: «¡Sí, sí! Debemos estar todos juntos y de ahora en adelante él y yo viviremos como hermanos.» Esa es la razón por la que tengo que matarlo. Si ignora que estoy pasando un infierno semejante es que nunca ha debido amarme. Me dice: «Sí, te quiero, Jaime; pero Angelita..., eso es diferente.» No hay diferencia. Se ama o no se ama. Se destruye o no se destruye. Pero Carlos jamás lo entenderá. Nada le alcanza, nada puede..., salvo una bala o una navaja de afeitar.

Ella quería echarse a reír, pero no podía, pues era evidente que hablaba en serio; además, estaba convencida de que algunas personas sólo reconocerían la verdad forzándolas a entender: sometiéndolas a la pena capital.

Con todo, se rió, pero de modo que Jaime no lo interpretara como una verdadera carcajada. Fue algo semejante a encogerse de hombros en señal de simpatía.

—Jamás podría usted matar a nadie, Jaime.

Empezó a peinarla; los tirones no eran suaves, pero ella sabía que la ira que entrañaban se dirigía contra él mismo, no contra ella.

—¡Mierda! —y seguidamente—: No. Y ésa es la razón de la mayor parte de los suicidios. Alguien le está torturando a uno. Uno quiere matarlo, pero no puede. Todo ese dolor es porque se quiere a ese alguien y no se le puede matar porque uno lo ama. Así que, en cambio, uno se mata a sí mismo.

Al marcharse, pensó besarlo en la mejilla, pero se decidió por estrecharle la mano.

—Sé lo trillado que resulta esto, Jaime. Y, de momento, no le va a servir realmente de ayuda. Pero recuerde: siempre hay algún otro. Simplemente, no busque a la misma persona, eso es todo.


***

El piso de la cita estaba en la calle Sesenta y Cinco Este. Hoy fue a pie desde su casa, un pequeño edificio particular en Beekman Place. Hacía viento, había restos de nieve en la acera y el aire amenazaba más, pero ella iba bastante cómoda con el abrigo que su marido le había regalado para Navidad: una prenda de ante oscuro con forro de marta cibelina.

Un primo suyo había alquilado aquel piso con su propio nombre. Su primo, que estaba casado con una vieja gruñona y vivía en Greenwich, en ocasiones visitaba el apartamento con su secretaria, una japonesa gorda que se empapaba con tales cantidades de Mitsouko que a uno se le encogía la nariz. Esta tarde el apartamento apestaba al perfume de la dama, por lo que ella dedujo que hacía poco que su primo había estado allí, divirtiéndose. Eso significaba que debía poner sábanas limpias.

Después de cambiarlas se preparó. En una mesa junto a la cama, colocó una cajita envuelta en brillante papel azul oscuro que contenía un mondadientes de oro comprado en Tiffany, regalo para el doctor Bentsen, porque uno de sus desagradables hábitos consistía en escarbarse constantemente los dientes, hurgándoselos, por si fuera poco, con una interminable serie de cerillas de papel. Había pensado que el mondadientes de oro haría todo el proceso un poco menos desagradable. Puso una pila de grabaciones de Lee Wiley y Fred Astaire en el tocadiscos, se sirvió un vaso de vino blanco frío, se desnudó por completo, se lubrificó y se tumbó en la cama, tarareando, cantando junto con el divino Fred, atenta al ruido que haría en la puerta la llave de su amante.

A juzgar por las apariencias, los orgasmos eran acontecimientos angustiosos en la vida de Ezra Bentsen: hacía muecas, rechinaba los dientes, se quejaba como un perro asustado. Por supuesto, ella siempre se sentía aliviada cuando oía el quejido; significaba que su sudoroso cuerpo pronto rodaría de encima de ella, porque no era alguien que se quedara musitando tiernos cumplidos: sencillamente se separaba al instante. Y hoy, habiéndolo hecho así, alargó ansiosamente la mano hacia la caja azul, sabiendo que era un regalo para él. Después de abrirlo, gruñó.

Ella le explicó:

—Es un mondadientes de oro.

Lanzó una risita, insólito sonido viniendo de él, pues tenía un pobre sentido del humor.

—Es muy mono —dijo, empezando a escarbarse los dientes—. ¿Sabes qué pasó anoche? Le di una bofetada a Thelma. Pero buena. Y también un puñetazo en el estómago.

Thelma era su mujer; era psiquiatra infantil, y excelente, de acuerdo con su reputación.

—Lo malo de Thelma es que no se puede hablar con ella. No entiende. A veces, ésa es la única manera en que uno puede transmitirle el mensaje. Hincharle un labio.

Ella pensó en Jaime Sánchez.

—¿Conoces a una tal señora Rhinelander? —preguntó el doctor Bentsen.

—¿Mary Rhinelander? Su padre era el mejor amigo del mío. Poseían conjuntamente una cuadra de caballos de carreras. Uno de sus caballos ganó el derby de Kentucky. Pero pobre Mary. Se casó con un verdadero bastardo.

