miércoles, 31 de marzo de 2010

Las amantes del marido de Sandra Bullock lo cuentan todo


Las amantes del marido de Bullock lo cuentan todo

Varios medios de Estados Unidos recogen declaraciones de mujeres que supuestamente mantuvieron relaciones con Jesse James tras su matrimonio

EL PAÍS Madrid 25 MAR 2010 - 14:08 CET

Dicen que después de una infidelidad siempre hay otra. Eso es lo que le está pasando a Jesse James, el todavía marido de la actriz Sandra Bullock. Tras la entrevista concedida por Michelle McGee, la modelo de cuerpo tatuado que reveló que había mantenido relaciones con James, han empezado a surgir informaciones que aseguran que Sandra Bullock va a tener que escuchar a otras mujeres hablando de las infidelidades de su esposo.
Los Angeles Times asegura que James es un asiduo a las páginas de contactos de Internet, en las que suele buscar "chicas tatuadas, moteras, de pechos grandes y que estén buenas", a las que invita a su tienda de West Choppers en Long Beach. De hecho, el periódico agrega que las infidelidades del marido de Sandra Bullock son un secreto ampliamente conocido entre sus empleados.
La revista People también se suma a las especulaciones con respecto a nuevas supuestas amantes de Jesse James, de 40 años. La publicación menciona a Melissa Smith, otrastripper supertatuada de 35 años que ha contado al tabloide The Star una historia muy parecida a la de McGee. Según ella, su affaire también duró varios meses y transcurrió mientras James estaba casado con Bullock.
La página de azote de los famososTMZ, que ya ha entrevistado a tres supuestas amantes más, va más allá y asegura que los deslices del marido de la recientemente oscarizada actriz han tenido incluso consecuencias legales. Según el portal, James pagó más de 700.000 dólares en 2007 (dos años después de su boda con Bullock) a una alta ejecutiva de su empresa que lo amenazó con denunciarlo por acoso sexual. Hubo acuerdo millonario a cambio de silencio y la demanda se archivó.
A finales de la semana pasada, poco después de que saltara el escándalo a las principales portadas, Jesse James envió un comunicado a la revista People en el que, a pesar de que no desmentía ni confirmaba las declaraciones de McGee, admitía su culpa en todo.
"Debido a mi falta de juicio, me merezco todo lo malo que me está pasando. Esto les ha causado a mi mujer y mis hijos un dolor y una vergüenza más allá de lo imaginable y estoy profundamente triste por habérselos causado. Espero que algún día tengan el corazón suficiente para perdonarme", escribió James.
Sandra Bullock abandonó el lunes de la semana pasada la casa de Los Ángeles que compartía con Jesse James y se marchó a Austin, Texas, donde vive su hermana. Pero la actriz fue fotografiada el miércoles de vuelta en California, en compañía de los tres hijos de su marido, que se quedaron en la casa de su padre, adonde Bullock no ha regresado.





martes, 30 de marzo de 2010

Octavio Paz / Edvard Munch / La dama y el esqueleto


Hace ya muchos años, en una exposición celebrada en París, pude ver algunas obras de Edvard Munch: El gritoMadona, varios retratos y autorretratos, grabados, dibujos. La seducción fue instantánea y de una especie particular que no puedo llamar sino abismal: como asomarse a un precipicio. Desde entonces la pintura de Munch no cesó de atraerme. La verdadera revelación la experimenté más tarde.

En el verano de 1985 mi mujer y yo pasamos una corta temporada en Oslo y uno de los primeros lugares que visitamos fue el Museo Edvard Munch. Volvimos varias veces: no sólo es uno de los mejores del mundo, entre los consagrados a un artista y su obra, sino que puede verse como una sorprendente asamblea de retratos simbólicos. Aclaro: esos cuadros no cuentan una vida sino que nos revelan un alma.

Nuestra impresión fue más honda porque recorrimos las salas del museo bajo el imperio del verano nórdico. La pasión que atraviesa la pintura de Munch nos pareció una respuesta a la intensidad de la luz y a la vehemencia de los colores. Erupción de vida: los árboles, las flores, los animales, la gente, todo, estaba animado por una vitalidad a un tiempo inocente y terrible. Las ventanas de nuestra habitación daban a un parque y cada noche ―era imposible dormir― veíamos deslizarse entre los árboles las sombras de Oberón, Titania y su cortejo de elfos y trasgos.

También pasaban los personajes que habíamos visto unas horas antes en el Museo Munch, elfos reconcentrados y perseguidos por su idea fija, elfos sonrientes, enigmáticos, crueles. Pensé: el solsticio de verano y su vegetación de sangre es un acorde de ritmo cósmico; el otro son los desiertos blancos, azules y negros del solsticio de invierno.

Ambos combaten y se funden en la obra de Munch.

Hay artistas que se desarrollan en múltiples direcciones, como árboles de muchas ramas; otros siguen siempre la misma ruta, guiados por una fatalidad interior. Munch pertenece a la segunda familia. Aunque pintó durante más de sesenta años y su obra es extensa, no es variada. En su evolución se advierten titubeos, períodos de búsqueda y otros de plenitud creadora, no esos cambios buenos y esas rupturas que nos sorprenden en Picasso y en tantos otros artistas modernos.



