jueves, 23 de marzo de 2017

Charles D'Ambrosio / Su verdadero nombre


Charles D’Ambrosio
SU VERDADERO NOMBRE
para   P. L. A.

I
El cuero cabelludo de la muchacha parecía chamuscado por el fuego –mechones de cabello rojo pajizo se alejaban serpenteando de su cara y luego se posaban en su piel, adheridos allí por el sudor y el bloqueador solar y por la arena y el polvo del viaje. Por un tiempo su fino cabello había permanecido claro y limpio como el plumón de un pollito recién nacido, pero aumentaba el calor a medida que avanzaban hacia el oeste, hacia una sequía que había durado todo el verano y que había tostado el paisaje, marchitado los pastos y derretido el asfalto entre las expansiones de la carretera, que infiaba como globos los cadáveres de los mapaches, los ciervos y los perros y hacía que todo en la carretera ondulara como un espejismo a través de las olas de creciente calor. Desde que salieron de Fargo había hecho demasiado calor para usar la peluca, que ahora yacía entre los dos, en el asiento, sin haber perdido aún la forma de su cabeza. Junto a la peluca, una bolsa de caramelos anaranjados –sonrisas los llamaba ella– se había desparramado sobre el vinilo. Los cristales de azúcar se habían metido entre las sucias costuras y se le habían pegado al muslo. El piso estaba lleno de envolturas de chicle y bolsas blancas y grasosas, y sobre el tablero de instrumentos, en un revoltijo de vasos de plástico, monedas y cajas de fósforos, había una calcomanía entorchada por el calor. Decía: ESPERE UN MILAGRO.
      La muchacha acunaba en su regazo una Biblia, cuyas tapas de cuero estaban tan gastadas y raídas como viejos zapatillas de tenis. La cubierta interior contenía un árbol genealógico que se remontaba a 1827, con los nombres garrapateados en negro y muy apretados en un pergamino amarillento: una genealogía tan poderosa como las del Génesis, el libro de las generaciones de Adán. Esa lista de antepasados de la portada interior era una historia antigua que no significaba nada para el hombre, de apellido Jones, pero la muchacha decía que su familia siempre había llevado la misma Biblia adonde quiera que hubiese ido, durante ciento cincuenta años, y que ella también quería hacerlo. -Esta soy yo-, había dicho la muchacha mostrándole su nombre, el más reciente de todos, escrito con amplios trazos de Bic azul. Ella misma lo había escrito en el margen de la página: n. 1960. Mientras él conducía, la muchacha leía en voz alta pasajes, sueltos, evocando una mezcla de belleza épica y de malos recuerdos, una mezcla de Éxodo y del cinturón de cuero que su padrastro utilizaba para azotarla cuando transgredía un mandamiento –uno de los diez originales o alguno de los que él había agregado. Jones no sabía muy bien cuánta fe tenía ella en la austera cristiandad de sus antepasados, pero leer en voz alta parecía ejercer un hechizo sobre la muchacha. Tenía una hermosa voz entrenada en la iglesia que convertía cada verso en una sedante melodía, una canción cuya tonada de socorro subía y se atenuaba más allá de las rigurosas exigencias de la fe. Pocos minutos antes había leído para sí misma, hasta caer dormida, un pasaje de Jeremías.
      De pronto, cuando notó que Jones la miraba, la muchacha se movió.
      -Me estabas mirando -dijo-. Estabas pensando algo.
      Su cara era informe, blanda y pálida como masilla tibia.
      -Podía sentirlo -dijo-. ¿Dónde estamos?
      No habían recorrido más de un kilómetro desde que se durmió. Buscó un caramelo en el asiento.
      -¿Tienes hambre? ¿Quieres una sonrisa, Jones?
      -No, no - dijo Jones.
      -¿Un salvavidas? -. Le ofreció el paquete abierto.
      -Nada, gracias.
      -Yo comiendo dulces y los dientes que se me caen.
      La muchacha lamió el azúcar de una sonrisa y preguntó:
      -¿Cuánto falta para Las Vegas?
      Jones metió un casete en el pasacintas de ocho canales. Manejaba un Belvedere 1967 que había comprado al contado por setecientos dólares en Newport News, y que venía con un voluminoso pasacintas de ocho canales, como un órgano atávico, atornillado debajo de la guantera. Había encontrado dos cintas en el baúl y ahora, después de mil quinientas millas, ya estaba bastante harto de Tom Jones y Steppenwolf. Pero prefería el ruido de baja fidelidad de cualquiera de las dos cintas a oírse a sí mismo mintiendo.
      -"¿Por qué no vienes conmigo, niñita" -cantó con voz aguda, imitando un falsete- "a un paseo en la alfombra mágica?"
      -¿Cuánto falta? -preguntó la muchacha.
      Jones apretó el volante.
      -Un día más, tal vez.
      La muchacha pareció dormirse de nuevo, sus ojos de párpados secos cerrados como los de un lagarto, entreabiertos los labios partidos, el frágil cuerpo abandonado al suave movimiento del carro. Jones fijó de nuevo la atención en la carretera, una hipnótica línea negra que serpenteaba entre olas de hierba amarilla. A Jones le parecía que llevaban toda la vida viajando por el este de Montana, que los mismos dos o tres árboles, las mismas dos o tres granjas y silos pasaban a toda velocidad como la escenografía de una película vieja, sugiriendo apenas el movimiento. Los grupos de álamos o la carrocería destripada de un carro oxidado interrumpían de vez en cuando los campos interminables, ardientes bajo el sol implacable. Establos derruidos se inclinaban sobre el pasto, cediendo al viento caliente y a la persistente llanura como si aceptaran pasivamente las leyes de un mundo cuyo único límite, hasta donde Jones podía ver, era el recto horizonte.
      -Está ahí- dijo la muchacha-. Cuando cierro los ojos siento que está ahí. Él sabe dónde estamos.
      -Lo dudo mucho -dijo Jones.
      La muchacha luchó por darse vuelta, agarrándose del reposacabezas del asiento. Miró por la ventana trasera la curva de la carretera que se estrechaba hasta parecer un alfiler en la descolorida orilla del mundo que habían dejado atrás: su padre saldría de aquel punto que se desvanecía.
      -Supongo que pronto se dará cuenta –dijo-. Tiene poderes. Una vez predijo un terremoto.
      -Este país es grande -dijo Jones-. Podríamos haber tomado por un millón de caminos diferentes. Tal vez, si piensas mucho, mucho en Florida, logres engañar su super equipo de predicciones.
      -Oración -dijo la muchacha-. Él reza. Nada muy elaborado. Somos como Jonás escapando en aquel bote en Tarsis; lo descubrieron.
      La muchacha cerró los ojos; se echó agua en la cara y el pecho.
      -Hace tanto calor – dijo-. Cuéntame más cosas de los esquimales.
      -Se me está acabando lo que puedo decir sobre los esquimales -dijo Jones-. Sólo leí un libro.
      -Cuenta cosas viejas. No me importa.
      Buscó en su memoria recuerdos de Knud Rasmussen.
      -No se desperdicia nada -dijo Jones-. Todo lo utilizan. Los inuit pueden hacer un trineo con un perro muerto. Matan el perro y le quitan la piel y después cortan el cuero en dos tiras.
      -Me estoy quemando viva -dijo la muchacha.
      -Enrollan el cuero y congelan las tiras en agua para hacer las hojas. Después las juntan con las costillas del perro-. Jones mordisqueó la punta de una sonrisa de naranja. -Un día el perro está arrastrando el trineo y al otro día él es el trineo-. Se dio cuenta de que la muchacha estaba dormida. -Eso es ironía -dijo y enseguida repitió la palabra-: Ironía-. Sonaba débil, inadecuada, no describía nada; siguió conduciendo en silencio. A través del parabrisas veía un paisaje demasiado extenso para que la vista pudiera medirlo: la aplastante anchura de los campos quemados y la delgada línea negra de la carretera se desvanecía en un vasto cielo azul, como si las nubes que se amasaban en el horizonte fueran ciudades distantes a las cuales se dirigieran.
      

