domingo, 26 de abril de 2015

La enfermedad y sus metáforas / A propósito de Susan Sontag


LA ENFERMEDAD Y SUS METÁFORAS
A PROPÓSITO DE SUSAN SONTAG

Por Carlos Bonfil *

México, D. F, junio 16 de 2005. De todos los escritos de Susan Sontag, y de sus posturas polémicas en torno a los temas de política, poder y cultura, destacan por su carácter realmente innovador y personalísimo, sus reflexiones sobre la enfermedad y los prejuicios colectivos, los estigmas y las metáforas negativas que invariablemente la acompañan. Un libro capital, La enfermedad como metáfora se publica, en primeras entregas, en 1978, en la revista The New York Review of Books, luego aparece ya en un breve volumen, con un éxito editorial inmediato. Diez años más tarde, la autora publica El sida y sus metáforas, suerte de complemento de aquella primera reflexión. 
El cáncer, una enfermedad considerada mortal, y que la autora vive entonces en carne propia, es el tema central del primer libro. En él señala no sólo sus manifestaciones clínicas más evidentes, sino el fenómeno que más le interesa, es decir, la forma en que por largo tiempo se concibió a este padecimiento como una maldición, un castigo, o una falta cuya responsabilidad era atribuible al individuo mismo que la padece. Al inicio de su análisis, Sontag describe los mitos en torno de la enfermedad más célebre del siglo XIX, la tuberculosis. La visión que se tiene del tísico es en ese momento una visión romántica. Tributaria de la antigua concepción médica que clasificaba a los seres humanos según la teoría de los cuatro humores, del flemático al sanguíneo, la imagen de quien padecía tuberculosis era la de un ser de humor melancólico, sensible, romántico, de preferencia la de un poeta a quien la silueta magra y doliente confiere respetabilidad y prestigio. Un libro capital, La agonía romántica, del italiano Mario Praz, da constancia muy clara de este fenómeno. 

Algo distinto sucede con las metáforas de desintegración física que convoca la mera mención del cáncer. El canceroso, dice Sontag, es visto como alguien a quien su propia represión emocional conduce a ese desorden máximo que es la proliferación de células malignas en el organismo. A la improbable nobleza que se atribuye a quien padece una enfermedad pulmonar una disfunción de la parte superior y noble del cuerpose contrapone la desgracia y vergüenza de quien ve afectadas, a menudo, las partes bajas, indignas, de su organismo, como en el cáncer del estómago, del colón, del recto, o de los testículos. La escritora ilustra con múltiples citas filosóficas y literarias, y con ejemplos tomados de la cultura popular las maneras distintas de concebir dos enfermedades igualmente devastadoras, pero que revisten cada una características muy propias y convocan metáforas a menudo opuestas. 

De las metáforas asociadas con una enfermedad grave, Sontag señala una en particular, sin duda la más nociva: la metáfora militar. El cuerpo se concibe como un campo de batalla; el cuerpo libra frente al cáncer un combate encarnizado del que con harta frecuencia sale vencido. Contrariamente a la tuberculosis, una afección muy localizada, y hasta hace poco muy controlada, el cáncer representa el horror de una invasión generalizada, con escaramuzas imprevisibles, y terapias brutales que representan una suerte de contraofensiva militar. 

A grandes males grandes remedios, dice la sabiduría popular, y el remedio aquí la quimioterapia, las radiaciones--, suelen ocasionar estragos mayores en un cuerpo de sí ya vulnerado. La noción de batalla, esta militarización del cuidado médico, se acompaña de una imagen de degradación corporal inevitable, y esta es la razón por la cual, a diferencia de la tuberculosis o la poliemelitis, o la diabetes, el cáncer aparece como un padecimiento apenas mencionable. En varios países aún se le oculta a los familiares del paciente, y al paciente mismo, el diagnóstico de cáncer, como si la mera evocación del término tuviera, por sí sola, la facultad de acelerar un proceso de deterioro irreversible. El cáncer deja entonces de ser una enfermedad más, para convertirse en la metáfora ideal de la degradación física: una enfermedad que corroe, carcome y transforma el aspecto del individuo, como otras terribles enfermedades del pasado, la lepra, la peste bubónica, la gangrena. Sontag cita una imagen elocuente: en Francia es común referirse a un muro en condiciones de deterioro como un muro leproso. 