Su relativa simplicidad estilística contrasta con su complejidad psicológica y espiritual. Pero al hablar de "simplicidad estilística" temo haber cometido una inexactitud; debería haber escrito unidad: las obras pintadas en 1885 prefiguran a las que pintaría toda su vida. Esta unidad no es carencia técnica; Munch utilizó diversos medios, del óleo al grabado, y en todos ellos reveló maestría. Fue un innovador en el dominio del grabado en madera y como dibujante nos ha dejado obras memorables, en las que no sé si admirar más la seguridad de la línea o la emoción del trazo. Fue un verdadero colorista, no por el equilibrio de los tonos o la delicadeza de la paleta sino por la vivacidad y energía del pincel.

En suma, la unidad de su estilo fue el resultado de una fatalidad personal: no una elección estética sino un destino. Pero un destino libremente aceptado.

En sus comienzos, después de un breve período naturalista, hizo suya la lección de los impresionistas. Por muy poco tiempo, pues muy rápidamente dio el gran salto hacia su propia e inconfundible manera: un expresionismo avant la lettre.

Es comprensible que su ejemplo haya influido profundamente en los expresionistas de Die Brücke, como Nalde y Kirchner, en Max Beckmann y en los austríacos Kokoschka y Schiell. Son conocidas las influencias y afinidades entre Orozco y los expresionistas. Es muy probable que el artista mexicano haya conocido la obra de Munch: las acuarelas y dibujos de la primera época (Escenas de mujeres) presentan indudables parecidos con telas y grabados de Munch que tienen también por temas bailes y escenas de burdel.

Munch fue un precursor del expresionismo pero esta tendencia no lo define enteramente; no es difícil percibir en su pintura la presencia de una corriente antagónica: el simbolismo. Extrañas nupcias entre la realidad más real y la transrealidad. Munch fue un heredero de Van Gogh y de Gauguin: más tarde, se interesó en el fauvinismo, con el que tiene más de una afinidad. Pero la "ferocidad" de los fauves es más epidérmica y carece de la angustiosa ambigüedad psicológica de Munch.

En un breve ensayo consagrado al pintor noruego, André Breton acertó a delinear su verdadera genealogía espiritual: "Munch supo, ejemplarmente, utilizar la lección de Gauguin, en un sentido muy distinto al fauvinismo... Fiel al espíritu a las grandes interrogaciones sobre el destino humano que marcan sobre las obras de Gauguin y de Van Gogh, nos precipitó en el espectáculo de la vida, en todo lo que éste ofrece de locura y perdición".

La intervención de las potencias nocturnas ―el sueño, el erotismo, la angustia, la muerte― une a Munch, por el puente de Gauguin, con la tradición visionaria de la pintura. Así anunció, oblicuamente, algunas tentativas del surrealismo.

El gran período creador se inició en Alemania, en 1892. Fueron los años de su amistad con Strindberg y de su interés por el pensamiento de Nietzsche; asimismo, los de la serie de esas obras maestras, por su intensidad y por su hondura, que él llamó El friso de la vida. Antes había frecuentado, en sus años de París, la poesía de Mallarmé (nos dejó un retrato del poeta) y siempre la de Dostoievski. La serie La ruleta (1892 es un homenaje al novelista ruso).

Leyó también a Kierkegaard y admiró a Ibsen (decorados para Hedda Gabbler, carteles para Pierre Gynt y Juan Gabriel Borkman). El pensamiento anarquista lo marcó, como a otros artistas de esa época. Estas influencias literarias y filosóficas tuvieron la misma función que las pictóricas: iluminarlo por dentro. En pocos artistas las fuerzas instintivas e inconscientes han sido tan poderosas y contradictorias como en Munch; también en muy pocos han sido tan lúcida y valerosa la mirada interior. Vasos comunicantes: el alma, y sus conflictos, se transformó en la línea sinuosa y enérgica; el hervor de la pasión se volcó en el chorro de pintura. El crítico Arne Eggun subraya que en 1893 Munch empezó a salpicar sus telas con pigmentos para utilizar las manchas e incorporarlas a la composición. Medio siglo antes de André Masson y de David Alfaro Siqueiros, reconoció y usó las posibilidades del accidente en la creación artística. Strindberg fue sensible a las experiencias de su amigo y dos años después, señala Eggun, "publicó un ensayo con el título de El azar en la creación artística".

A Munch no le interesaba la invención por sí misma; buscaba la expresión: "Al pintar una silla ―dijo alguna vez― lo que debe pintarse no es la silla sino la emoción sentida ante ella". Sin embargo, para expresar hay que inventar: las confecciones del artista se vuelven ficciones y las ficciones emblemas vivientes del destino humano.

En la pintura de Munch aparecen una y otra vez, con escalofriante regularidad, ciertos temas y asuntos. Repeticiones obsesivas, fatales, pero, asimismo, voluntariamente aceptadas y quizá buscadas. Munch llamó a estas repeticiones: copias radicales. Por una parte, son documentos, instantáneas de ciertos estados recurrentes, unos de extrema exaltación y otros de abatimiento no menos extremo; por otra, son revelaciones del misterio del hombre, perdido en la naturaleza o entre sus semejantes. Perdido en sí mismo.

