jueves, 28 de octubre de 2010

Nuria Barrios / Paul Bowles y los visitantes

Paul Bowles



Paul Bowles y los visitantes



La primera vez que vi a Paul Bowles, él vestía un pijama y estaba recostado en el inmenso lecho de un palacete madrileño reconvertido en hotel. Las sábanas eran de un blanco resplandeciente y las almohadas de plumas se curvaban suavemente tras su espalda. Pero Bowles no estaba cómodo.
La noche anterior, la sed lo había despertado. No recordaba dónde estaba el interruptor de la luz. Tanteando, encontró una caja de cerillas encima de la mesilla que tenía a su lado. Encendió un fósforo y empezó a desplazarse hacia la otra mesilla, donde debía de hallarse el vaso de agua. Apenas había llegado al centro de la cama cuando la llama se apagó. Repitió varias veces la operación. Aquel colchón era tan desmesurado que la luz se extinguía antes de que pudiera atravesarlo. Bowles no bebió aquella noche. Al contármelo se reía. Era 1993. Él tenía 82 años.

Los marroquíes creen que quedarse en la cama atrae la muerte. Quizá era eso lo que hacía Bowles: aguardar la muerte

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Volví a verle en el invierno de 1995. De nuevo en pijama, pero en otra ciudad, Tánger, y en otra cama, la suya, un catre esquinado cubierto por una manta oscura. Su salud había empeorado y apenas se levantaba. Pero cada día, reclinado sobre un tapiz ocre y deshilachado, asistía en su dormitorio a una extraña función. Periodistas, escritores, traductores, editores, fotógrafos y curiosos entraban y salían de la habitación como si se tratara de un escenario. "No hay tarde", aseguraba el anciano, "en la que no reciba la visita de alguien a quien no he visto nunca ni, probablemente, vuelva a ver".
Llegar hasta él no era, sin embargo, fácil. Para empezar, Bowles no tenía teléfono. Aunque residía en Tánger desde 1931, casi nadie en la ciudad parecía conocer su existencia. El propio inmueble donde residía era un acertijo. En aquel feo edificio de cemento no había portero ni buzones. El ascensor, decorado a punta de navaja, solía estar estropeado. Y, a menudo, tampoco funcionaba el timbre de su piso.
Cada visitante tenía una estrategia para encontrar el camino. Bowles recordaba con ironía a una joven alemana que inventó que era su hija para que la condujeran a su piso. Así lo contaba él:
"Dos marroquíes de aspecto poco tranquilizador llamaron a mi puerta a eso de las dos y media de la tarde. No parecían saber por dónde empezar. 'Su hija desea verle', dijo uno. Cuando respondí que no tenía ninguna hija, él se limitó a reír. El otro dijo: 'Sí que la tiene y está aquí. Se llama Catherine y viene de Alemania. No le ha visto nunca y quiere venir a conocerle'. 'Yo no quiero conocerla a ella', les dije. '¿Se la traemos a las cinco?' '¡No, no, no! Yo no tengo hijas. Muchas gracias, pero no deseo verla".
Unas horas después llamaban a su puerta: "Allí estaban otra vez y parecían sostener a una mujer entre los dos. 'Es su hija -me dijeron-. Ha venido de Essen'. La cosa era ya tan fantástica y ridícula que cedí a la tentación de dejarla entrar, pero obligué a los marroquíes a quedarse fuera. La muchacha divagaba y era difícil seguir la conversación. Empecé a preguntarme cómo librarme de ella. Durante su cháchara, declaró que deseaba morir. Esto hizo aumentar mi afán por hacer que se marchara. Le di una taza de té. Mientras se lo tomaba, me explicó que había querido morir en Merzouka, en lo alto de una gran duna, pero no había podido. Le dije que me parecía una lástima y estuvo de acuerdo".
Así era Bowles: capaz de decirle a alguien que era una pena que no estuviera muerto de tal manera que el otro, lejos de ofenderse, agradecía el gesto.
Atraídos por la leyenda del exiliado norteamericano más famoso del siglo, los visitantes entraban en el dormitorio del escritor, se sentaban a los pies de su cama y le contemplaban con devoción. Entre aquellas cuatro paredes siempre era de noche: una cortina negra, grande como un telón, cegaba el ventanal. Pero lo que allí sucedía no era una versión de Las mil y una noches, con Bowles rememorando su vida, aconsejando a escritores principiantes, hablando de Burroughs, de Dalí, de Sartre o de Capote... No. Nada más lejos de la realidad.