—Eso me ha dicho.

—¡Ah! ¿Es la señora Rhinelander una nueva paciente?

—Enteramente nueva. Qué curioso. Vino a verme más o menos por la misma causa que tú; su situación es casi idéntica.

¿La misma causa? En realidad, ella tenía una serie de problemas que contribuyeron a su seducción final en el sofá del doctor Bentsen, y el principal consistía en que no era capaz de tener relaciones sexuales con su marido desde el nacimiento de su segundo hijo. Se había casado a los veinticuatro años; su marido era quince años mayor que ella. Aunque habían tenido muchas peleas y celos mutuos, los primeros cinco años de su matrimonio permanecían en su memoria como una limpia perspectiva. Las dificultades comenzaron cuando él le pidió que tuvieran un hijo; si ella no hubiese estado tan enamorada de él, nunca habría consentido: de pequeña, tenía miedo de los niños, y la compañía de uno de ellos seguía molestándola. Pero le había dado un hijo, y la experiencia del embarazo la había traumatizado: cuando no sufría realmente, se imaginaba que sufría, y después del parto cayó en una depresión que se prolongó más de un año. Todos los días dormía catorce horas con un sueño de Seconal; en cuanto a las otras diez, se mantenía despierta suministrándose anfetaminas. El segundo hijo, otro niño, fue un accidente de borrachera, aunque ella sospechaba que, en realidad, su marido la había engañado. En el momento que supo que estaba otra vez embarazada, insistió en tener un aborto; él dijo que si lo llevaba adelante, se divorciaría. Bueno, ya había tenido tiempo de lamentarlo. El niño nació dos meses antes de tiempo, casi murió y, a causa de una hemorragia interna general, ella también; ambos oscilaron por encima de un abismo a lo largo de meses de cuidados intensivos. Desde entonces, jamás había compartido el lecho con su marido; ella quería, pero no podía, porque su desnuda presencia, la idea de su cuerpo dentro de ella, le provocaba terrores insoportables.

El doctor Bentsen llevaba gruesos calcetines negros con ligas, que nunca se quitaba mientras «hacía el amor»; ahora, mientras enfundaba sus piernas con ligas en unos pantalones de sarga azul con los fondillos brillantes, dijo:

—Vamos a ver. Mañana es martes. El miércoles es nuestro aniversario...

—¿Nuestro aniversario?

—¡El de Thelma! Nuestro vigésimo. Quiero llevarla a... Dime, ¿cuál es ahora el mejor restaurante de por aquí?

—¿Y qué importa? Es muy pequeño y elegante, y el dueño jamás te daría mesa.

Su falta de sentido del humor se confirmó:

—Esa es una afirmación muy extraña. ¿Qué quieres decir con que no me daría mesa?

—Exactamente lo que he dicho. No hay más que mirarte para darse cuenta de que tienes pelos en los talones. Hay algunos que no quieren servir a gente con pelos en los talones. Ese es uno de ellos.

El doctor Bentsen estaba al tanto de su costumbre de emplear jerga poco familiar, y había aprendido a simular que comprendía su significado; él se encontraba tan fuera del ambiente de ella como ella del suyo, pero la veleidosa flaqueza de su carácter no le permitía reconocerlo.

—Bueno, entonces —dijo él—, ¿está bien el viernes? ¿Sobre las cinco?

Ella le dijo:

—No, gracias —él se estaba haciendo el nudo de la corbata y se detuvo; ella seguía echada en la cama, destapada, desnuda; Fred cantaba By Myself—. No, gracias querido doctor B. Creo que nunca más nos veremos aquí.

Ella notó que se había alarmado. Claro que la echaría de menos: era hermosa, considerada, nunca le molestaba que él le pidiera dinero. El se arrodilló junto a la cama y le acarició el pecho. Ella observó un helado bigote de sudor en su labio superior.

—¿Qué pasa? ¿Drogas? ¿Alcohol?

Ella se rió y dijo:

—Lo único que bebo es vino blanco, y no mucho. No, amigo mío. Es, sencillamente, que tienes pelos en los talones.

Como muchos analistas, el doctor Bentsen tenía una mentalidad enteramente literal; sólo por un instante, ella pensó que iba a quitarse los calcetines y a examinarse los pies. En forma grosera, como un niño, dijo:

—Yo no tengo pelos en los talones.

—Oh, sí, los tienes. Como un caballo. Todos los caballos ordinarios tienen pelos en los talones. Los puras sangres, no. Los talones de los caballos de buena casta son lisos y relucientes. Da recuerdos a Thelma.

—Sabidilla. ¿El viernes?

El disco de Fred Astaire se acabó. Ella bebió el resto del vino.

—Quizá. Te llamaré —dijo ella.

