sábado, 26 de febrero de 2011

Triunfo Arciniegas / El mundo de Chema Madoz

Fotografia de Chema Madoz

Triunfo Arciniegas
EL MUNDO DE CHEMA MADOZ

BIOGRAFÍA DE CHEMA MADOZ


Si Magritte hubiese cambiado los pinceles por la cámara, en nuestro tiempo sería Chema Madoz, un poeta de la imagen. El fotógrafo español, nacido en Madrid en 1958 y Premio Nacional de Fotografía en 2000, José María Rodríguez Madoz, más conocido  como Chema Madoz, “ilusionista y presdigitador”, cuenta con numerosas exposiciones individuales en España y en el extranjero. Además del respeto de la crítica, tiene el favor del público. A los niños sencillamente les fascina su obra. En otras palabras, se trata de un fotógrafo respetado y querido, y cada vez más conocido en el mundo. Su arte, en blanco y negro, es un ejercicio de imaginación y belleza.
A menudo su magia surge del choque entre dos objetos, según el principio del binomio fantástico de Gianni Rodari (véase La gramática de la fantasía), que tan bien funciona en la literatura. A Madoz le basta fusionar una radiografía de su propia cabeza y un cielo repleto de nubes para elaborar un autorretrato. Con la misma técnica, un árbol y una nube conforman un árbol de algodón o un árbol de nube, como se quiera, en todo caso, una bella imagen que le hacía falta al mundo. La geografía de la madera constituye la llama de un fósforo. La torre Eiffel al revés es el tacón de una zapatilla: dos dimensiones conjugadas, dos sueños, la ciudad de los deseos y el objeto de los deseos, París y una mujer. Una hojilla de afeitar sostiene las cuerdas de un violín y la cuchilla de una sierra es el sombrero de una calavera. Dos paletas y un pincel hacen una mariposa. La cuchara proyecta sobre la mesa la sombra del tenedor y un cuchillo aparta al pan de su propia imagen. Una escalera apoyada en un espejo es todo lo que Alicia necesita para trasladarse a otro mundo y un pódium construido con cubitos de hielo no es otra cosa que la fugacidad de la gloria. Un candado es la prisión de las tijeras y en una jaula de alambre de púas el encierro es más aterrador que nunca: las tijeras no abren su filosa boca ni los pájaros extienden sus poderosas alas. Así como el sifón convertido en birrete significa que la educación se fue a las aguas negras o la plata invertida no sirvió de nada, para decirlo en términos “educados”, el ataúd con reloj nos señala las horas que nos quedan o sencillamente mide el tiempo de la eternidad. Un cordón ata dos zapatos y este maridaje los vuelve inservibles. Una copa de vino es un pubis, elemental y genial. Porque lo elemental a menudo es fruto de la genialidad.
Con razón el mundo de Madoz es en blanco y negro. La paleta se ha reducido a su mínima expresión. Dice el fotógrafo madrileño: “Al utilizar el blanco y negro se hace más patente que lo que se está mostrando es una representación, una especie de reelaboración de la idea de realidad, frente a la que se marca una cierta distancia; lo mostrado queda en un territorio mucho más abstracto, más ambiguo”. Pero a la vez, nos encontramos de frente con la esencia del mundo, con su poesía. De la manzana, el sabor, y de las gardenias, su perfume, para decirlo de otra manera, en los secretos frascos de la memoria.
Picasso, quien atestaba de objetos abandonados el coche del bebé cuando salía a la calle con Françoise Gilot, hizo la cabeza de un toro con la silla de una bicicleta y con un canasto el costillar de una cabra. Algo así hace Madoz en la fotografía. Va encontrando objetos en los mercados, en el Rastro, donde sea, y va asociándolos de acuerdo a principios mágicos. Imagino su taller repleto de objetos ansiosos por atraer el ojo de la cámara. Objetos elevados a la categoría de esculturas que el artista no expone ni vende ni duplica.
Madoz se encarga de todo el proceso. Encuentra o elabora el objeto, estudia la luz, toma la foto, revela los carretes y hace una pequeña copia de prueba. Entonces ve si la imagen funciona o requiere ajuste, porque la fotografía como la literatura mantiene sus propias leyes, y los aciertos de este mundo llamado realidad no siempre funcionan en el otro. Lo demás es trabajo del laboratorio. No hay manipulación, no hay photoshop. Madoz acude de pronto a la sobreexposición o practica algún recurso clásico, un viejo truco y nada más.
Desde los años noventa, el trabajo con objetos se ha convertido en la marca del artista. Uno ya puede identificar una foto suya en el mundo. Tras veinte años de imágenes en blanco y negro, Madoz se ha ganado un nombre, un merecido respeto. Sigue trabajando con una vieja Haselblatt, creada el mismo año de su nacimiento y comprada de segunda mano. No hace retratos ni desnudos ni paisajes. Como Morandi, que se pasó toda una vida pintando una docena de botellas, Madoz continua explorando el misterio de los objetos en su estudio de Galapagar, blanco y luminoso, ordenado y limpio, con un techo alto a dos aguas.
Todo es cuestión de búsqueda y exploración. En algún momento Madoz tomó una hoja verde, la introdujo en la máquina de escribir y digitó unas cuantas palabras. Luego esperó a que la hoja se secara y se pareciera más a otra clase de hoja. Hojas de árboles y hojas de libros se confunden, nubes y árboles, grietas y llamas, tacones y torres, sombras y objetos.
Así, la hierba cubre unas pantuflas y ahora son otra cosa, casi gatos, casi vegetales, otras criaturas que buscan espacio en nuestro mundo, como las botas con dedos de Magritte. Una hoja incrustada en una manzana le basta a Madoz para crear una maravillosa foto, una de mis favoritas. Con objetos de todos los días Madoz, el poeta, inventa una imagen memorable. A menudo objetos pequeños, objetos domésticos, objetos de la vida común y silvestre. “El encontrar algo inusitado en lo cotidiano, el descubrimiento de un aspecto desconocido en lo conocido, invita en muchas ocasiones a esa sonrisa que es una primera reacción de reconocimiento”, dice el propio Madoz, feliz autor de una poética de la vida cotidiana.
La fotografía de Madoz nos hace felices. Tal vez deba su popularidad a esta propiedad tan suya. Madoz no practica el horror de tantos fotógrafos actuales ni escarba en los horrores de la condición humana como nuestros grandes pintores. No hay sangre ni vísceras derramadas ni gritos desgarradores. Madoz es elemental, genial, feliz.  

Triunfo Arciniegas
Pamplona, 26 de febrero de 2011


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