Para Munch el hombre es un juguete que gira entre los dientes acerados de la rueda cósmica. La rueda lo levanta y un momento después lo tritura. En esta visión negra del destino humano se alían el determinismo biológico de su época y su cristianismo protestante, su infancia desdichada ―las muertes tempranas de su madre y de una hermana, la locura de otra,― y el pesimismo de Strindberg, su creencia supersticiosa en la herencia y la sombra de Raskolnikov, sus tempestuosos amores y su alcoholismo, su profunda comprensión del mundo natural ―bosques, colinas, cielos, mar, hombres, mujeres, niños― y su horror ante la civilización y el feroz animal humano.

Munch trasciende su pesimismo a través de la misión transfiguradora que asigna a la pintura. El artista no es el héroe solitario de los románticos; es el testigo, en el antiguo sentido de las palabra: el que da fe de la realidad de la vida y del sentido redentor del dolor de los hombres. El arte es sacrificio y la obra es la transubstentación de ese sacrificio.

En el mundo moderno el artista es un Cristo. Su cruz es femenina. La Madona es la conjunción de todos los poderes naturales, es tierra y es agua, es hierba y es plaga, la luna y una bahía pero sobre todo es tigre. Es uno de los dientes de la rueda cósmica. La contradicción universal -vida y muerte- encarna en la lucha entre los sexos y en esa batalla la eterna vencedora es la mujer. Dadora de vida y de muerte, mata para vivir y vive para matar.

Una de las "copias radicales" más repetidas y turbadoras de Munch es la pareja Marat y Carlota Corday, llamada también La asesina o El asesinato. La primera versión es de 1906 y al principio tenía como título:Naturaleza muerta. Su comentario es revelador: "He pintado una naturaleza muerta tan bien como cualquiera de Cézanne ―se refiere a un plato de frutas que aparece en el primer plano― con la única diferencia de que, en el fondo del cuadro, pinté a una asesina y a su víctima". Las últimas versiones de este cuadro son de 1933 y 1935, un poco antes de su muerte. La comparación de el célebre óleo de David es instructiva: los personajes abandonan el teatro de la historia, dejan de ser personajes y se convierten en personas comunes y corrientes. Así, alcanzan una ejemplaridad más profunda e intemporal: son imágenes de la rotación de la rueda cósmica.

La mujer es uno de los ejes del universo de Munch. El otro es el hombre o, más exactamente, su soledad: el hombre solo ante la naturaleza o ante la multitud, solo ante sí mismo. Sus autorretratos son numerosos y pertenecen a todas sus épocas. Nunca cesó de fascinarlo su persona, pero en esa fascinación no hay complacencia: es un juicio más que una contemplación y, más que un juicio una disección.

Prometeo no encadenado a una roca sino sentado en una silla y picoteado no por un águila sino por su propia mirada. Prometeo es un hombre de hoy, uno de nosotros, no ha robado el fuego y paga una condena por un pecado sin remisión: estar vivo. El lugar de su condena no es una montaña en el Cáucaso ni las entrañas de la tierra: es una habitación cualquiera en esta o aquella ciudad. O una calle por la que desfilan transeúntes anónimos.

Munch fue uno de los primeros artistas que pintó la enajenación de los hombres extraviados en las ciudades modernas. Su cuadro más célebre, El grito, parece una imagen anticipada de ciertos paisajes de The Waste Land.

Nada de lo que han hecho los pintores contemporáneos, por ejemplo Edward Hopper, tiene la desolación y la angustia de esa obra. Oímos El grito no con los oídos sino con lo ojos y con el alma. ¿Y qué es lo que oímos? El silencio eterno. No el de los espacios infinitos que aterró a Pascal sino el silencio de los hombres. Un silencio ensordecedor, idéntico al inmenso e insensato clamor que suena desde el comienzo de la historia. El grito es el reverso de la música de las esferas.

Aquella música tampoco podía oírse con los sentidos sino con el espíritu. Sin embargo, aunque inaudible, otorgaba a los hombres la certidumbre de vivir en un cosmos armonioso; El grito de Munch, palabra sin palabra, es el silencio del hombre errante en las ciudades sin alma y frente a un cielo deshabitado.





Obras Completas. (Fondo de Cultura Económica. México, 1999) 