Pero no lo llamó, y no volvió a verlo salvo una vez, después, cuando se sentó en una banqueta vecina a la suya en La Grenouille; comía con Mary Rhinelander, y le divirtió ver que la señora Rhinelander firmaba la cuenta.


***

La amenazada nieve ya caía cuando volvió, a pie otra vez, a la casa de Beekman Place. La puerta de entrada estaba pintada de amarillo pálido y tenía un llamador de bronce en forma de garra de león. Anna, una de las cuatro irlandesas que administraban la casa, abrió la puerta y le notificó que los niños, agotados por una tarde de patinaje sobre hielo en el Rockefeller Center, ya habían cenado y los habían acostado.

Gracias a Dios. Ya no tendría que pasar por media hora de juegos y de contar cuentos y de dar besos de buenas noches con que habitualmente se concluía la jornada de sus hijos; quizá no fuese una madre cariñosa, pero sí meticulosa, igual que lo había sido su propia madre. Eran las siete, y su marido había telefoneado diciendo que estaría en casa a las siete y media; a las ocho tenían que ir a cenar con los Sylvester Hale, unos amigos de San Francisco. Se bañó, se perfumó para borrar recuerdos del doctor Bentsen, volvió a ponerse maquillaje, del que llevaba muy escasa cantidad, y se vistió con un caftán de seda gris y sandalias de seda del mismo color con hebillas de perlas.

Cuando oyó los pasos de su marido por las escaleras se colocó junto a la chimenea de la biblioteca, en el segundo piso. Adoptó una postura llena de gracia, seductora, como la habitación misma, una insólita estancia octogonal con paredes barnizadas de color canela, el suelo esmaltado de amarillo, estanterías de cobre (idea tomada de Billy Baldwin), dos enormes matas de orquídeas pardas situadas en jarrones chinos de color ambarino, un caballo de Marino Marini erguido en un rincón, unos Mares del Sur de Gauguin sobre la repisa de la chimenea y un fuego frágil palpitando en el hogar. Las ventanas del balcón ofrecían el panorama de un jardín en sombras, nieve llevada por el viento, y remolcadores iluminados flotando como faroles en el río Este. Frente a la chimenea, había un voluptuoso sofá tapizado en terciopelo de angora, y delante de él, sobre una mesa encerada con el amarillo del suelo, reposaba un cubo de plata lleno de hielo; y embutida en el cubo, una botella rebosante de rojo vodka ruso aderezado con pimienta.

Su marido titubeó en el umbral, y asintió hacia ella en forma aprobatoria: era uno de esos hombres que verdaderamente apreciaban el aspecto de una mujer, que con una mirada captaban el ambiente en su integridad. Valía la pena vestirse para él, y ésa era una de las razones menores por las que lo amaba. Otra, más importante, era que se parecía a su padre, la persona que había sido, y por siempre sería, el hombre de su vida; su padre se había pegado un tiro, aunque jamás supo nadie por qué, pues era un caballero de discreción poco menos que anormal. Antes de que eso pasara, ella había roto tres compromisos, pero dos meses después de la muerte de su padre conoció a George, y se casó con él porque en presencia y modales se aproximaba a su gran amor perdido.

Avanzó para encontrarse con su marido en medio de la habitación. Lo besó en la mejilla, y la carne que tocaron sus labios parecía tan fría como los copos de nieve en la ventana. Era un hombre alto, irlandés, de pelo negro y ojos verdes, y guapo aun cuando últimamente hubiese ganado bastante peso y también un poco de papada. Desprendía una vitalidad superficial; hombres y mujeres por igual se sentían atraídos hacia él sólo por eso. Si se le observaba de cerca, sin embargo, notaba uno cierta fatiga secreta, una falta de auténtico optimismo. Su mujer se daba exacta cuenta de ello, y ¿por qué no? Ella era la causa principal.

Ella le dijo:

—Hace una noche tan horrible, y pareces tan cansado... Quedémonos en casa y cenemos junto al fuego.

—¿De verdad, querida..., no te importaría? Me parece que es hacer un desprecio a los Hale, aunque ella sea una gilipollas.

—¡George! No digas esa palabra. Sabes que la odio.

—Lo siento —dijo él; y lo sentía. Siempre tenía cuidado de no ofenderla, al igual que ella tenía la misma atención para con él: consecuencia de la paz que los mantenía juntos y, al mismo tiempo, separados.

—Los llamaré y les diré que has cogido un resfriado.

—Bueno, no sería mentira. Así me siento.


***

Mientras ella llamaba a los Hale y daba órdenes a Anna para que dentro de una hora les sirvieran la cena, sopa y soufflé, engulló él una sorprendente dosis del vodka escarlata y sintió que se le encendía un fuego en el estómago; antes de que su mujer volviera, se sirvió un respetable trago y se tumbó cuan largo era en el sofá. Ella se arrodilló en el suelo, le quitó los zapatos y empezó a darle masaje en los pies: «Dios sabe que él no tiene pelos en los talones.»