Ella había estado trabajando en los surtidores y en la registradora de una estación de gasolina en un cruce de caminos al sur de Illinois; era una muchacha delgada como una vara, con el pelo rojo y duro del color del óxido, expresión preocupada, las uñas astilladas y unos ojos verdes sin brillo. Usaba overoles grises que se le abombaban como el traje de un payaso, y llevaba las largas perneras y las mangas enrolladas en gruesas bocamangas.
      -Nunca he visto el mar -dijo, señalando los restos de una calcomanía que se estaba pelando en el carro de Jones: ...NAVEGA, decía. Se había quedado de pie junto al surtidor mientras Jones llenaba su tanque. Las luces azules del techo latían en sincronía con el revoloteante sonido de las cigarras, y ellos dos eran una presencia reconfortante en la negra extensión de tierra que rodeaba la estación. Jones quiso decirle a la muchacha que mirase a su alrededor en ese mismo instante: ese plano pedazo de nada era igual a un océano. En cambio, para entablar conversación, le dijo:
      -Acabo de salir de la marina.
      -¿Eres de por aquí?
      -No -dijo Jones.
      Ella llenó el tanque y él sacó el dinero que tenía prendido al retrovisor del carro.
      -Lo sabía -dijo ella-. Me fijé en tus placas.
      Jones le pasó un billete de veinte del rollo que le pagaron cuando le dieron de baja. El dinero representaba para él sus últimos seis meses en la marina, medio año durante el cual no había pisado tierra ni una sola vez. Cansado del mar, sabiendo que allí nunca haría carrera, en su último viaje Jones rechazó las tentaciones de una licencia con sueldo, con la esperanza de llegar a tierra con dinero suficiente para pasar un año. Ahora, al mirar el rollo cada vez más pequeño, oscilaba entre el agotamiento y un renovado deseo de seguir adelante antes de quedar en bancarrota.
      -¿De qué parte de Virginia eres?
      -No soy de Virginia -dijo Jones-. Compré el carro en Newport News. Éstas son las placas viejas.
      -Lástima -dijo la muchacha-. Me gusta el nombre. Virginia. ¿A ti no?
      -Creo que me da lo mismo -dijo Jones.
      La muchacha dobló el billete de veinte por la mitad y acarició el doblez con sus delgados dedos. A Jones le pareció sexy que trabajara en una estación de gasolina en medio de la nada y la miró más atentamente, tratando de decidir si quería pasar una o dos noches en Carbondale. Pensó que no estaba nada mal, excepto por la extraña textura y el tinte de su pelo rojo; los enormes overoles, ondeando al viento, la hacían parecer dulce y perdida, en cierto modo inocente y sola, algo que le dio a Jones la súbita certeza de que podía levantársela sin mayor problema.
      -¿Lo vas a romper? -preguntó Jones, señalando el billete.
      Su brazo desapareció completamente al meterlo en el profundo bolsillo de sus overoles, de donde sacó un rollo de billetes manchados de negro de tanta grasa y aceite. Jones se guardó el cambio y luego miró a su alrededor. Al este, un cono de luz se alzaba sobre Carbondale, un amarillo pálido que presionaba contra la negrura del cielo. La carretera que pasaba delante de la estación estaba vacía, con excepción del reflector que iluminaba un dinosaurio verde y un cartel de Sinclair que daba vueltas en un poste.
      -¿No te da miedo trabajar aquí? -preguntó.
      -No -dijo ella-. Casi nadie viene por aquí a menos que sean como tú, a menos que vayan a alguna parte. La otra noche vino por gasolina un hombre de Vernal. Eso queda en Utah.
      -Aun así…
      -Hay noches en que no me importaría que me robaran.
      Jones sacó de la guantera las cosas del aseo: una bolsa plástica que contenía una barra curva y delgada de jabón, una maquinilla de afeitar sin filo y un cepillo de dientes raído.
      -¿Te importa si me lavo?
      -El baño queda atrás -dijo ella-. Al lado de los tanques de propano.
      En el baño se quitó la camiseta y se limpió con una toalla húmeda, mirando su imagen en el espejo sobre el lavamanos como si fuera otro, alguien de su pasado: ojos grises, mandíbula puntiaguda y como esculpida, orejas que sobresalían absurdamente de su cabeza, el pelo cortado al rape; un rostro de la Marina. Seis meses de aislamiento a bordo de un barco lo habían despojado de cualquier sensación de sí mismo más allá de sus deberes de oficial. En ese tiempo, encerrado en la crisálida de su camarote, había olvidado no sólo cómo era, sino también lo que los demás podían ver cuando lo miraban. Ahora era un civil. Resolvió afeitarse con espuma de la barra de jabón. El bigote desapareció con cuatro o cinco dolorosos cortes.
      Fuera, la brisa tibia se detuvo un momento en su cara recién afeitada. Él, un poco tieso, en posición de firmes; cuando la muchacha le hizo señas desde la ventana de la caja, la saludó.
      -Nos vemos más tarde -dijo.
      -Bien -respondió ella.
      Jones se alejó por la carretera y se detuvo en una tienda a una milla de distancia. Compró una docena de latas de cerveza, una nevera portátil barata de Styrofoam y una bolsa de hielo, y caminó sin rumbo por el pasillo de los juguetes. Escogió una pistola rosada que disparaba dardos de caucho con ventosas. Volvió a la estación y detuvo el carro a la sombra del dinosaurio. Esperó. La muchacha estaba sentada en la cabina de vidrio tras un exhibidor de mapas de carreteras, convertida de repente en la novia de todos los pueblos que había atravesado en los últimos meses. Por esta noche sería suficiente estar con alguien que supiera su nombre, oír otra voz. Jones destapó una cerveza y cargó la pistola de dardos. Lamió la ventosa, apuntó y disparó.
      -¡Oye! -gritó la muchacha.
      -¿Quieres ir a alguna parte? - preguntó Jones.
      