Es común también extender la metáfora del cuerpo enfermo a situaciones de orden político o social, hablar por ejemplo del cáncer que corroe a una sociedad o a un partido político, o la revuelta que es preciso apagar o reprimir antes de que gangrene a todo el cuerpo social. La metáfora que militarmente describe la descomposición orgánica tiene como primer efecto hacer del enfermo un paria, señalarlo como presa de un caos interno que ineluctablemente acabará con sus días. Ante este panorama, el enfermo alberga sentimientos de culpa, consciente de que en una sociedad entregada de lleno al culto del bienestar y mejoramiento físicos su papel es muy marginal y su presencia incómoda en tanto recordatorio aún viviente de la falibilidad del género humano. 

Hasta hace poco, el cáncer era la enfermedad tabú por excelencia, la que persistía en su malignidad y encono a pesar de las múltiples victorias que ofrecía la ciencia médica sobre muchos otros padecimientos. La escritora resume así: “Se pensaba en la tuberculosis como una muerte decorativa, a menudo lírica. El cáncer es un tópico extraño y todavía escandaloso para la poesía; y se antoja inimaginable volver estética esta enfermedad”.

La enfermedad como metáfora es también una espléndida reflexión sobre el estigma social, sobre la manera en que a los ojos de una opinión pública tan dúctil como impresionable, una enfermedad grave deja de ser un padecimiento meramente clínico para convertirse en una marca infamante. Al inicio de su libro, Sontag habla de la enfermedad como el lado nocturno de la vida, como una ciudadanía incómoda, y añade: “Cada persona al nacer posee una ciudadanía dual, en el reino de los sanos y en el reino de los enfermos. Aunque todos preferiríamos sólo utilizar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno se ve obligado, al menos por un tiempo, a identificarse como ciudadano de aquel otro lugar”. El propósito declarado de la escritora es despojar a la enfermedad de una carga metafórica nociva que sólo engendra discriminación, segregación y estigma, y un gran ostracismo para el enfermo, es decir, para quien no se inscribe con aplomo suficiente en el mundo de los saludables. Al final de su ensayo, Sontag lanza una predicción: “La metáfora del cáncer se habrá vuelto obsoleta mucho antes de que los problemas que con tanta persuasión ha reflejado, hayan sido resueltos”.

Veinticinco años después de la publicación de La enfermedad como metáfora, el panorama dista de ser optimista. No sólo se han multiplicado y diversificado las metáforas que estigmatizan a la enfermedad, sin que por ello se hayan resuelto muchos de los problemas clínicos que ya evidenciaba, sino que ha reaparecido una enfermedad que la propia Sontag creía controlada, conjurada, casi vencida: la tuberculosis. Y a la lepra y al proceso de gangrena le han sucedido episodios de un horror mayúsculo, como el virus del Ébola y otras devastaciones epidemiológicas. En 1988, diez años después de La enfermedad como metáfora, la escritora siente indispensable actualizar sus reflexiones a la luz de la diseminación incontenible de un padecimiento relativamente nuevo, primero denominado “cáncer rosa”, y más tarde sida, las siglas de lo que ya se identifica como síndrome de la inmunodeficiencia adquirida. 

En su nuevo libro El sida y sus metáforas, la metáfora militar evocada anteriormente cobra un vigor inusitado. Contrariamente al cáncer y a la tuberculosis, la invasión del organismo es viral y la produce un microorganismo diez mil veces más pequeño que la punta de un alfiler, y sus efectos sociales, en materia de discriminación y estigma, son infinitamente superiores. No sólo eso: el sida soporta una metáfora decisiva: la infección, la contaminación, el contagio. Es un padecimiento con perfil epidemiológico, encaminado a configurar una pandemia. Su transmisión es, primordialmente, de carácter sexual, con lo que suscita una oleada de recriminaciones, anatemas religiosos y denuestos moralistas. No representa en términos científicos y sociales un estadio avanzado de desarrollo, sino todo lo contrario, una involución, un retroceso. Reactiva lenguajes que se creían obsoletos, como el de la transmisión sexual con carácter funesto, algo que recuerda la visión tétrica de la sífilis en sus etapas avanzadas, con su romanticismo negro que evoca los tormentos de un Flaubert o un Baudelaire con toda su aura de disipación sexual. Supone el sida un regreso a épocas anteriores a Koch y a Pasteur, y concede la escritora que este padecimiento ha tenido la dudosa virtud de despojar al enfermo de cáncer de una buena carga de culpa. Y es que lo inmencionable ya no es la enfermedad que carcome silenciosamente al cuerpo, sino ese “mal del siglo” que con mayor insidia mina todas las defensas del organismo, hasta su agotamiento total, y hasta lograr ironía máxima que el temible cáncer se incorpore, como una enfermedad oportunista más, y sólo eso, a la extensa variedad de flagelos que el sida guarda en reserva para sus elegidos.