http://www.adamar.org/ivepoca/node/867

domingo, 28 de marzo de 2010

Eduardo Lago / Hijos a la sombra de padres geniales

James Joyce


Hijos a la sombra de padres geniales

EDUARDO LAGO
28 MAR 2010
El genio literario y artístico de famosos progenitores no siempre se ha visto reflejado después en sus descendientes. Algunos enfermos y otros empujados a la locura, muchos vivieron el abismo de no heredar ningún talento.
Aunque no hay ley alguna que lo prescriba, el talento suele erigir alrededor de ciertos escritores una muralla que los aísla de sus seres más queridos. Tras crecer a la sombra de su genio, los hijos de un número considerable de poetas y narradores ven abrirse ante ellos un abismo que acaba condenándolos a la invisibilidad, al abandono o a la locura. Hace algo más de un año, el mexicano René Avilés denunciaba el estado de indigencia en que vivía Helena Paz Garro, hija de Octavio Paz, gloria de las letras nacionales, y de su primera esposa, la celebrada novelista Elena Garro. La penuria en que vive resulta tanto más inexplicable si se tiene en cuenta que sus progenitores pertenecían a familias acaudaladas. Pocos años antes salía a la luz la historia de Malva Marina, hija de otro gran poeta latinoamericano, galardonado al igual que Octavio Paz con el Premio Nobel de Literatura, el chileno Pablo Neruda. Aquejada de hidrocefalia, la pequeña Malva Marina falleció a los ocho años, sin que su padre, señalaron voces acusadoras, hubiera querido saber jamás nada de ella. Algo semejante ocurrió con el dramaturgo norteamericano Arthur Miller. Padre de un hijo que padecía el síndrome de Down, cuando el niño contaba cuatro años de edad, el autor de Muerte de un viajante decidió ingresarlo en una escuela para discapacitados mentales, desentendiéndose a partir de entonces de su suerte. Un artículo publicado en Vanity Fair denigraba al escritor por no haber sido capaz de asumir la responsabilidad que entraña traer al mundo a un discapacitado mental. Este tipo de rechazo no guarda relación directa con el hecho de estar en posesión de un talento literario fuera de lo común. Al igual que Neruda, Miguel de Unamuno tuvo un hijo hidrocefálico que falleció a los ocho años. Su muerte instiló en el filósofo un arraigado sentimiento de culpa que atribuyó a las crisis de ateísmo en que incurría periódicamente. Más que de asignar culpas (casos como el de Neruda o Miller se prestan a un fácil sensacionalismo), se trata de preguntarse: ¿por qué son tantos los casos en que la grandeza de los padres tiene un efecto devastador sobre la existencia de sus hijos?

SALINGER


¿Por qué son tantos los casos en que la grandeza de los padres tiene un efecto devastador sobre la existencia de sus hijos?

Joyce se sentía culpable de la locura de su hija. Creía que había heredado de él una versión maligna de su talento
Uno de los casos más emblemáticos de los últimos tiempos es el del recientemente fallecido J. D. Salinger. En El guardián de los sueños, su hija Margaret traza una semblanza de su padre en la que el autor de algunas de las páginas más bellas de las últimas décadas aparece como un monstruo capaz de las mayores muestras de egoísmo y crueldad. No está claro cuánto hay de oportunismo en el afán por publicar un libro así. Otro hijo del escritor, Mathew, afirmó que su padre no tenía nada que ver con el personaje retratado por su hermana. La misma autora señala en diversos momentos que el abandono afectivo a que la sometió su padre no invalida el hecho de que la belleza desoladora de sus libros supo procurar consuelo y solaz a millones de personas. Salinger se sabía depositario de una llama sagrada que muy pocos están destinados a poseer. Un día, comprendiendo que la llama se había extinguido, dejó de publicar, aunque no de escribir en los 40 años que siguieron.
A veces, la capacidad de destrucción asociada con el talento literario se vuelve en contra de quien lo posee, como le ocurrió a Sylvia Plath. Cuando su marido, el poeta Ted Hughes, la abandonó a su suerte junto con los dos hijos pequeños de la pareja para irse a vivir con otra mujer, también poeta, Plath se tenía que levantar a las cuatro de la madrugada para intentar dar forma a los escalofriantes poemas concebidos por su imaginación demoniaca antes de que sus hijos se despertaran. Dotada de un talento formidable, de signo inequívocamente autodestructivo, Plath jamás permitió que su entrega a la literatura interfiriera en sus obligaciones como madre. De tendencias suicidas, cuando se sintió sin fuerzas para seguir luchando a solas, les dejó preparado el desayuno a los niños en el dormitorio, metió la cabeza en el horno, y abriendo la espita de gas, puso fin a sus sufrimientos. De un orden muy distinto es el valor demostrado por el novelista japonés Kenzaburo Oe, cuyo inmenso talento literario no tiene nada de demoniaco. Nacido en 1935, su obra se catapultó después del nacimiento de su primer hijo, Hikari, aquejado de una gravísima deformación cerebral. En lugar de deshacerse de él, Oe hizo de su tragedia familiar el centro de Una cuestión personal, novela en la que cuenta la historia de Hikari en clave de ficción. El libro supuso el origen de un ciclo narrativo cuya calidad le valió a Oe el Premio Nobel de Literatura. Fundiendo de manera inseparable obra y vida, Oe se sumergió en el mundo silencioso en que habitaba Hikari, logrando, además de darle voz, que su hijo compusiera obras musicales de gran interés.
Entre las historias de hijos de escritores célebres a los que se considera víctimas del talento de sus padres, destaca, por el misterio que la rodea, la de Lucía Joyce, hija del autor de Ulises. El misterio es en gran medida consecuencia del celo con el que el nieto y cancerbero del legado literario del autor irlandés, Stephen Joyce, impide el acceso a cualquier tipo de documentos que guarden relación con su tía. El cerco de silencio es tal que la simple aparición de una fotografía tomada en 1977 en la habitación del hospital para enfermos mentales en el que Lucía Joyce estuvo recluida durante los últimos 30 años de su vida, ha sido suficiente para renovar el interés por ella. La fotografía figura en la biografía de Violet Gibson, aristócrata nacida en Dublín, famosa por haber atentado contra la vida de Mussolini en 1926. Recluida en la misma institución que Lucía Joyce, el hospital de Saint Andrew, en el condado inglés de Northampton, las tumbas de las dos mujeres se encuentran muy cerca una de otra.
Tras expatriarse de Irlanda, los Joyce se instalaron en Trieste, donde nacieron los dos hijos del matrimonio, Giorgio en 1905 y Lucía en 1907. Sus destinos estuvieron marcados por vocaciones artísticas para las que los dos hermanos carecían de talento. Criados a la sombra de un genio, Giorgio optó por la música y Lucía por la danza. Acabaron por sucumbir respectivamente al alcoholismo y a la locura. Vulnerable y enfermiza desde la infancia, ni su madre ni su hermana sintieron nunca gran afecto por ella. Su padre, en cambio, la adoraba. Cuando la escritura le dejaba tiempo, le cantaba baladas. Juntos inventaron un lenguaje secreto, que nadie salvo ellos entendía. Muchos críticos han relacionado la jerga críptica que el escritor compartía con su hija con el lenguaje ininteligible y visionario de Finnegans Wake, la enigmática obra en la que Joyce invirtió los últimos 17 años de su vida. Se ha dicho que la prosa desplegada por el escritor en su última novela responde al intento por mantenerse en comunicación con su hija al ver lo poco que podía hacer por impedir que no se la arrebatara la locura. El férreo control ejercido sobre los documentos que pudieran arrojar algo de luz sobre la historia de Lucía Joyce ha dado lugar a toda suerte de especulaciones. Una de ellas relaciona su esquizofrenia con el hecho de que Samuel Beckett, que durante un tiempo fue secretario de su padre, la rechazara tras haber sido su amante por un periodo de dos años. La hipótesis es absurda, aunque pocos pueden alardear de haber estado tan cerca de dos de los mayores talentos literarios de nuestro tiempo.
Los primeros brotes de hebefrenia hicieron aparición cuando Lucía tenía alrededor de 25 años. Los estallidos de violencia protagonizados por su hija le hacían pensar a Joyce en escenas del rey Lear. El día que el autor celebraba su 50 cumpleaños, Lucía arrojó una silla a la cabeza de Nora. Su hermano Giorgio decidió internarla. Aunque pasaba temporadas en casa, su condición se fue deteriorando.
Carl Jung se interesó por su caso, llegando a tratarla en su clínica de Suiza. A los 28 años la internaron en el manicomio de Ivry, en las afueras de París, y desde entonces jamás volvió a poner un pie en la calle. La relación con su madre y con su hermano jamás dejó de ser difícil, pero Joyce se desvivió por su hija hasta el final de sus días. Se sentía responsable de su locura. Estaba convencido de que había heredado de él una versión maligna de su talento que acabó por destruir su razón. En 1951, diez años después de la muerte de su padre, Lucía fue internada en St. Andrew's. Beckett la fue a ver en una ocasión. Salvo alguna que otra visita ocasional, la única persona que acudió a verla con regularidad fue Harriet Weaver, la heroica editora de Joyce. Tras su muerte en 1961, su hija pasó a convertirse en el único testigo de la trágica soledad de Lucía Joyce. Murió el 12 de diciembre de 1982, rodeada de un misterio que nadie ha disipado.