Habían cruzado el Misisipi tres semanas antes y se habían dirigido hacia el norte a través de Iowa, se habían alojado en moteles y comido en restaurantes, disfrutando de la buena vida hasta que el dinero comenzó a agotarse. Empezaron entonces a dormir en el carro; estacionaban en áreas de servicio o en aparcamientos vacíos y entrelazaban los brazos y las piernas en el asiento trasero del Belvedere. Una mañana Jones fue a una panadería y compró un pan viejo por treinta y cinco centavos. Era la hora fría y azul de antes del amanecer, pero mientras cruzaba el estacionamiento el cielo comenzó a clarear y los parches de asfalto se ablandaban bajo sus zapatos; en el aire sofocante, la última débil luz de los faroles de la calle arrojaba opacas coronas de amarillo y rosado. Sólo había otro carro en el lote vacío. Le habían roto las ventanas y dejado en el asfalto un reguero de vidrios como semillas. Cuando Jones se acercó al Belvedere, vio a la muchacha quitarse lentamente el pelo de la cabeza. Era como si presenciara un milagro de revelación a la inversa, como si el sol naciente y el nuevo día no le hubieran dado al mundo la gracia de la visión, sino que se la hubieran arrebatado, dejándolo expuesto y desnudo. Su cráneo era azul, una cosa oculta que no estaba hecha para la luz. Jones abrió la puerta. Ella tenía en su regazo la peluca de rojo cabello crespo.
      -Maldita sea -dijo él, y se puso a dar vueltas por el estacionamiento.
      La muchacha pasó tranquilamente los dedos por el pelo que tenía en el regazo. Cuando se quitó la peluca había creído que, al revelársele a Jones, el destino se torcería irrevocablemente. Sentía que en ese momento conocería a Jones y que lo conocería para siempre. Esperó que se le pasaran la sorpresa y la ira, temerosa de que, cuando se calmara, ella tuviera que emprender el camino de regreso a Carbondale, a la estación de gasolina, a su padrastro y a la iglesia, a orar por una intervención milagrosa. Cuando Jones le preguntó qué le pasaba y ella se lo contó, él le dio un puntapié a la hogaza de pan, que atravesó volando el aparcamiento vacío.
      -¿Por qué no me habías dicho nada?
      -¿Qué debería haberte dicho?
      -La verdad, para empezar.
      -Me parece que te la has estado pasando muy bien sin ella –dijo-. No veo que haya sido crucial hasta ahora.
      -Oh, Dios.
      -Además, no estaría aquí si te lo hubiera contado. Ya estarías lejos.
      Jones lo negó.
      -Tú no me conoces -le dijo.
      -Tal vez no -dijo ella, y se puso la peluca-. Me la dejaré puesta si crees que soy fea-. La muchacha sacó las piernas del carro, fue a recoger el pan y lo trajo de vuelta. -Estas cosas se toman su tiempo -dijo.
      Quitó las piedrecitas y el polvo y los fragmentos de vidrio de la corteza y partió la hogaza en dos.
      -No trajiste jugo de naranja, ¿verdad? –preguntó-. Este pan viejo necesita jugo de naranja.
      Metió la mano en el pan, sacó un pedazo blanco y limpio y le pasó el resto a Jones. Él se comió un trozo y se calmó.
      -¿Quién sabe cuánto me queda?
      Cuando partieron esa mañana, ir hacia el oeste parecía inevitable: no soportaban conducir en dirección al sol; en cambio, tenerlo a sus espaldas en el amanecer tranquilo y vacío les daba la sensación, si bien fugaz, de que podían ganarle la carrera. Era 1977, era agosto, cuando los campos ondulados se ponen calenturientos y los girasoles dan vueltas sobre sus tallos marchitos en busca de luz, girasoles que los miraban de frente en el este cuando salían de madrugada y los miraban desde atrás en el oeste cuando el sol se ponía y ellos buscaban en la autopista la franja de neón de visos suaves, los carteles giratorios, las ventanas iluminadas y el chorro melancólico del tráfico de los pueblos pequeños que florecían brillantes en el horizonte, pueblos que significaban comida y un sitio para pasar la noche. Si Jones no estaba muy cansado, seguía adelante, prefería la soledad de conducir por la noche, cuando las verdaderas distancias se salvaban sin ser vistas y el carro parecía flotar libre en un espacio ilimitado, con el tranquilizante susurro de las ruedas debajo y las luces de las ciudades suspendidas en la tierra oscurecida como constelaciones en un universo cálido. De día se detenía sólo cuando la muchacha quería ver una maravilla natural, algún lugar notable, un punto de interés histórico. Temprano por la mañana habían visitado el valle de Little Bighorn. El silencio era más imponente que la vista, un silencio que rozaba la historia de hace cien años y seguía más allá, retrocedía a las colinas y los riscos incendiados, y a una época en que la dorada llanura del Oeste no había sentido aún el peso de las pisadas humanas. Jones observó que la muchacha buscaba entre los confusos indicadores blancos la piedra ennegrecida donde cayó Custer. Cuando ella trepó la reja de hierro para pararse junto a la piedra, una serpiente toro que se refrescaba a la sombra se deslizó por el pasto amarillento. Tenía buen aspecto, no parecía enferma, sólo un poco rara cuando se quitaba la peluca. Jones miraba a la muchacha de vez en cuando y pensaba: Te estás muriendo, pero el calor uniforme martillaba los días en una pesada monotonía, y conducir producía una especie de amnesia, por eso la mayor parte del tiempo Jones lograba mantener la idea lejos de su mente. Hasta esta mañana, cuando discutieron el siguiente paso.
      -Podríamos ir a Nevada -había dicho ella-. Parece que de todas maneras vamos en esa dirección.
      -Tal vez -había dicho Jones.
      -Casarse sólo lleva una hora -dijo la muchacha-. Y te lo alquilan todo. El velo, las flores. Iremos a jugar. Nunca lo he hecho, ¿y tú? A la ruleta. ¿Qué te parece?
      -Dije que tal vez.
      -No me gusta el tal vez, Jones - dijo ella.
      -No sé -dijo Jones. -No lo he pensado bien.
      -¿Qué hay que pensar? - dijo la muchacha-. Dentro de muy poco tiempo te quedarás viudo.
      Jones apretó la rodilla de la muchacha, nudosa y dura como la de un potro.
      -Oh, Dios -dijo.
      -No estoy pidiendo un gran compromiso.
      -Bueno, bueno - dijo Jones-. No te pongas morbosa.


Cayó la noche y la carretera se internó en las montañas. Con la vertiente continental cerca, Jones no sabía si despertar o no a la muchacha. A ella no le habría gustado perderse un sitio histórico o un límite o cualquier atracción que se anunciase en una valla. Se habían detenido en la Parada de los Presidentes, el Museo de Cera, y para ver caimanes y perros de la pradera, y un avestruz y los huesos blanquecinos de los dinosaurios; ahora la parte trasera del carro estaba cubierta de pegatinas y el baúl lleno de recuerdos que ella había comprado, bolas de cristal llenas de nieve, distintivos militares, cinturones indios de cuentas, brazaletes grabados, banderolas. Wall Drug, Monte Rushmore, Little Bighorn y un parche de tierra desnuda trillado en la pradera que, según afirmaba una placa acribillada a balazos, era la ruta de Lewis y Clark. Había acumulado chatarra y fruslerías sentimentales, y los cachivaches conmemoraban ahora una peregrinación a través de límites estatales, y de ríos montañas arriba, por entre campos desiertos en los que se habían librado y decidido batallas, y por las calles de sucios y olvidados pueblos en los que alguna vez, hacía mucho tiempo, había ocurrido algo importante.
      Jones la sacudió.
      -¿Jones? -Estaba desorientada, una niña asustada que se acaba de despertar en medio de un paraje desconocido-. No me siento muy bien.
      -¿Quieres recostarte?
      -Me tomaría una cerveza - dijo la muchacha. -Algo para matar esto.-
      Jones orilló el carro. Las montañas formaban una corona de oscuridad contra el cielo de la noche y, a la luz de las estrellas, la silueta de una hilera de postes telefónicos parecía hecha de cruces sembradas a lo largo de la carretera. Arregló el asiento trasero, botó su bolsa al piso y desenrolló el talego de dormir. El carro se sacudió con el paso de una tractomula que iba dejando una estela de grava a su paso.
      -Lleguemos rápido -dijo la muchacha.
      -Pásate atrás -dijo Jones.
      -Estoy rezando –dijo ella.
      -Eso está bien -dijo él. Jones le pasó la mano por la cabeza y unas hebras de pelo que le quedaron pegadas-. Nos detendremos en el próximo pueblo.
      De vuelta en la carretera, el viento le secó la camiseta y el algodón empapado en sudor se puso tieso como cartón. Las llantas gastadas rodaban sobre el asfalto cálido como el murmullo de un río. Al ponerse otra vez en movimiento, sólo sintió alivio, la sensación de que su cuerpo se liberaba de su estricto sitio en el tiempo y flotaba entre las luces azules de pueblos con nombres de indios y de soldados de caballería y de batallas, según las ciegas expectativas y las satisfacciones del pasado conocido, según las creencias y los temores de los pioneros. Altavista, Salvajina, Gran Bosque. Hacia el oeste, los nombres cambiaban, se convertían en depósitos de historia utópica, sitios llamados Esperanza y El Destino, Sabiduría e Independencia y Tierra del Amor. Dondequiera que se encendían carteles en la carretera, luces fugaces, Jones se sentía viajando a través de una olvidada alegoría.
      La muchacha preguntó:
      -¿Cuándo crees que llegaremos?
      -No vamos a ir a Las Vegas -dijo Jones, que no supo que ésa era su decisión hasta el momento en que habló y oyó sus palabras en voz alta.
      -¿Por qué no?
      -Te voy a llevar a un hospital.
      -Me mandarán a casa -dijo la muchacha.
      -Es posible.
      -Papá dirá que me secuestraste.
      -Tú sabes que ése no fue el arreglo.
      -No importa - dijo la muchacha-. Él dirá que estás trabajando para Satanás y sus fuerzas demoníacas, aunque no lo sepas. Eso dice de casi todo el mundo.
      -Bueno, pues no es así -dijo Jones.
      -Podrías estar haciéndolo sin saberlo -dijo la muchacha.
      Estaban cruzando el Bitterroot. Jones perdió la señal de la radio, así que tuvo que escuchar las oraciones de la muchacha, de las que le llegaban fragmentos: Jesús, Salvador, amén. El viento se llevaba la música de su voz, ahogada cuando ella se incorporaba en el asiento trasero. En algún punto del este de Idaho ella se durmió, y en las horas siguientes Jones sólo escuchó el canto de las llantas. Al salir de Spokane, en una valla iluminada que se levantaba en un campo de trigo, una imagen de Jesús caminaba sobre el agua apoyado un cayado. Jones pensó en esa curiosa concesión al realismo: un hombre caminando sobre el agua difícilmente necesita apoyarse en una muleta. Este pensamiento se desvaneció en cuanto la valla desapareció tras él. No hubo otros que tomaran su lugar. Aburrido, buscó en la radio voces, pero por largos trechos no encontró cosa distinta del zumbido de la estática, una extraña cháchara que llenaba el carro como si de un momento a otro hubiera perdido contacto con la tierra.