El gruñó:

—Hum... Qué bien sienta eso.

—Te quiero, George.

—Yo también te quiero.

Ella pensó en poner un disco, pero no, el rumor del fuego era lo único que necesitaba la habitación.

—¿George?

—Sí, querida.

—¿En qué estás pensando?

—En una mujer llamada Ivory Hunter.

—¿De veras conoces a alguien que se llame Ivory Hunter?[1].

—Bueno. Ese era su nombre artístico. Había sido bailarina de variedades.

Ella se echó a reír.

—¿Qué es eso? ¿Parte de tus aventuras de Facultad?

—Yo no la conocí. Sólo oí hablar de ella en una ocasión. Fue al verano siguiente de licenciarme en Yale.

Cerró los ojos y apuró el vodka.

—El verano que hice auto-stop por Nuevo Méjico y California. ¿Recuerdas? Cuando me rompieron la nariz. En una pelea de taberna en Needles, California. —A ella le gustaba su nariz partida, que difuminaba la extrema gentileza de su rostro; él habló una vez de que se la partieran de nuevo para que pudiesen arreglársela, pero ella le quitó la idea—. Fue a principios de septiembre, y ésa siempre ha sido la época más calurosa del año en el Sur de California; más de cien grados[2] todos los días. Debería haber comprado un billete de autobús, al menos para cruzar el desierto. Pero, como un loco, me metí en el Mojave, cargado con un petate de cincuenta libras y sudando hasta quedarme sin gota. Juraría que hacía ciento cincuenta grados a la sombra. Sólo que no había sombra alguna. Nada sino arena y mezquite y aquel hirviente cielo azul. Una vez pasó un camión grande, pero no me paró. Lo único que hizo fue matar a una serpiente de cascabel que reptaba por la carretera.

»No dejaba de pensar que en alguna parte tenía que aparecer algo. Un garaje. De cuando en cuando pasaban coches, pero bien podría haber sido invisible. Empecé a compadecerme de mí mismo, a comprender lo que significaba estar desamparado, y a entender por qué es bueno que los budistas envíen a mendigar a los monjes jóvenes. Es purificante. Arranca esa última capa de grasa infantil.

»Y entonces me encontré a míster Schmidt. Pensé que acaso fuera un espejismo. Un viejo de pelo blanco a eso de un cuarto de milla carretera arriba. Estaba erguido en la cuneta, con oleadas de calor agitándose a su alrededor. Al acercarme, vi que llevaba un bastón y gafas oscuras, e iba vestido como si fuese a la iglesia: traje blanco, camisa blanca, corbata negra, zapatos negros.

»Sin mirarme, y aún a cierta distancia, gritó:

»—Me llamo George Schmidt.

»Yo le dije:

»—Sí. Buenas tardes, señor.

»El me preguntó:

»—¿Son tardes?

»—Las tres pasadas.

»—Entonces, debo estar aquí de pie desde hace dos horas, o más. ¿Le importaría decirme dónde estoy?

»—En el desierto Mojave. A unas dieciocho millas al oeste de Needles.

»—Figúrese —explicó—. Dejar a un ciego de setenta años perdido y solo en el desierto. Con diez dólares en el bolsillo y ni un billete más que me pertenezca. Las mujeres son como las moscas: se instalan en azúcar o en mierda. No digo que yo sea azúcar, pero estoy seguro de que ella se ha plantado ahora en la mierda. Me llamo George Schmidt.

»Yo repuse:

»—Sí, señor, ya me lo ha dicho. Yo soy George Whitelaw.

«Quería saber adonde iba yo y qué estaba haciendo allí, y cuando le dije que hacía auto-stop y me dirigía a Nueva York, me preguntó si quería cogerlo de la mano y ayudarle durante un trecho, quizá hasta encontrar a alguien que nos llevara. Me he olvidado de mencionar que tenía acento alemán y era extraordinariamente robusto, casi gordo; parecía como si se hubiera pasado toda la vida tumbado en una hamaca. Pero cuando le tomé la mano, sentí su dureza, su enorme fuerza. Uno no querría un par de manos como ésas en torno a su garganta. Dijo:

»—Sí, tengo manos fuertes. He trabajado de masajista durante cincuenta años, los doce últimos en Palm Springs. ¿Tiene usted un poco de agua?

»Le di mi cantimplora, que aún estaba medio llena, y añadió:

»—Me dejó aquí, sin una gota siquiera de agua. Todo el asunto me pilló de sorpresa. Aunque no puedo decir que debiera sorprenderme, conociendo bien a Ivory, como la conocía. Es mi mujer. Se llama Ivory Hunter. Era bailarina de cabaret. Actuó en la Feria Mundial de Chicago, en 1932, y podría haberse convertido en estrella de no haber sido por esa Sally Rand. Ivory inventó la cosa esa de la danza del abanico y la tal Rand se lo robó. Eso decía Ivory. Nada más que otra de sus mentiras, probablemente. ¡Eh, eh! Cuidado con esa cascabel, está por ahí, en alguna parte, la oigo silbar. Hay dos cosas que me dan verdadero miedo. Las serpientes y las mujeres. Tienen mucho en común. Algo que tienen en común es: lo último que se les muere es la parte de abajo.