Lea, además

sábado, 20 de marzo de 2010

Charlotte Gainsbourg / Un aire de familia

Charlotte 

Charlotte Gainsbourg





Un aire de familia



Carlos Galilea
20 de marzo de 2010

La hija de la mítica pareja Serge Gainsbourg-Jane Birkin, Charlotte, sufrió en 2007 un accidente que le provocó un derrame cerebral. De aquello surgió IRM, un disco "muy clínico y al tiempo muy poético", y su papel en el filme Anticristo, de Lars von Trier.


Cruza la calle de Montalembert y entra en el hotel con paso decidido. Nada la distingue de cualquier otra estilosa chica parisiense. Viste informal y el maquillaje es imperceptible. Pero estos días le va a costar más pasar desapercibida porque su imagen para la campaña del nuevo perfume de Balenciaga -ella es la musa de Nicolas Ghesquière, director artístico de la casa- llega hasta el último rincón de Francia.
A sus 38 años -nació el 21 de julio de 1971 en Londres-, Charlotte Gainsbourg tiene un aire juvenil y un encanto indefinible. Tímida, aparenta una fragilidad romántica aunque su mirada sea firme y la sonrisa traviesa. Se disculpa por mascar chicle. "Estoy intentando dejar de fumar. Saben a pimienta y te calma", explica mientras lo guarda cuidadosamente en una cajita.




"Mi primer disco lo había hecho con mi padre, gracias a mi padre, a causa de mi padre, para mi padre"
"Tengo la impresión de no haber demostrado nada en la música. Me falta el valor de atreverme a decir que me siento cantante"
"Prefiero cantar en inglés porque me aleja de las referencias paternas, de los textos que escribió y continúan tan presentes"
"Mi accidente me ha vuelto muy miedosa en relación con mi propia muerte. No me gustó ver que no era nada valiente"