Un cartel en neón rojo chisporroteaba, ambiguo, con el COMPLETO débilmente visible, encendido a medias. Detrás del motel y a través de las vías, el río Columbia serpenteaba por Wenatchee, corriendo ancho y tranquilo como una serena vena azul entre la ciudad y los huertos de manzanos. Las bajas colinas pardas estaban salpicadas de cuadros verdes, parches de jardín tallados en la tierra quemada, y más allá, hacia el oeste, levantándose y dibujándose contra el azul del cielo, una cadena de montañas nevadas delineaba el horizonte como dientes implantados en una enorme mandíbula.
      -Ya llegamos -dijo Jones.
      -¿A dónde?
      -Wen-a-tchee -dijo.
      -Wena-tchee -ensayó de nuevo.
      -Un sitio cualquiera -dijo finalmente-. Subamos.
      En la habitación, Jones puso a la joven en la cama. Roció las sábanas con agua del grifo, para refrescarlas, y abrió la ventana. Una brisa caliente empujó las cortinas de lona marrón hacia el cuarto. Fuera, junto a la ventana, las hojas grises y polvorientas de un manzano y, debajo del árbol, el azul artificial de una piscina brillaba sin revelar profundidad alguna, al sol de la mañana. Una ligera brisa rizaba el agua y un salvavidas flotaba sin rumbo en la superficie.
      La muchacha se había arrodillado a los pies de la cama, con las manos entrelazadas y la cabeza inclinada en actitud de orar. Estaba desnuda: su cuerpo era un cirio votivo blanco y duro; y la llama despabilada de su cabello, un rescoldo rojo y moribundo.
      -Arrodíllate conmigo -dijo.
      -Tú sigue -dijo Jones, y se sentó en el borde de la cama a quitarse las botas.
      -No te va a hacer daño ponerte de rodillas –dijo la chica.
      -Ya tuvimos esta discusión -dijo él.
      -Yo creo que fue un milagro -dijo la muchacha. Se refería a la remisión de su cáncer, a las oraciones que habían sido escuchadas. Su padrastro pertenecía a una secta evangélica que creía literalmente que el Juicio Final estaba a la vuelta de la esquina. Varias de las fechas que había predicho para el fin de los tiempos ya habían llegado y habían pasado. Hacía dos meses que la había sacado del tratamiento médico, rechazando la ciencia en favor de la oración. Su enfermedad se llenó de posibilidades metafóricas y de grandes portentos que eran considerados por la congregación de la Iglesia del Redentor en Carbondale como una especie de augurio, o como un signo de la alianza con Dios o como una prueba de la caída del hombre, de su perversidad y su pecado. Durante algún tiempo la enfermedad remitió, y las noticias de su curación condujeron hasta la iglesia a toda una hueste de implorantes desesperados.
      En una exhibición en Dakota del Sur, a pesar de la evidencia de los huesos que tenían delante, la muchacha afirmó que los dinosaurios no habían muerto hacía sesenta millones de años. -Fue hace unos diez mil años- insistió. Su padrastro creía que habían estado con Noé en el arca.
      -Carajo, sí que era grande el arca -dijo Jones, que ya no tenía ningún interés en discutir; pero añadió-: ¿Y qué significa que ahora estés enferma de nuevo?
      -Es la voluntad del Señor.
      -No hay manera de hablar contigo -dijo Jones.
      -Estamos aquí solamente para dar testimonio -dijo ella.
      -¿Tus oraciones han sido respondidas alguna vez?
      -La noche en que tú llegaste a la estación, yo lo había pedido. Oré y tú llegaste.
      -Tenía hambre. Quería una barra de chocolate.
      -Eso es lo que tú piensas - dijo la muchacha. -Pero no sabes, en el fondo no sabes por qué te detuviste, ni cuál es el plan ni nada. ¿Quién hizo que te diera hambre, eh? Piensa en eso.
      El torrente de palabras pareció agotarla. Se enrolló una esquina de la sábana alrededor del dedo y repitió:
      -¿Quién hizo que te diera hambre?
      -De manera que tú pediste que yo llegara, y llegué -dijo Jones-. -¿Pediste que llegara yo o simplemente alguien, cualquiera? -Se sacó la camisa, la dobló y se enjugó el sudor de las axilas-. Tu enfermedad no significa nada. Estás enferma y punto.
      Jones abrió la llave del agua caliente y se quedó en la ducha, la primera que tomaba en varios días, hasta que su piel se escaldó con manchas rosadas. Cuando terminó, se secó de pie frente a la muchacha. Estaba ahogada en llanto.
      -¿Por qué no te duchas? -dijo Jones.
      -Tal vez debería volver a casa.
      -Tal vez deberías pararte en la carretera y dejar que el radar de tu papá te encontrase. Si eso es lo que quieres –añadió-, te conseguiré un pasaje de bus. Puedes irte mañana.
      La muchacha negó con la cabeza.
      -Ése no es mi lugar -dijo.
      -Los esquimales tampoco tienen hogar -dijo Jones-. No tienen una palabra para designarlo. Ni siquiera pueden preguntarse entre ellos: Hola, ¿dónde vives?

II

El médico McKillop se sentó sobre un guacal de manzanas y sacó una petaca del bolsillo de su chaqueta. El calor de la tarde era feroz, pero la luz era lo peor; parpadeó mirando hacia arriba y deseó vagamente estar sobrio. Pero ya era demasiado tarde, y con una sensación de anticipación, de feliz fatalidad, bebió, y el whisky calentado por el sol le raspó la garganta. McKillop experimentó el secreto placer del alcohólico, someterse a algo más grande que él, realinearse con el destino: se tomó otro trago. Nadando en el reflejo de la petaca de plata, advirtió la presencia de un joven blanco. Era alto y delgado, de pómulos agudos y altos; en el resplandor, las profundas cuencas de sus ojos parecían vacías, lagunas de una fría sombra azul. Cuando el hombre al fin se acercó, McKillop le ofreció la petaca.
      -Me dijeron en el pueblo que podría encontrarlo aquí -dijo Jones.
      McKillop asintió.
      -Debe estar desesperado.
      Con un pañuelo desteñido, el médico se limpió del cuello el polvo y el sudor. Uno de los cosecheros se había caído de un árbol y se había roto un brazo, y habían llamado a McKillop para que se lo arreglara. Ya no era médico, por lo menos no legalmente, desde hacía seis meses, cuando lo habían cogido recetándose cocaína. Su licencia médica condicional no les importaba nada a los trabajadores migratorios que recogían manzanas, y McKillop estaba agradecido por el trabajo. Mantenía los problemas a distancia.
      -Déjeme adivinar -dijo McKillop-. O no tiene dinero o está buscando medicamentos.
      -El cantinero de Yakima Suzie me dio su nombre -dijo Jones.
      -En un bar uno puede emborracharse, fumar cigarros y apostar. Es mucho lo que se puede encontrar en un bar. Yo lo he hecho-. McKillop apretó un seco capullo de manzano entre sus dedos y lo olió. -Pero un médico, lo que es un médico, probablemente no lo encuentre usted en un bar-. Después lo miró y le dijo-: A mí me quitaron el hábito.
      -No estoy buscando a un sacerdote -dijo Jones. La voz estentórea del médico y sus enfáticas declaraciones comenzaban a irritarlo. McKillop usaba guaraches con suelas de llanta, y los dedos de los pies estaban apelmazados con tierra, y las uñas curvas y largas se veían amarillas y nada sanas. Llevaba el pelo largo y descuidado recogido en una cola de caballo.
      Jones permaneció en silencio mientras un camión lleno de jornaleros pasaba con estruendo por un gastado camino gris lleno de baches. El verde de los cultivos, de los huertos que había visto desde el valle, era una ilusión; el polvo cubría los árboles y blanqueaba las ramas y las hojas. Un saltamontes escupió jugo marrón en la mano de Jones, que se la sacudió y dijo:
      -Tengo a una muchacha con dolores.
      -Ajá, una muchacha con dolores-. McKillop tapó la petaca y se volvió a secar el cuello. Escupió en el polvo, y un gargajo seco rodó a sus pies, espeso y duro. Lo aplastó con la suela de caucho de la sandalia. Miró la red de hojas por donde se filtraba el sol; muchas de las manzanas a las que el sol les llegaba por el oeste aún no habían madurado. McKillop se levantó y cogió una de las manzanas verdes y se la metió al bolsillo. -Para más tarde -dijo.
      