«Pasaron un par de coches y yo extendí el pulgar mientras el viejo trataba de pararlos haciéndoles señas, pero debíamos tener un aspecto demasiado raro: un sucio muchacho con vaqueros y un viejo gordo y ciego vestido con sus mejores ropas de ciudad. Creo que aún estaríamos allí si no hubiera sido por aquel camionero. Un mejicano. Estaba aparcado junto a la carretera, arreglando una rueda. El sabía decir cuatro cosas en tejano-mejicano, todas palabrotas, pero aún recordaba yo mucho español del verano que pasé con tío Alvin en Cuba. Así que el mejicano me dijo que iba de camino a El Paso, y que si ésa era nuestra dirección, seríamos bienvenidos a bordo.

»Pero míster Schmidt no estaba muy convencido. Prácticamente tuve que meterlo a rastras en la cabina de cola.

»Odio a los mejicanos. No he conocido nunca a un mejicano que me gustase. Si no fuera por un mejicano... El sólo con diecinueve años y ella, diría que..., afirmaría que por el tacto de su piel, Ivory ya pasa de los sesenta. Cuando me casé con ella, hace un par de años, dijo que tenía cincuenta y dos. Mire, yo vivía en ese campamento de remolques de la Autopista 111. Uno de esos campamentos de remolques que están a medio camino de Palm Springs y Cathedral City. ¡Cathedral City! Vaya nombre para una pocilga donde no hay sino burdeles y salones de billar y bares de maricones. Lo único que puede decirse en su favor es que allí vive Bing Crosby. Si es que eso significa algo. En cualquier caso, en el remolque vecino al mío vive mi amiga Hulga. Desde que murió mi mujer —el mismo día que murió Hitler—, Hulga me ha estado llevando a trabajar; trabaja de camarera en ese club judío del que soy masajista. Todos los camareros y camareras del club son alemanes grandes y rubios. A los judíos les gusta; en realidad, no los dejan parar. Un día me dice Hulga que la va a visitar una prima suya. Ivory Hunter. He olvidado su nombre auténtico, está en el certificado de matrimonio, pero no lo recuerdo. Había tenido unos tres maridos; probablemente, ni se acordaba del nombre con que nació. De todos modos, Hulga me dijo que su prima, Ivory, fue una bailarina famosa en otro tiempo, pero que ahora acababa de salir del hospital y de perder a su último marido por haberse pasado un año en la clínica con tuberculosis. Por eso es por lo que Hulga la invitó a Palm Springs. Por el aire. Además, no tenía sitio alguno a donde ir. La primera noche que estuvo allí, Hulga me invitó a su casa, y su prima me gustó inmediatamente; no hablamos mucho, escuchamos la radio, sobre todo, pero Ivory me gustó. Tenía una voz realmente bonita, muy lenta y suave, se asemejaba a la que deberían tener las enfermeras; dijo que no fumaba ni bebía y que era miembro de la Iglesia de Dios, lo mismo que yo. Después, fui casi todas las noches a casa de Hulga.


***

George encendió un cigarrillo, y su mujer le sirvió otro vasito de vodka aderezado con pimienta. Para su sorpresa, se sirvió otro para ella. Una serie de cosas en la narración de su marido había acelerado su ansiedad, constante, aunque por lo general amortiguada con Librium; no podía imaginarse adonde lo llevarían sus recuerdos, pero sí sabía que existía una meta, porque George raras veces divagaba. Se licenció con el tercer puesto de su clase en la Facultad de Derecho de Y ale, nunca ejerció la abogacía, pero aventajó a toda su promoción de la Escuela de Comercio de Harvard; en la última década le habían ofrecido un cargo en el gabinete presidencial y una embajada en Inglaterra o Francia, o en cualquier parte que quisiera. Sin embargo, lo que a ella le había hecho sentir la necesidad del vodka rojo, un juguete de rubí brillando a la luz del fuego, era la inquietante forma en que George Whitelaw se había convertido en míster Schmidt; su marido era un mimo excepcional. Podía imitar a algunos de sus amigos con irritante precisión. Pero aquello no era mímica normal; parecía en trance: un hombre fijado en la mente de otro hombre.

—«Yo tenía un viejo Chevy que nadie había conducido desde la muerte de mi mujer. Pero Ivory lo mandó poner a punto, y muy pronto ya no era Hulga quien me llevaba a trabajar y volvía a traerme a casa, sino Ivory. Al pensarlo, comprendo que todo fue una maquinación entre Hulga e Ivory, pero entonces no até cabos. Todo el mundo del parque de remolques y todo aquel que la conocía, decían que era una mujer muy hermosa, con grandes ojos azules y piernas bonitas.