Su nuevo disco se titula IRM, siglas de una imagen por resonancia magnética. En 2007, Charlotte Gainsbourg sufrió un accidente de esquí náutico. Semanas después empezó a sentir fuertes dolores de cabeza que dispararon la alarma: una hemorragia cerebral que nadie había detectado, y que la llevó al quirófano, estuvo a punto de costarle la vida. "Yo no sabía lo que era un IRM", dice con esa voz dulce que Madonna utilizó en What it feels like for a girl, "pero desde el accidente se convirtió en algo muy familiar. Para una de las canciones quise partir de una secuencia de sonidos de IRM. Me gustan mucho esos sonidos duros mezclados con otros más orgánicos. Titular el disco IRM se nos ocurrió al ver que teníamos unas cuantas canciones que giraban en torno a la memoria, la muerte... Me pareció algo muy clínico y, al mismo tiempo, muy poético, eso de imagen por resonancia magnética".
Los ruidos que se oyen encerrado dentro de la máquina "son muy angustiosos. Y esos exámenes han marcado el ritmo de mi vida durante bastante tiempo. Cada vez que quería tranquilizarme porque sentía pánico, y no sabía si tenía o no un problema, iba a hacerme la prueba. Había siempre un antes y un después del IRM".
Sin saber nada, Beck, productor del disco, escribió en un papel la letra de Master's hands ("Drill my brain / All full of holes / And patch it before it leaks"). "Para mí es lógico mirar a alguien como mentor, mirar hacia arriba, a quien admiras", asegura ella. "Nunca me he sentido igual en cuestión de talento, siempre por debajo, pero así es como me gusta trabajar. Creo que me acostumbré a ese tipo de relación con los directores de cine porque sientes que estás a su servicio". Beck Hansen, que en 2002 sampleó la canción Melody en Paper tiger, reconoce la influencia de Serge Gainsbourg en su música. "Casi no hablamos de ello. Sentí que había un gran respeto por el trabajo de mi padre, pero preferí no saberlo porque me dejaba mayor libertad para ir en otra dirección".
"Beck tenía una especie de banco de datos con ritmos y sonidos que había grabado antes de que yo llegara a Los Ángeles. Una biblioteca sensacional. Y cada vez partíamos de un ritmo. Elegíamos una percusión, se sumaba otro instrumento, y al final una melodía", explica. Beck firma solo todas las composiciones, salvo una en la que comparte autoría con Charlotte Gainsbourg, una canción canadiense de los años setenta que el californiano le hizo descubrir a la francesa, y La collectionneuse con fragmentos de poemas de Apollinaire. "Él escribía en su rincón sin parar y yo le miraba de reojo (se ríe) porque me costaba escribir algo. Exagero un poco, pero para la suma de trabajo que él aportaba yo llegaba con tres palabras. Grababa la voz y pasábamos a otra cosa aunque la canción no estuviera terminada. Después se grababan las cuerdas. Y ahí cada canción tomaba una dimensión diferente porque Beck trataba los violines de una forma bastante original. Eran músicos clásicos y él los brutalizaba un poco con el fin de obtener sonidos no demasiado melodiosos. Después yo regresaba a París y él seguía trabajando en cada una de las canciones. Lo que estaba bien es que teníamos las sesiones de trabajo -desde cinco días hasta tres semanas- y cuando yo regresaba a París volvía sin nada. No sabía lo que había hecho. Y era una sorpresa cuando me enviaba distintas mezclas. Yo ya había tomado cierta distancia y al regresar a Los Ángeles partíamos hacia otra aventura porque mi estado de ánimo era diferente".
Con 15 años se llevó el César a la mejor actriz revelación por L'effrontée, primero de sus más de treinta papeles en películas como La bûche -César a la mejor actriz secundaria-; La ciencia del sueño, de Michel Gondry; 21 gramos, de Alejandro González Iñárritu; I'm not there, de Todd Haynes, o Persécution, de Patrice Chéreau. También con 15 grabó su primer disco, Charlotte forever; sin embargo, el segundo, 5:55, tardó veinte años en llegar. ¿No quería cantar? "Ni por asomo", responde categórica. "Tenía una relación de amor-odio. Me atraía mucho y a la vez lo rechazaba. Recuerdo que cuando Portishead sacó su primer disco pensé: 'Si pudiera trabajar con ellos'. Sólo tras conocer al dúo Air, y pensar en un proyecto común, se tornó posible".
"Mi primer disco lo había hecho con mi padre, gracias a mi padre, a causa de mi padre, para mi padre. Y, sin él, no veía por qué y me parecía imposible. Tampoco consideraba la música mi profesión. Quizá si el primer disco se hubiera vendido bien habría grabado otro, pero la cosa quedó así" (se ríe). "Tengo la impresión de no haber demostrado nada en la música. Me siento muy orgullosa de los discos que he hecho, pero he sido apoyada por Air, por Beck, y no me veo aún en una posición legítima. Me falta el valor de atreverme a decir que me siento cantante. Es más fácil decir: 'No sé hacerlo, lo hago de todos modos, pero no sé hacerlo", dice riendo como una adolescente pillada en un pequeño renuncio.