El cuarto olía a mayonesa podrida. El cuerpo de la muchacha brillaba cubierto con un líquido amarillo. Se había vomitado encima, y en las almohadas y en el piso. Boca abajo, se agarró de las sábanas y las arrancó. Se dio la vuelta, pateando el colchón y arqueándose sobre la cama, y levantó el cuerpo retorciéndose como un luchador que intenta librarse de una llave.
      Jones la trincó por los brazos contra la cama mientras ella corcoveaba, tratando de zafarse. Apretó los dientes y luego jadeó buscando aire. En su labio superior, un delicado rocío de sudor sobre el tenue bozo rubio. Empuñó las manos delgadas y esqueléticas y luego las abrió y le clavó a Jones las uñas amarillentas.
      McKillop extrajo morfina de una ampolleta y encontró una vena azul en el brazo de la muchacha. Una gota de sangre en el punto en que la aguja pinchó la piel. McKillop limpió la sangre con la sábana y le puso una curita.
      El cuerpo de la muchacha se relajó, como si súbitamente no tuviera esqueleto.
      El polvo del viento opacaba la ventana. Jones la abrió, deslizándola sobre correderas atascadas con polvo y moscas muertas, y miró hacia la piscina del motel. Iluminada con luces subacuáticas, brillaba como una joya. Cerca del fondo había una silla reclinable ladeada, que se mecía suavemente en la corriente invisible.
      -Necesita un médico -dijo McKillop.
      -Usted -dijo Jones-. Usted es el médico.
      McKillop sacudió la cabeza.
      -No se vaya -dijo la muchacha. Sólo movió su dedo índice, levantándolo ligeramente de la cama, como si toda su lucha se hubiera reducido a un mínimo espasmo.
      -Espere afuera -le dijo Jones al médico.
      Cuando McKillop salió, Jones encendió la televisión, un aparato en color, dañado, que bañó el cuarto con un resplandor azul; buscó un canal bueno, pero la pantalla continuaba hecha un mar de estática pulsátil detrás del cual vagas figuras nadaban en una distorsión surrealista, como auras sin una fuente reconocible. Deshizo la cama, mojó una toalla delgada y áspera en agua tibia,y comenzó a limpiarle el vómito de la cara, del pecho duro y plano, del estómago que subía y bajaba con cada respiración.
      -Eso me hace bien -dijo ella. Jones enjuagó la toalla y continuó la ablución, primero en las delgadas piernas y luego, poniéndola boca abajo, le hizo un masaje con la toalla tibia en la espalda y en las nalgas y a lo largo de los muslos. Las cortinas se agitaban, separándose como alas y levantando vuelo hacia dentro de la habitación. Era temprano, pero el sol ya se ponía en el valle, y el borde marrón de las colinas adquiría un halo de luz brillante, una costura de oro nítida y contorneada; se empezaron a oír claramente algunos sonidos –el chirrido de las llantas, el tintineo de las llaves, el ladrido de los perros–, tan ordinarios y cercanos que parecían tener su origen no dentro del cuarto, no fuera, en el mundo, sino en la memoria.
      Cuando la muchacha se quedó dormida, Jones salió al corredor, deslizándose casi.
      -¿Es su esposa? -preguntó McKillop.
      -Sólo una muchacha que recogí.
      -Por Dios, hombre-. Con jocosidad forzada, el médico le dio a Jones una palmada en la espalda-. La verdad es que sabe usted cómo conseguírselas.
      La calle se oscureció tras un momento de suspenso. El cielo todavía era de un azul profundo con un débil borde blanco que iba desapareciendo hacia el oeste. Había un indio acuclillado en la acera del motel, con la cara marrón y arrugada como una manzana arrancada en otoño.
      Jones y McKillop entraron a un bar vecino.
      -Voy a llevarla a un hospital -dijo Jones.
      -No hay mucho que un hospital pueda hacer -dijo el médico-.Tomémonos un trago –exclamó-. Le van a poner morfina y eso la mantendrá eufórica hasta que se muera.
      -Entonces la mandaré de vuelta a su casa -dijo Jones-. En la Marina había aprendido una cosa que prácticamente se había convertido en su filosofía: aunque en realidad no había una buena razón para seguir adelante, aquellos que se negaban a hacerlo debían pagar enormes penas. Había aprendido esta lección mientras frotaba con Brasso la hebilla de su cinturón y cuando lustraba sus botas para unas inspecciones que nunca se llevaron a cabo-. Podría irme ahora mismo. Podría coger el coche y largarme.
      -¿Y por qué no lo hace? Es lo que yo haría -dijo el médico, que pidió un whisky con cerveza y después de mezclarlos se lo bebió. Luego pidió otra ronda.
      -Hasta el fondo -dijo McKillop-. En realidad no soy muy profundo.
      -Tenía la sensación de que si seguía conduciendo todo saldría bien.
      -Los poderes curativos y recuperativos del Oeste -dijo el médico-. Teddy Roosevelt y todo lo demás. El Oeste fue un invento necesario de la guerra civil, un sitio de armonía y unión. Del cuerpo político al cuerpo…
      Jones apenas escuchaba. Descubrió que estaba oponiéndole resistencia a las insustanciales simplificaciones del médico.
      -Me gustaría viajar -estaba diciendo McKillop. La frase tenía un dejo anticuado. Aun en el fresco ambiente del bar, McKillop sudaba. Apretó con un grueso dedo una miga de pan y luego le dio un pastorejo.
      -Parecía usted alterado cuando la vio -dijo Jones.
      -Me pondré bien -dijo McKillop, y se terminó su bebida de un golpe-. Ya me siento bien. Usted va a necesitar ayuda, pero yo no soy su médico.
      McKillop cambió un rollo de billetes por monedas e hizo una serie de sensibleras llamadas a sus amigos de Seattle: los despertó, les pidió favores en memoria de los viejos tiempos, invocó antiguas obligaciones, dos veces le dijeron que se fuera a joder a otra parte y finalmente logró contactar a un antiguo amigo, médico residente en el Mercy Hospital, quien le dijo que atendería a la muchacha si no tenía otra cosa que hacer.
      -Cuidaremos de ella -le dijo McKillop a Jones. Caminaron hasta la sección de depósitos sin ventanas y edificios de almacenamiento con las fachadas limpias, por calles de piedra iluminadas tenuemente por faroles azules, por entre guacales de manzanas arrimados contra las paredes de ladrillo en pilas de ocho y diez metros de altura. Más allá de las vías, el Columbia corría despacio; un camino de fría luz de luna se extendía a través del agua como un puente en un sueño, un puente que siempre empezaba a los pies de Jones. Por entre las tablas de los guacales, Jones veía ojos de mirada fija, hombres echados en las cajas para pasar la noche, protegiéndose del viento con montones de papel periódico, cartón, plástico que revoloteaba. Jones se detuvo. Sobre el muelle de descarga, un toldo de lona golpeaba en la brisa como la vela arriada de un barco.
      -No se preocupe, muchacho -dijo el médico-. La vamos a arreglar. Mañana en Seattle-. Abrió el maletín y le pasó a Jones una ampolleta y una jeringa-. Si el dolor se pone insoportable, le da esto. Sólo la mitad, cuatro o cinco miligramos. Puede hacerlo, ¿no? Sólo tiene que encontrar una vena.
      En la orilla del río ardía un fuego que emitía un círculo de luz, y sombras de hombres quietos como piedras ejecutaban una cómica danza. Una mujer se salió del círculo y se dirigió hacia el prado; tenía las piernas enredadas en sus propios pantalones, y los bluyines se le habían caído hasta los tobillos; dio un traspié, se levantó; otro traspié, luchó.
      -Yo sé lo que ustedes quieren -gritó dirigiéndose hacia el círculo de hombres-. Yo sé lo que ustedes quieren –repitió, y cayó, soltando horribles carcajadas..
      El médico le había cogido la mano a Jones, y se la apretaba y la sacudía, y a Jones le pareció que nunca lo iba a soltar.
      Fuera del motel, el mismo indio desastrado se puso de pie y se acercó a Jones. Su bota izquierda, de vaquero, estaba tan gastada alrededor del tacón que los clavos al aire golpeteaban el cemento a cada paso incierto. El indio parpadeó y le tendió una mano a Jones.
      -Me arden los ojos cuando los abro –dijo-. Y arden cuando los cierro. Durante toda la noche no sé qué hacer. Me la paso abriendo y cerrando los ojos.
      Jones buscó en su bolsillo y sacó un dólar arrugado del rollo de su paga.
      -Juro que alguien me está poniendo los ojos negros -dijo el indio.
      Jones le dio el billete. Buscó en el hombre los rasgos de un esquimal, pero su piel estaba tan curtida que las líneas faciales se habían erosionado.
      -Tan Feliz -dijo.
      -Yo también -dijo Jones.
      -No -dijo el indio, golpeándose el pecho-. Tan Feliz. Johnny Tan Feliz, ése soy yo. Jodiéndome.
      Parpadeó y se fue, vagando solo; los clavos de su bota arañaban la acera.
      