Me figuraba que era por pura bondad, la iglesia de Dios..., suponía que por eso era por lo que se pasaba las noches haciendo la cena y cuidando la casa para un viejo ciego. Una vez estábamos escuchando el Hit-Parade en la radio, me besó y me pasó la mano por la pierna. En seguida empezamos a hacerlo dos veces al día: una antes de desayunar y otra antes de cenar, y yo con sesenta y nueve años. Pero era como si ella estuviese tan loca por mi polla como yo por su cono...»

Ella arrojó su vodka a la chimenea, una rociada que hizo crecer y sisear las llamas; pero fue una protesta inútil: a míster Schmidt no podían hacérsele reproches.


***

«Sí, señor, Ivory era todo sexo. En todos los sentidos que quiera usted emplear la palabra. Pasó exactamente un mes desde el día que la conocí al día que me casé con ella. No cambió mucho, me daba bien de comer, siempre tenía interés en oír cosas de los judíos del club, y fui yo quien redujo la sexualidad, bastante, por la presión sanguínea y todo eso. Pero ella nunca se quejó. Recitábamos la Biblia juntos, y todas las noches ella leía revistas en voz alta, buenas revistas, como Reader's Digest y The Saturday Evening Post, hasta que me quedaba dormido. Siempre decía que esperaba morirse antes que yo, porque se le partiría el corazón y quedaría desamparada. Era cierto que no tenía mucho que dejarle. Ningún seguro, sólo algunos ahorros en el banco que convertí en una cuenta conjunta, además de poner el remolque a su nombre. No, no puedo decir que hubiera una mala palabra entre nosotros hasta que se peleó con Hulga.

«Durante mucho tiempo no supe por qué se habían enfadado. Lo único que sabía era que ya no se hablaban más la una a la otra, y cuando le pregunté a Ivory lo que pasaba, me contestó: "Nada." Por lo que a ella concernía, no había tenido ningún distanciamiento con Hulga: "Pero ya sabes cómo bebe." Eso era verdad. Bueno, como le he dicho, Hulga era camarera del club, y un día irrumpió en la sala de masaje. Yo tenía un cliente encima de la mesa, y ahí estaba, despatarrado y con el culo al aire, pero a ella le importaba un bledo: olía como una fabrica de Four Roses. Apenas podía tenerse en pie. Me dijo que acababan de despedirla y, de pronto, empezó a blasfemar y a mearse. Se puso a chillarme mientras se meaba por todo el suelo. Dijo que todo el mundo del parque de remolques se burlaba de mí. Dijo que Ivory era una puta vieja. Que Ivory se había enganchado a mí porque estaba en la ruina y no encontraba nada mejor. Y me preguntó qué clase de necio era yo. ¿Es que no sabía que Freddy Feo se la estaba pasando por la piedra desde Dios sabía cuándo?

»Bueno, mire, Freddy Feo era un chico tejano-mejicano; acababa de salir de la cárcel, y el administrador del parque de remolques lo había sacado de algún bar de maricones de Cat City, poniéndolo a trabajar de mozo. No creo que fuera maricón del todo, porque entretenía por dinero a muchas solteronas de por allí. Una de ellas era Hulga. Estaba loca por él. Durante las noches de calor, él y Hulga solían sentarse a la puerta de su remolque, en su mecedora, y bebían tequila solo, sin preocuparse del limón, y él tocaba la guitarra y cantaba canciones latinas. Ivory me la describió como una guitarra verde que llevaba su nombre en letras de diamantes de imitación. Tengo que decir que el chicano sabía cantar. Pero Ivory siempre afirmaba que no podía soportarlo; decía que era un mejicano barato que le sacaría a Hulga hasta el último níquel que tuviera. Yo no recuerdo haber cruzado diez palabras con él, pero no me gustaba por la forma en que olía. Tengo una nariz de sabueso y podía olerlo a cien yardas de distancia: tal cantidad de brillantina llevaba en el pelo, y otra cosa que Ivory dijo que se llamaba Atardecer en París.

«Ivory juró una y otra vez que no era verdad. ¿Ella? ¿Dejar ella que un mejicano asqueroso como Freddy le pusiera un dedo encima? Explicó que Hulga estaba furiosa y celosa porque ese chico la había dejado pelada y creía que se estaba jodiendo a todo bicho viviente entre Cat City e Indio. Afirmó que yo la había ofendido prestando oídos a tales mentiras, aun cuando Hulga era más digna de lástima que de insultos. Y se quitó el anillo de boda que yo le había dado —perteneció a mi primera mujer, pero ella dijo que no importaba, porque sabía que yo había amado a Hedda y que eso le añadía valor—, y me lo tendió diciendo que si no la creía, que ahí tenía el anillo y que cogería el primer autobús que saliera hacia cualquier parte. Así que se lo volví a poner en el dedo y nos hincamos de rodillas en el suelo y rezamos juntos.