Suele utilizar música para preparar sus papeles en el cine. "Me ayuda mucho a inspirarme. Para Anticristo fue fácil. Escuché mucha música clásica, prácticamente sólo música clásica, y todo aquello que estuviese muy cargado. Mahler, sinfonías de Beethoven, Carl Orff...". La polémica película de Lars von Trier, por la que ganó el premio de interpretación en el Festival de Cannes 2009, fue su primer rodaje tras la dolencia. No parecía lo más indicado protagonizar una historia de locura progresiva, pérdida de un hijo, violencia sexual hasta la mutilación genital... Se ríe al oír la observación. "Al contrario. Había pasado un año preocupándome de mi salud, era verano, y no sabía lo que iba a hacer. Estaba un poco taciturna cuando mi representante me dijo que había una actriz que ya no iba a hacer la película, que me leyese el guión y que si me apetecía viajase a Dinamarca para hablar con el director. Quería olvidarme de mí, hundirme en algo más fuerte que mis preocupaciones. Y esa película era tan violenta que me arrastró a otro mundo".
Por ella se quedaría en casa sin hacer gran cosa. Necesita que otros la motiven. "Me apetece ir hacia personas que tienen talento. Y poder colaborar con ellas. Soy bastante perezosa. Cuando tengo una obligación, me encanta trabajar, pero si depende de mi voluntad no hago nada. Diría incluso más, busco acabar con todo lo que tengo en la cabeza", cuenta riendo, "me busco ocupaciones para no pensar".
"Tengo muchas ganas de tirarme al agua, pero he perdido algo de inocencia. Como actriz viví una primera etapa en la que era completamente ingenua. Me daba un poco igual ser actriz, lo que me gustaba era estar en un equipo. En determinado momento actuar se convirtió en algo muy serio y empecé a tener cada vez más miedo de hacerlo mal. Y si no te arriesgas a ser mala, es fácil, te quedas a medio camino", dice con una carcajada. "Mi accidente me ha vuelto muy miedosa en relación con mi propia muerte. Me preocupaba mucho la de los demás, pero la mía
... Al estar tan cerca de ella me di cuenta de hasta qué punto me aterraba. Y no me gustó ver que no era nada valiente. Yo pensaba que a medida que uno va envejeciendo aparecía una especie de serenidad, pero he visto a gente mayor tener mucho miedo a la muerte. Y no hay nada más terrorífico para mí que imaginar que cuanto más se acerque más miedo tendré. Es un feo descubrimiento que he hecho no hace mucho", asegura con una sonrisa.
Su estreno en el mundo de la canción, con 13 años, fue un éxito y un escándalo: Lemon incest, grabada a dúo con su padre. Ella estaba interna y se libró del lío. Hoy, con la corrección política, y el control social, cabe preguntarse si Serge Gainsbourg no hubiera acabado ante un tribunal. "Es verdad. Pienso que ahora resultaría muy chocante. Creo que hoy tenemos más miedo a las consecuencias de nuestros actos. Parece tonto decirlo, pero tenemos miedo hasta de fumar. Como si cada uno de nuestros actos fuera a ser juzgado. Y nos da miedo que nos juzguen. Mi padre lo hizo de una forma provocadora, pero con mucho pudor. Es un texto hermoso. Muy explícito. Dice 'el amor que nunca haremos juntos'. Es un amor puro de padre-hija, hija-padre. Lo interesante de los textos es que nos perturben".
PREGUNTA. ¿Se imagina lo que hubiera pensado su padre al escuchar el disco o viéndola en
Anticristo?
RESPUESTA. (Largo silencio antes de contestar). No, no lo sé. Era más pudoroso de lo que la gente piensa. Tenía un lado sexual muy marcado, y hablaba mucho de ello, pero lo de caer en cierta vulgaridad creo que no le gustaba nada. Así que todo el lado pornográfico de la película... A saber si no la hubiera detestado (se ríe).
P. ¿No está cansada de que le pregunten por su él?
R. No, aunque en el extranjero me siento más abierta. En Francia siempre ha sido más pesado para mí. Si estoy en otro país y me hablan de él, me alegra la idea de que lo conozcan porque él tenía la impresión de que sólo se le conocía en Francia. Es como si yo viviera su excitación por ser reconocido en otros lugares. Y eso me gusta mucho.
Durante años soñó convertir la casa de su padre en la Rue de Verneuil, que ha conservado intacta, en un museo. Del proyecto se encargó el arquitecto Jean Nouvel. "Pensaba que es lo que mi padre quería. Mi madre y otras personas me dijeron que él había dicho que su casa era un museo y que había pensado incluso donarla al Estado. Reflexioné y me di cuenta de que eso no era vivible para mí. Y cuando estaba a punto de concretarse di marcha atrás. Necesité todo ese tiempo para comprenderlo". Al final ganó la necesidad de guardar para ella esa parte íntima, secreta, de Serge Gainsbourg. "Sí, pero es muy extraño porque es igual que guardar un mausoleo. Es una pequeña casa, a dos pasos de la mía, a la cual voy rara vez. Y cuando voy me invaden los recuerdos, su presencia. Es toda una decisión ir y después salir y cerrar la puerta. No es algo que haga fácilmente. A veces me pregunto por qué la guardo. Pero estoy pillada. No puedo venderla y no puedo vivir en ella. La guardo y hago como si no estuviera ahí". Suele ir sola. "Lo que me molestó de la idea del museo es que fui allí mucho con gente y tenía la impresión de ser un agente inmobiliario", dice riendo. "Era horroroso. Me sentía fatal haciendo eso. Luego soñaba con que él estaba en su casa. Había algo de entrar en la casa de alguien. Y todavía tengo esa sensación: la de que estoy entrando en su casa".
En los últimos meses las librerías de Francia se han llenado de títulos que tratan sobre la vida y obra del autor de Je t'aime moi non plus
... Y la película francesa anunciada como el evento de este primer trimestre del año es Gainsbourg, vie héroique, que ha dirigido el conocido dibujante Joann Sfar.
P. ¿La ha visto?
R. No, no quiero verla.
P. El director le llegó a ofrecer un papel
...