La muchacha estaba despierta, envuelta en sábanas blancas, mirando el cielorraso, con una respiración superficial pero regular. Jones se tendió en la cama a su lado y el mundo le dio vueltas: las paredes giraban suaves y estivales, como las últimas revoluciones de un carrusel que se bambolea antes de detenerse. Miró por la ventana. A la luz de la luna, cada hoja del manzano era una cucharada de leche.
      Jones sintió los delgados y secos dedos de la muchacha en su muñeca, como un pájaro que se aferra a una rama.
      -Te quiero -susurró. Su voz era ronca y amedrentadora.
      Jones cerró los ojos para protegerse del cuarto que daba vueltas. El movimiento siguió aun con los párpados cerrados, y entonces los abrió, sin conseguir nada. El cuarto seguía dando vueltas.
      -¿Y tú, Jones? Podrías decírmelo también. No me importa que no sea verdad. Ya no me importa.
      Jones le apretó la mano con suavidad.
      -¿Dónde estamos, Jones? –preguntó-. Quiero decir, ¿cómo se llama este sitio?
      Estaban muy lejos de Carbondale, del hogar que él había visto la noche en que partieron. Un roble que ocultaba las ruinas de un fuerte infantil, una cuerda deshilachada con nudos colgando de la puerta, un aspersor que giraba lentamente sobre el prado, una silla reclinable bajo un parasol, un plato de papel que resistía al viento por el peso de un vaso de coctel vacío.
      -Tengo calor -dijo ella.
      Jones la levantó de la cama. Estaba acalorada, pero no sudando. En sus dedos la piel se sentía seca y polvorosa, frágil, como si la próxima brisa se la fuera a llevar y él se fuera a quedar sosteniendo un esqueleto. La envolvió en una sábana blanca. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y Jones la cargó, liviana como madera de balsa, hacia la acuosa luz verde del corredor y escaleras abajo.
      -¿Adónde vamos? -preguntó ella.
      La superficie de la piscina brillaba, lisa como una turquesa. Jones desenvolvió la sábana y la dejó caer. La muchacha estaba desnuda.
      -Espera -dijo Jones, y bajó los escalones por el lado pando, hasta que el agua le cubrió los pies, las rodillas, la cintura; luego bajó suavemente a la muchacha hasta que su espalda flotó en la superficie.
      -No vayas a soltarme - dijo ella, estremeciéndose al tocar el agua. La chica jadeó presa del pánico.
      -No lo haré -dijo Jones-. Relájate.
      Pareció como si la piel se empapara, como si absorbiera el agua como una esponja deshidratada, y la sintió más pesada, más consistente. Sus brazos y sus piernas se hicieron ligeros, y subían y bajaban al ritmo del agua. Jones la paseó por la parte menos profunda.
      -Excepto en las canciones de la radio -dijo ella-, nadie me dijo jamás que me quería.
      Sus ojos, abiertos y vacíos, miraban las ramas del manzano y, a través de ellas, el cielo nocturno, la luna, la bóveda de estrellas.
      -¿Crees que alguien nos esté mirando? - preguntó la muchacha.
      Jones miró hacia la hilera de habitaciones oscuras que rodeaban la piscina. Aquí y allá brillaba una luz. Los aparatos de aire acondicionado zumbaban.
      -Lo dudo -dijo.
      La chica abrió los brazos y los dejó flotar en la superficie mientras Jones la sacaba del agua. La levantó y la dejó sobre la sábana. En lo más hondo de la piscina, debajo del trampolín, vio la silla reclinable, su tejido amarillo y sus brazos cromados brillando con los destellos de la luz subacuática. Respiró hondo y se sumergió. El agua estaba tibia como el aire, lo que facilitaba el paso de un elemento al otro. Jones se deslizó por el fondo hasta que encontró la silla. Sentía la presión en los oídos, y cierto vahído se apoderó de él mientras la arrastraba por la piscina. Por un momento quiso detenerse, quedarse en el fondo y dejar que todo se volviera negro; aguantó hasta que todas las células de su sangre chillaron y los instintos involuntarios de su cuerpo, sediento de aire, lo devolvieron a la superficie con el estallido de su última respiración. Puso la silla junto al manzano.
      Se sentaron bajo el árbol mientras Jones recuperaba el aliento. Un viento cálido les secó la piel.
      -Lo que más me gustó fue Little Bighorn -dijo la muchacha.
      -Fue interesante. -Jones miró una hoja que flotaba en la piscina-. ¿De veras crees que te está buscando?-
      -Sé que sí -dijo ella-. Muchos de sus compañeros que se han salvado, ya sabes, los que han vuelto a nacer, son de la policía…
      -¿Quieres volver?
      La muchacha calló. Luego dijo:
      -Los fines de semana papá y ellos salen de cacería por los puentes y los ríos, buscan grafitis con mensajes satánicos. Para el culto del diablo se necesitan los cuatro elementos. Se necesita tierra, aire, fuego y agua. Es lo que él dice. Buscan por los ríos, y a veces encuentran mensajes , o un hueso viejo de pollo y creen que han encontrado algo.
      Parecía una respuesta transmitida por un circuito bíblico.
      -Mañana vas a ir a un hospital -dijo Jones-. El médico ya lo ha arreglado. Todo está listo.
      Subió a la muchacha y la tendió en la cama. En cinco semanas había pasado de ser una niña que había recogido en el centro del país, a ser una vieja cuyo cuerpo se separaba del mundo, encogido y enroscado y aparentemente cada vez más liviano. El pelo no le había vuelto a crecer, y las ulceraciones de los primeros tratamientos de quimio le habían debilitado tanto las encías que un diente se le había aflojado hasta caérsele, dejándole un hueco negro en una sonrisa que debió de ser seductora para los muchachos de Carbondale. El blanco de los ojos se le había puesto rojo escarlata. Sus miembros estaban esqueléticos, sin carne, famélicos. Le había dicho que tenía dieciocho años, pero ahora podía pasar por una mujer de ochenta.
      -¿Crees que me voy a ir al infierno?
      -Probablemente.
      -Jones…
      -¿Entonces por qué hablas así?
      -No lo sé –dijo, enrollándose la sábana alrededor del cuello-. Cuando abro la boca me salen esas cosas. Son las únicas palabras que tengo.
      -En uno de mis viajes -dijo Jones- fuimos a hacer maniobras en el Mediterráneo... -Jones le contó que había estallado una caldera y un hombre se había caído en un pozo de aceite hirviendo. Enloquecido, envuelto en llamas, el hombre corría en círculos erráticos sobre cubierta, como una luz brillante que daba vueltas en la oscuridad, saltando hacia adelante y hacia atrás como una vela romana errante, mientras los otros hombres lo perseguían, medio temerosos de agarrarlo e incendiarse ellos mismos. Por último, perdida toda esperanza y con la mente extraviada, el hombre saltó por la baranda de cubierta al mar-. Se podía oír el viento, cómo azotaba las llamas mientras el pobre caía. Después, nada, desapareció. Es lo más triste que vi en mi vida.
      Le contó también que ayudó a extinguir el fuego, y por cumplir con su deber le concedieron una medalla de héroe del tamaño de una moneda de diez centavos.
      -Nunca hay aire acondicionado en los lugares a los que vamos-dijo ella, y luego hubo una larga pausa mientras su respiración gorgoteaba en unos pulmones llenos de líquido.
      Jones le tomó la mano. Un hueso. Pensó que estaba tosiendo, pero sólo procuraba respirar. Súbitamente no quiso estar más a su lado en la cama. Pero no pudo moverse.
      -Los esquimales viven en cabañas de hielo -dijo él.
      -Eso suena bien en este momento.
      -Demasiado frío -continuó Jones.
      -Me gustaría que fuéramos allá.
      La muchacha tosió y después se enroscó en una pelota fetal.
      -Es como si me acuchillaran por dentro con navajas calientes -dijo.
      Jones se levantó. Encendió la lámpara junto a la cama y sacó la morfina y la jeringa del bolsillo de su camisa.
      -Los primeros exploradores creyeron que los esquimales vagaban de un sitio a otro porque eran pobres –dijo-. Creían que los esquimales eran unos vagos-. Abrió el envoltorio de celofán de la jeringa y clavó la aguja en la ampolleta, jalando lentamente el émbolo hasta que la mitad del líquido ascendió por la jeringa. -Siempre se están trasladando -añadió. La muchacha mordió la almohada hasta que las encías le sangraron y dejaron la huella de su boca en la funda. Su cuerpo tenía una vigilancia, una tensión que Jones podía sentir en los ángulos torturados de sus brazos, en la débil flexión de sus músculos atrofiados. Ella levantó la cabeza y abrió la boca, con los ojos rojos y asustados buscando algo por el cuarto como si de pronto todo el aire se hubiera ido-. Pero cuando lo piensas, te das cuenta de es eficaz-. Jones sacó las burbujas de aire de la jeringa hasta que una gota de morfina se escurrió como rocío de la punta de la aguja-. El movimiento es el único recurso que tienen para sobrevivir en el frío. Hasta su moral depende del frío, del movimiento-. Jones continuó hablando sólo para disipar el silencio y el solitario sonido de la respiración entrecortada de la muchacha. Le soltó la mano de las sábanas y le dobló el brazo hacia atrás, contra la cama-. No tienen policía –dijo-, ni abogados ni jueces. El peor castigo para un esquimal es que lo dejen atrás, que lo abandonen en el frío-. Y le palpó el brazo hasta encontrar la vena más gruesa posible, se la imaginó fluyendo hacia el corazón y clavó la aguja.
      