»La creí; al menos me figuré que la creía; pero, de algún modo, había como un balancín en mi cabeza; sí, no, sí, no. Además, Ivory había perdido su soltura; antes, tenía una gracia en el cuerpo que era como la suavidad de su voz. Pero ahora era toda alambre, estaba en tensión como esos judíos del club que no dejan de quejarse y de lamentase y de regañar porque uno no puede quitarles las penas a restregones. Hulga encontró trabajo en el Miramar, pero en el parque de remolques siempre me daba la vuelta cuando olía que venía. Una vez se acercó a mí y me dijo con una especie de murmullo: "¿No sabes que esa dulce esposa tuya le ha dado al mejicano un par de pendientes de oro? Pero su amigo no se los deja poner." No sé. Ivory rezaba todas las noches conmigo para que el Señor nos mantuviera juntos, sanos de cuerpo y de espíritu. Pero observé... Bueno, en aquellas calurosas noches de verano cuando Freddy Feo rondaba por allí, en alguna parte de la oscuridad, cantando y tocando la guitarra, ella apagaba la radio justo en medio de Bob Hope o de Edgar Bergen o de cualquiera que fuese, e iba a sentarse fuera a escuchar. Decía que contemplaba las estrellas: "Apuesto a que en ningún otro sitio del mundo pueden verse las estrellas como aquí." Pero, de pronto, resultó que odiaba Cat City y Palm Springs. El desierto entero, las tormentas de arena, veranos con temperaturas por encima de los ciento treinta grados, y nada que hacer si uno no es rico ni pertenece al Racquet Club. Sencillamente, afirmó eso una mañana. Dijo que deberíamos levantar el remolque y volver a plantarlo en cualquier parte donde hubiese aire fresco. Wisconsin. Michigan. La idea me pareció bien; me dejó la cabeza tranquila acerca de lo que podría estar pasando entre ella y Freddy Feo.

»Bien, yo tenía un cliente en el club, un tipo de Detroit, que me dijo que podría meterme de masajista en el Athletic Club de Detroit; nada fijo, sólo que a lo mejor se despedía alguno. Pero eso fue suficiente para Ivory. Nos largaríamos el veintitrés; ella desenterró el remolque, después de quince años de plantar flores por todo el terreno, puso el Chevy a punto para el viaje, y todos nuestros ahorros quedaron convertidos en cheques de viajeros. Anoche me restregó de arriba abajo, me lavó el pelo, y esta mañana partimos poco después de rayar el día.

»Me di cuenta de que algo andaba mal, y me habría enterado si no me hubiese quedado dormido nada más salir a la carretera. Debió ponerme píldoras para dormir en el café.

»Pero cuando me desperté, lo olí. Estaba escondido en el remolque. Ahí enroscado, en la parte de atrás, como una serpiente. Esto fue lo que pensé: Ivory y el chico van a matarme y a dejarme para los buitres. Me lo figuré todo. Le dije: "Para el coche." Ella quiso saber por qué. Porque tenía que orinar. Paró el coche y la oí llorar. Al apearme, dijo: "Has sido bueno conmigo, George, pero yo no sé hacer otra cosa. Y tú tienes una profesión. Siempre habrá un sitio para ti en alguna parte."

»Me bajé, oriné y, mientras estaba ahí parado, el coche arrancó y ella se marchó. No sabía dónde estaba hasta que apareció usted, míster...

»George Whitelaw.

»Y le dije:

«"Dios mío, eso es igual que un crimen. Dejar a un ciego perdido en medio de esto. Cuando lleguemos a El Paso, iremos a la comisaría de policía."

»El replicó:

«"¡Diablos, no! Ya tiene bastantes problemas sin los polis. Se ha plantado en la mierda: que se quede ahí. Ivory no va a ningún lado. Además, la amo. Una mujer puede hacer cosas así, y uno la sigue queriendo."


***

George volvió a servirse vodka; ella colocó un tronco pequeño en el fuego, y el nuevo embate de las llamas sólo fue un poco más brillante que el furioso calor que súbitamente afluyó a sus mejillas.

—Las mujeres hacen eso —dijo ella con tono agresivo, desafiante—. Sólo una loca... ¿Crees que yo podría hacer algo semejante?

La expresión en los ojos de él, cierto silencio visual, la sobresaltó, haciéndole apartar la vista y retirar la pregunta.

—Bueno, ¿qué le pasó?

—¿A míster Schmidt?

—A míster Schmidt.

El se encogió de hombros.

—La última vez que lo vi, estaba bebiéndose un vaso de leche en una casa de comidas, una parada de camiones en las afueras de El Paso. Yo tuve suerte; conseguí que un camionero me llevara directamente a Newark. En cierto modo, me olvidé de él. Pero durante los últimos meses, me ha dado por pensar en Ivory Hunter y George Schmidt. Debe ser la edad; empiezo a sentirme viejo.