Lo habitual era que callara.
Murmuraba que no oía o que no entendía y permanecía con la mirada prendida en la nada. De vez en cuando, tamborileaba con los dedos, siguiendo un animado ritmo que sólo él oía. A la hora de merendar, merendaba, y cuando la fatiga le cerraba los ojos, dormía. No había nada hostil en su silencio y ese asombroso desapego se convertía en una hospitalidad extravagante y única. En el dormitorio, caliente y en penumbra como una madriguera, no se oían más ruidos que el silbido de una estufa de gas y el crepitar del fuego en la chimenea del salón contiguo.
En aquellas ocasiones, Bowles me recordaba a Singer, el protagonista de El corazón es un cazador solitario, la novela de Carson McCullers. Singer es un sordomudo cuya compañía anhelan una niña, un doctor negro, un comunista alcoholizado y el propietario de un restaurante. Todos son personas que sufren por su aislamiento y encuentran en él comprensión y consuelo. La puerta de Singer siempre está abierta. Una vez con él, cada uno le cuenta sus frustraciones, sus sueños, sus secretos...
El sordomudo nunca les contesta, pero los visitantes se van siempre con una extraña paz, convencidos de que sólo él les entiende. A Singer le atribuyen todas las cualidades que desean que tenga. La niña, que quiere ser compositora, está convencida de que Singer, aunque sordo, adora la música. Él es testigo paciente de quienes van a verle, pero su corazón está en otra parte, lejos de esa habitación y de esa gente.
El trance hipnótico de los visitantes de Bowles duraba hasta que llegaba Abdelhuahid, el tangerino que cuidó al escritor durante más de 20 años. Con dos palabras, aquel hombre alto y fuerte ponía a los extraños en la puerta. Sus recelos estaban justificados: a Bowles le habían robado, entre otras cosas, un libro de Joyce con la firma de ambos escritores. Su agente le llamó desde Holanda para decirle que lo habían vendido por una cifra altísima.
Él citaba irónico al compositor Virgil Thompson: "El problema de haberse convertido en un monumento público es que los perros suelen venir y mearse encima de ti". Y, a la tarde siguiente, recibía con paciencia a nuevos y desconocidos visitantes.
Los marroquíes creen que quedarse en la cama atrae la muerte. Como si la posición horizontal amansara el corazón hasta detenerlo, igual que cuando se tumba un péndulo. Quizá era eso lo que hacía Bowles: aguardar la muerte. Ya no escribía, porque decía que no le quedaban ideas. En la habitación donde antes trabajaba, estaba ahora la lavadora. La pérdida de visión le impedía leer. "Me estoy quedando ciego", comentaba. Y añadía: "Ya era hora, supongo". Pronunciaba un epigrama de Valéry: "Adiós -le dice el moribundo al espejo que sostienen delante de él-. No volveremos a vernos". Y, a continuación, declaraba que para que esa despedida fuese correcta, el moribundo tendría que añadir tres palabras: "¡A Dios gracias!".
En El corazón es un cazador solitario, el sordomundo Singer se suicida un día. Los cuatro personajes que acudían a visitarle se dan cuenta entonces de que no saben nada de él. Bowles falleció en 1999. Le gustaba fumar kif, el cementerio de perros y gatos de Tánger, Camarón, ver las noticias de ciclones y anticiclones en el telediario español, el chocolate... Juan Cruz, que fue su editor, intentó averiguar cuáles habían sido sus últimas palabras. "Al vernos entrar en la habitación del hospital a la cocinera y a mí", le contó Abdelhuahid, "Paul dijo: 'Mi verdadera familia". "¿Fueron ésas sus últimas palabras?", insistió Cruz. Abdelhuahid alzó los hombros.
A Bowles le hubiera gustado aquella escena.
Regresé a Tánger un año después de que hubiera muerto. Sobre la puerta de su piso todavía estaba la minúscula y sucia placa de cobre con su apellido. Todas las cortinas de la casa estaban descorridas. Varios hombres trasladaban el contenido de las estanterías a cajas de cartón, otros hablaban por móviles. El dormitorio de Bowles estaba vacío.
Sus objetos se vendieron. Alguien alquiló el piso.
El camino que llevaba hasta él ha desaparecido.



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