McKillop había tomado la cartera de la muchacha y vaciado su contenido en la cama. Escarbó y encontró un chicle de bola azul, imperdibles, monedas, una lista de mercado y varios folletos, que leyó.
      -Oiga –dijo- Durante siglos los amantes de Dios y de la rectitud han orado. Venga nos en tu reino. Pero ¿cuál es ese reino por el que Jesús nos enseñó a orarfi Usa tu Biblia para conocer el quién, el qué, el cuándo y el porqué del Reino. Irónico, ¿no? –dijo riendo.
      -No lo sabemos, ¿verdad? -dijo Jones.
      -Bah -dijo el médico. Tomó una hoja con anotaciones-. Colorete, lápiz de labios: Caramelo, Rojo Rubí. Dos pares de medias blancas de algodón. Llamar a Carolyn.
      -Deje sus cosas quietas -dijo Jones.
      -Estaba buscando alguna identificación –dijo-. ¿Cómo se llama?
      Jones pensó un momento y luego dijo: -Es mejor que usted no lo sepa.
      -No le habrá dado una sobredosis, ¿no?
      -No -dijo Jones. La noche anterior se había despertado con el sonido de la voz de la muchacha, que llamaba a alguien que no estaba en el cuarto y comenzó a coger cosas invisibles en el aire. Verla luchar con esos fantasmas hizo que Jones se sintiera terriblemente solo. Delirante, terminó cantando el estribillo de un himno. Jones le dijo al médico:
      -Pero hubo un momento en que lo pensé.
      -Podría decir la verdad. No es agradable, pero siempre es una opción..
      Jones miró al médico.
      -Es demasiado tarde -dijo.
      -Yo mismo he ensayado la verdad y tampoco es que funcione muy bien. Tal vez la mitad de las veces, pero no más. ¿De qué sirve? El mundo funciona mal. La gran pregunta es: ¿a quién le importa?
      -A su familia -dijo Jones-. Cristianos evangélicos.
      -Me criaron como católico –dijo McKillop, que tomó una cadena de plata que le colgaba del cuello y le mostró a Jones una cruz deslustrada-. Era la religión de mi madre. Yo no creo, pero todavía me atemoriza.
      -Esto va contra la ley.
      -Si la manda a su casa, habrá preguntas.
      -Las habrá de todas maneras -dijo Jones-. Su padrastro es un fanático. Debe de estar buscándome. Cree en lo que hace, ¿sabe?
      -Recuerdo vagamente que creí…
      -No todo tiene que ver con usted -dijo Jones. Sentía la tristeza del lenguaje, su soledad. El médico no tenía ninguna fe más allá de un sistema de pequeñas ironías; era como intentar refugiarse de la lluvia trayendo a la mente el recuerdo de un paraguas.
      El médico, que había prescindido de la formalidad de la petaca, beía ahora directamente de la botella.
      -Anoche no llegué a casa -dijo McKillop.
      -Se ve -dijo Jones.
      -Tuve suerte -dijo McKillop-. Un poco. -Se limpió los labios y dijo-: Ojalá tuviera una rosquilla.
      El médico sacó una manzana verde del bolsillo y la frotó contra la solapa de su arrugada chaqueta. Le ofreció la botella a Jones, pero éste rechazó la invitación.
      -Le había echado el ojo a esa mujer desde hacía mucho tiempo, la deseé desde lejos, y de pronto ahí estaba yo, en la cama con ella, tocándola, oliéndola, saboreándola. Pero no se me paró.
      -Tal vez debería dejar de beber.
      -Me gusta beber.
      -No es práctico -dijo Jones.
      -Dejar de beber es una medida demasiado drástica -dijo McKillop, y mordí la manzana-. Para alguien tan poco afortunado como yo.
      -Nos vemos -dijo Jones.