Ella volvió a arrodillarse junto a él; le cogió la mano, entrelazando los dedos en los suyos.

—¿Con cincuenta y dos años? ¿Y te sientes viejo?

El se apartó; al hablar, lo hizo con el sorprendido murmullo de un hombre que se dirige a sí mismo:

—Siempre he tenido una confianza tan grande. Sólo al ir por la calle sentía tal ritmo. Notaba las miradas de la gente —en la calle, en un restaurante, en una fiesta—, envidiándome, haciendo comentarios sobre mi personalidad. Siempre que acudía a una fiesta, sabía que la mitad de las mujeres serían mías con sólo desearlo. Pero eso se acabó. Es como si el viejo George Whitelaw se hubiera convertido en el hombre invisible. Ni una sola cabeza se vuelve a mi paso. La semana pasada llamé dos veces a Mimi Stewart, y no me devolvió las llamadas. No te lo he dicho, pero ayer pasé por casa de Buddy Wilson, daba un pequeño cóctel. Debía haber unas veinte chicas bastante atractivas, y todas se limitaron únicamente a echarme un vistazo; para ellas, yo era un tipo viejo y cansado que sonreía demasiado.

Ella le dijo:

—Pero yo pensaba que seguías viendo a Christine.

—Te contaré un secreto. Christine se ha comprometido con Rutherford, ese chico de Filadelfia. No la he visto desde noviembre. Para ella está muy bien; es feliz, y me alegro de que lo sea.

—¿Christine? ¿Con cuál de los Rutheford? ¿Kenyon o Paul?

—Con el mayor.

—Ese es Kenyon. ¿Lo sabías y no me lo has dicho?

—Hay muchas cosas que no te he dicho, cariño.

Sin embargo, eso no era enteramente cierto. Porque cuando dejaron de dormir juntos, empezaron a comentar cada una de sus aventuras, colaborando realmente en ellas. Alice Kent: cinco meses; se acabo porque ella le exigió divorciarse y casarse con ella. Sister Jones: se terminó al cabo del año cuando su marido lo averiguo. Pat Simpson: una modelo de Vogue que se marchó a Hollywood; prometió volver y jamás lo hizo. Adele O’Hara: hermosa, alcohólica, turbulenta provocadora de escenas; aquello lo rompió él mismo. Mary Campbell, Mary Chester, Jane Vere-Jones. Otras. Y, ahora, Christine.

Unas cuantas las había conocido él mismo; la mayoría eran «idilios» arreglados por ella: amigas de las que se fiaba, compañeras que le había presentado para que le proporcionaran un escape sin pasarse de la raya.

—Bueno —dijo ella, suspirando—. Supongo que no podemos culpar a Christine. Kenyon Rutherford es un partido excelente.

Sin embargo, estremecida como las llamas entre los leños, su mente daba vueltas buscando un nombre que llenara el vacío. Alice Combs: disponible, pero demasiado sosa. Charlotte Finch: demasiado rica, y George se sentía impotente ante mujeres —u hombres, para el caso— más ricas que él. ¿La Ellison, quizás? La soignée señora Ellison, que estaba en Haití consiguiendo un divorcio rápido...

Dijo él:

—Deja de fruncir el ceño.

—No estoy frunciendo el ceño.

—Eso sólo significa más silicona, más facturas de Orentreich. Prefiero ver arrugas humanas. No importa de quién sea la culpa. A veces todos nosotros dejamos a los demás ahí fuera, a la intemperie, y nunca comprendemos la razón.

Un eco, cavernas resonantes: Jaime Sánchez, Carlos y Angelita; Hulga, Freddy Feo, Ivory Hunter y míster Schmidt; doctor Bentsen y George, George y ella misma, el doctor Bentsen y Mary Rhinelander...

El dio un leve apretón a sus dedos entrelazados y, con la otra mano, le levantó la barbilla e insistió en que sus miradas se encontraran. Se llevó su mano a los labios, besándola en la palma.

—Te quiero, Sarán.

—Yo también te quiero.

Pero el roce de sus labios, la velada amenaza, la puso en tensión. Oyó el campanilleo de la plata en el piso de abajo: Anna y Margaret subían con la cena para ponerla junto al fuego.

—Yo también te quiero —repitió ella, con fingida somnolencia, y con simulada languidez fue a correr los cortinajes de la ventana. Una vez corrida, la gruesa seda ocultó la noche del río y de las barcazas iluminadas, tan envueltas en la nieve y tan mudas como el dibujo de una noche de invierno en un pergamino japonés.

—¿George?

Un ruego apremiante antes que las irlandesas llegaran con la cena, llevando en experto equilibrio sus ofrendas:

—Por favor, cariño. Ya pensaremos en alguien.



[1] Cazador(a) de Marfil. (N. del T.) 

[2] La temperatura se mide en grados Farenheit. (N. del T.)


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