R. Me dijo que quería que yo hiciera de mi padre. Me quedé tan impresionada que no le dije que no. Durante varias semanas me dejé tentar por esa idea. Hasta que comprendí que era imposible. Después mantuve una relación muy complicada con el proyecto porque no quería leer el guión. Y cuando lo leí no me gustó. Pensé que no me gustaba porque yo conocía demasiado a mi padre y el resultado nunca podría acercarse a lo que fue. Me daba tanto miedo ese proyecto que, al final, me lavé las manos. Vale, él hace su película, pero yo no quiero saber nada.
A Charlotte Gainsbourg todos los franceses la han visto crecer. Junto a su padre y a su madre, la actriz Jane Birkin. "Como mujer me ha intimidado mucho. Sin querer. Yo era demasiado consciente de su belleza y, como en mi familia la belleza física tiene mucha importancia, se habla continuamente de ello, sentía al crecer que tenía rasgos poco agraciados y eso me acomplejó muchísimo. Hasta hoy. Todavía me cuesta decirme: 'Qué más da, es mi cara y ya'. Cuando me dicen que me parezco a ella me siento tan halagada (se ríe), pero al mismo tiempo me digo: 'Mierda, a ver si dejan ya de compararnos'. Admiro su trabajo, su voluntad, y lo que hace con organizaciones humanitarias de forma espontánea. Yo no hago nada y me siento muy egoísta".
El cine, para ella, es su madre. "La veía ensayar, aprenderse los textos, a veces la ayudaba. Y ella me llevaba a rodajes en los que podía esconderme y mirarla actuar. Había un lado muy mágico. La debí de idolatrar un poco. No demasiado porque si no no hubiera seguido esta profesión, pero lo suficiente para darme ganas de hacerlo. Era algo divertido y positivo, una fuente de placer. Por eso siento una enorme gratitud. Nunca tuve la menor dificultad con este trabajo de actriz". Charlotte Gainsbourg -sus primeras películas las rodaba durante las vacaciones escolares- asegura no haber ido a ninguna escuela de actores.
No sólo echa mucho de menos a su padre. También a sus abuelas. La paterna, Olia Bessman, judía de origen ruso -"me marcó mucho. La perdí cuando yo tenía 13 años. Vivía en París e íbamos a verla todos los domingos. Tenía acento ruso y nos preparaba comida rusa. Había unas tradiciones familiares tan fuertes. La adoraba. Y tenía la impresión de parecerme mucho a ella físicamente. Yo quería ser judía, sentía que pertenecía a ese mundo"-; la materna, la británica Judy Gamble, actriz del West End londinense y musa de Noel Coward, falleció hace seis años -"la descubrí mucho más tarde porque de pequeña yo era muy obstinada y no quería hablar inglés, hacía como si no entendiera el idioma. Sin ella, todo un lado de la cultura inglesa se ha ido para mí. Y he tardado en ser consciente de ello"-.
Charlotte Gainsbourg prefiere cantar en inglés. "Me aleja de las referencias paternas, de todos los textos que escribió y que continúan tan presentes. Tengo la impresión de que cada palabra hace referencia a algún texto suyo. Y eso me bloquea. Con el inglés me siento más libre. También hay que tener en cuenta que me dirigí a gente de la que me gustan sus canciones, su manera de escribir, como Beck o Jarvis Cocker".
Sus dos hijos, Ben, de 12 años, y Alice, de 7, están presentes en el disco. El niño se puso a la batería sin saber que le grababan; ella se divertía con el interfono del estudio haciendo voces de monstruos. "Se grababa en casa de Beck, estaban sus hijos por todas partes, los míos, y los grabábamos en cuanto podíamos. Cuando nacieron yo no quería decir sus nombres. Al nacer mi hija dijeron que se llamaba Alice Jane y nunca se llamó así, pero como yo no quería decir su nombre no podía rectificar", cuenta riendo. "Yvan
[el actor y cineasta Yvan Attal, su compañero desde hace veinte años, y padre de sus hijos] escribió una película en la que teníamos un hijo y estuvo probando a muchos niños hasta decidir que fuese Ben. Me hice muchas preguntas porque tenía miedo de exponerles, de no saber las consecuencias. Tengo la impresión de que es otra época. Yo logré protegerme -pedía que la cambiaran de colegio cada año- con ayuda de mi madre. Hoy con Internet y todo lo que la gente cuenta me parece que es mucho más duro. Me dije que había que guardarlo en secreto, pero al mismo tiempo que no nos estropeara el placer de vivir cosas juntos".
Por primera vez se ha subido a un escenario para unos conciertos. En enero se presentó en Nueva York y ahora está ilusionada preparando la gira que comienza en abril. "Todavía me da un poco de miedo. Me pareció mucho más fácil que cantar en París porque no sentía que me iban a juzgar. Me siento bien en Francia, pero hay un esnobismo, que yo también debo de tener, de juzgar todo lo que vemos. En Nueva York la gente es más abierta o yo no la veía juzgarme o quizá es que me daba igual. Pese a ser una ciudad en la que hay de todo, son mucho más indulgentes".
"Cambio de parecer cada día. Me avergüenza decirlo, pero me pueden dar la vuelta como una crepe. Soy fácilmente manipulable. Y de hecho me encanta que me manipulen", añade con una carcajada. "Me gusta no tener certezas. Pensar algo y lo contrario. A veces desestabiliza un poco porque no te sientes bien anclado. Por eso tengo siempre la impresión de flotar, de no tener del todo los pies en la tierra". -
IRM, de Charlotte Gainsbourg, está editado por Because Music/Warner. www.charlottegainsbourg.com.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 20 de marzo de 2010