 III

Por la tarde ya había cruzado el puente de Deception Pass y se había dirigido al sur y tomado el transbordador a Port Towsend. Se dirigió al oeste por la 101, y después se desvió hacia el norte, abrazó la costa del estrecho de Juan de Fuca, atravesó Pysth y Sekiu, y llegó a Neah Bay y a la Reserva Makah, donde ya no había más carretera. Durante todo el camino hacia el oeste hizo calor, y ahora un fuego salvaje ardía a lo largo de la corona de montañas que se levantan contra el límite occidental de la reserva. El cielo se volvió amarillo bajo un manto de humo negro. Copos de ceniza revoloteaban como nieve por el aire. A cada lado de la calle había chozas blancas tambaleándose hacia delante sobre bloques de escoria, y unos niños descalzos jugaban en los sucios patios, persiguiendo tolvaneras. Varias niñas, con vestidos brillantes y delicados como telarañas, se protegían los ojos y miraban el fuego. La luz del sol se esparcía a través de las delgadas telas, y las faldas ondeaban con el viento, de manera que cada niña parecía arder.
      Jones recorrió lentamente el pueblo, levantando una estela de polvo blanco que se mezcló con la ceniza y se asentó sobre los niños, sobre las cabañas y sobre los autos abandonados; y luego siguió por un desgastado camino maderero al pie de la montaña, hasta que se terminó. Había una casa rodante amarilla sobre un acantilado, y detrás, semioculto por unos cedros azotados por el viento, apareció el océano. Jones oyó el oleaje y aspiró el olor del mar agitado. Un hombre de overol salió de la casa móvil –a Jones le pareció que era un esquimal. Apagó el motor. El carro se sacudió hasta apagarse, pero por un momento sintió a sus espaldas la presión de todo el país que acababa de cruzar, la vibración de la carretera atravesando la barra de cambios hacia sus manos y subiendo por sus brazos hasta convertirse en un dolor en los hombros y en un entumecimiento que le recorría toda la columna. Entonces las vibraciones se detuvieron, y sintió que su cuerpo se instalaba en el presente.
      Jones bajó del carro. El hombre engarzó el pulgar en el bolsillo de su camisa, instinto de fumador. Detrás de unos labios partidos, tenía los dientes podridos. Vio un avión tanque que barrió el océano, se elevó y dio la vuelta sobre la colina, esparciendo nubes de retardador. Las sustancias químicas cayeron como una cortina rojo óxido que se cerraba sobre la línea de fuego.
      -¿Cómo empezó? -preguntó Jones.
      -Un pedacito de vidrio de botella puede iniciar un fuego si el sol le da en el sitio adecuado.- El hombre encendió un cigarrillo. -Ha sido un verano seco. Talaron la mayor parte de la colina y nadie quemó los troncos. ¿Hacia dónde iba usted?
      Jones le dijo que simplemente estaba conduciendo.
      -Allá abajo había una colonia encantadora -dijo el hombre, y señaló vagamente hacia el océano-. Los hippies aún vienen y buscan el camino viejo. Pero las trochas se van tapando-. El hombre se pasó la lengua por la encía negra, donde faltaban los dientes frontales. -Creí que usted era uno de ellos.
      -No -dijo Jones-. Nunca había estado aquí.
      -Puede estacionar, si quiere. Hay una trocha de caza que sigue hacia abajo.
      -Gracias.
      -Verá el viejo molino Zellerbach.
      Encontró el abandonado molino en ruinas, un rimero de metal torcido. Se sentó sobre una cañería oxidada y arrancó del suelo un puñado de malezas quemadas. Con una vara escarbó el piso endurecido y seco, sacó tres paladas de tierra suelta y las envolvió en una de las camisas de la muchacha. Luego, se sentó en un tocón repasando con sus dedos los círculos de crecimiento hasta que cerca del corazón del tronco hubo contado doscientos años.


Una ristra de conchas de almeja castañeteaba como dientes con frío bajo la tolda de una venta de cebos. Dentro del rompeolas, los botes tiraban de sus amarras. Jones recorrió los muelles del fondeadero hasta que encontró un Livingston colgado por pescantes a la cubierta de un crucero. Las ventanas del crucero estaban todas oscuras, había una lona extendida sobre la timonera, y el puerto de origen estampado en la popa era Akutan. Bajó el bote salvavidas hasta el agua, tomó impulso y se alejó del fondeadero flotando tranquilamente.
      Cuando hubo remado hasta el callejón de navegación, Jones dio arranque al Evinrude de veinte caballos y siguió una boya roja y centelleante alrededor del cabo Flattery hasta el océano. Se mantuvo fuera de la rompiente, abrazando la orilla; a veces el bote se levantaba tanto sobre la cresta del oleaje que se podía ver una playa llena de basuras flotantes arrastradas por el mar. Jones navegó con el motor y siguió el oleaje hasta que el casco raspó el lecho de arena. Cargó a la muchacha en la lancha, en la parte delantera, como lastre.
      Usó el remo para alejarse de la orilla y luego empezó a remar. Cada nueva ola se oponía a su esfuerzo, levantando la proa y empujando el bote hacia atrás en medio de una oleada de espuma blanca. Finalmente logró colocar el bote en medio de las olas. El motor se impulsó con un agudo quejido y Jones timoneó hacia mar abierto, hacia el occidente. Más allá de los arrecifes, el continuo golpeteo de las olas cedía ante un oleaje ondulado, y Jones supo que se hallaba en aguas profundas. Había olvidado cómo era de negra la noche en el mar, cuando hasta la más fría y agonizante estrella parecía cercana y brillante en la oscuridad. Se asustó y comenzó a ver el mundo como si fuera un niño tímido que tiembla con temores irracionales –la terrible vida que había debajo de él, el padrastro de la muchacha en su fantástica persecución, su propia existencia fugitiva a partir de ese momento–. Si esto se volviera historia, sería juzgado y lo encontrarían culpable. El rocío del mar saltaba sobre la proa y le salpicaba la cara. El mar subía y bajaba con un ritmo soñoliento. Cruzó la negra popa de un carguero anclado, de cuatro o cinco pisos de altura, y cuando desaceleró hasta quedar a la deriva oyó voces en la cubierta superior, voces humanas que hablaban un idioma que él no comprendía.
      Navegó una milla más y apagó el motor. No había costuras entre el mundo redondo y el cielo nocturno, todo era una sola cosa, un horizonte líquido e invisible a excepción de un reguero de estrellas que destellaba como fosforescencias que surgían del agua. Una fresca brisa susurraba sobre la superficie. Agosto había pasado. Había llenado la bolsa de dormir con piedras de la playa, y luego había limpiado el carro de toda evidencia: recogió los recuerdos, las chucherías, las sonrisas de naranja, la peluca, y lo embutió todo en el fondo de la bolsa, cerrándola con una cuerda de nylon. Había tomado la Biblia, la había abierto en la página de la genealogía, y había garrapateado el mes y el año en el margen. Jones consideró la posibilidad, mientras se mecía en la depresión del oleaje, de que algún día todo esto pudiera liberarse de la profundidad del mar y emerger a la superficie; las calcomanías conmemorativas de las batallas contra los indios y de las rutas y de las caravanas de los exploradores y los pioneros, la última morada de hombres y mujeres que legaron sus nombres a pueblos y mapas. Y después la muchacha misma, identificada por sus restos, una historia contada, interpretada por huesos y dientes.
      Jones hizo un lazo alrededor del mango de su linterna y ató el otro extremo al saco de dormir. Comprobó que el haz brillaba sólidamente en la oscuridad, como un amplio manojo de luz blanca labrada en el aire. Desempacó la tierra que había recogido en las ruinas del molino y la regó sobre el saco de dormir, de la cabeza a los pies. Parecía un ritual miserable –la tierra, la luz–, pero estaba resuelto a respetar la ceremonia. Se lamió con la lengua una capa de sal del borde de los labios. Las manos se le estaban poniendo frías y rígidas. Echó por babor el extremo de la cabeza, y después hizo girar los pies de la muchacha hasta que todo el saco se deslizó por la borda. Jones lo retuvo entonces un último instante, agarrando la linterna, permitiendo que se escaparan unas burbujas, y luego lo soltó. El cuerpo remolineó hacia abajo, dejando un rastro de luz que daba vueltas a través de un mar verde bajo el rayo cada vez más débil, y que finalmente se volvió negro. En silencio, Jones se dejó ir a la deriva hasta que no pudo saber con certeza dónde se había hundido ella.
      Al regresar al rompeolas, ató el bote salvavidas con una cuerda floja a una cornamusa de madera. La montaña se había desvanecido, engullida por la oscuridad, pero un viento del oeste había regado el incendio por la cima, y un fulgor de llamas rojas y amarillas se extendía hacia el cielo. Un viejo makah caminaba con dificultad por la carretera, arrastrando un palo por el polvo y apoyándose en él cuando se detenía a mirar cómo el jeroglífico se escribía a sí mismo en fuego en el límite de la reserva. Jones se sentó en el muelle, meciendo las piernas. Hojuelas de ligera ceniza negra flotaban por el aire y le abanicaban suavemente la cara. La espuma se encostraba y se le pegaba a los labios; tenía sed. Oyó el ritmo del agua y su música helada en la cadencia tintineante de los cables y las poleas y las boyas. Más allá del rompeolas aparecieron las luces verdes y rojas de un bote de vela rezagado que se dirigía al puerto. El viento acompasaba las voces de los marineros y las llevaba a través del agua, como una canción. Uno de los marineros gritó: -¡Ahí está!, y, poniéndose de pie en la cubierta de proa, señaló hacia el pendón de llamas que se elevaba en el cielo.

Charles D'Ambrosio / La punta


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