La metáfora más asociada con el cáncer supone un individuo que sucumbe al padecimiento por una suerte de inhibición sistemática de sus impulsos y pulsiones, entre ellos la libido. Un ser nervioso en extremo, apocado, devorado por el estrés y la hiperactividad, consumidor de comida chatarra, inhalador de contaminantes, fumador empedernido, retentivo anal, en una palabra, un reprimido; un ser así era, para la creencia popular, el candidato ideal para desarrollar un cáncer. La metáfora asociada con el enfermo de VIH/sida sugiere algo muy diferente: un ser promiscuo que contabiliza sus conquistas sexuales hasta levantar un censo impresionante, o por lo menos un catálogo amoroso digno de Don Giovanni. Un seductor castigado, un disoluto que padece por donde más pecó y que por ello mismo se vuelve objeto ideal de la condena religiosa o de la reprobación moral de quienes ostentan una conducta ejemplar y sangre limpia en las venas. A diferencia del paciente con cáncer, el enfermo de VIH/sida no sólo es un enfermo sino también un portador de su propia enfermedad, es decir, alguien susceptible de transmitirla accidental o deliberadamente. Este solo hecho hace de él una persona sospechosa, víctima de un mal y a la vez potencialmente victimario. Con la metáfora de la infección, de la diseminación masiva del virus, se justifica a los ojos de muchos la figura del paria digno de toda desconfianza, y en algunos países, y en el caso de algunos extremistas, como el derechista francés Jean-Marie Le Pen, se habla de confinamiento, de sidatorios, de tests obligatorios masivos, y de reservas o morideros donde habrá que recluir a los infectados, a las víctimas irremediablemente culpables, para evitar que se contamine o se gangrene el cuerpo social saludable. Sontag habla de todo esto y señala la gran paradoja de un padecimiento casi medieval, en su tormento y sus implicaciones sociales, en su carácter irreversible y su cura muy azarosa, que al mismo tiempo se aproxima a la modernidad tecnológica al compartir con ella diversos códigos de lenguaje, con computadoras invadidas por un virus, con vacunas que deberán protegerlas, o con ese colapso final que el virus es capaz de provocar en un disco duro.

Ante este panorama social donde el sida exacerba los temores más primitivos y los prejuicios colectivos más arraigados, el recelo social y el encono contra el enfermo, o las metáforas que remplazan la realidad clínica por la fantasía paranoica, y que transforman una enfermedad en maldición y sentencia inapelables, la escritora aconseja en 1988 una estrategia elemental: liberar a la enfermedad de su carga de culpa y vergüenza, criticar las metáforas, castigarlas, desgastarlas, y proceder luego a una reapropiación retórica del sida. Dice Sontag: “Es muy deseable que determinada enfermedad, por la que se siente tanto pavor, llegue a parecer ordinaria. Aún la enfermedad más preñada de significado puede convertirse en nada más que una enfermedad. Sucedió con la lepra (...) y sucederá con el sida, cuando la enfermedad esté mucho mejor comprendida y sea, sobre todo, tratable”. 

Diecisiete años después de escritas estas palabras, la predicción parece cumplirse. El panorama clínico ha cambiado radicalmente, aun cuando no exista todavía una cura o vacuna para el sida, y aun cuando el prejuicio social apenas haya variado su retórica a la luz de la inocultable expansión de la epidemia. Con la aparición en 1996 de los medicamentos antirretrovirales se opera una gran revolución terapéutica que permite reducir considerablemente el número de enfermedades oportunistas que aquejan al organismo inmunocomprometido, y con ello alargar de modo sustancial la vida de los pacientes.

El resultado, previsto por la escritora, es una enfermedad mejor comprendida y sobre todo más tratable: el equivalente de una enfermedad crónica apenas distinta de padecimientos como la diabetes o los trastornos cardiovasculares, considerados ordinarios y libres de metáforas negativas. Sontag podía intuir esta evolución terapéutica y sus beneficios, aunque habría sido deseable que el cáncer, al que finalmente sucumbió luego de veintiséis años de lucha, le diera tregua suficiente para elaborar una nueva reflexión acerca de estos cambios, acerca también del fracaso parcial de tantas políticas de prevención hoy en marcha, de la persistencia de conductas de alto riesgo justamente en aquellos sectores mayormente en riesgo de infección, de la ceguera de la jerarquía eclesiástica empeñada en combatir el uso del condón y en llamar con inutilidad y denuedo a la práctica de la abstinencia, o de las dificultades inmensas que enfrentan los países en desarrollo para acceder a los tratamientos costosos que son la panacea del primer mundo. Esta reflexión en gran parte incompleta es competencia hoy de todos, y como lo deseara Sontag, supone una lenta y firme reapropiación retórica del sida despojado ya de sus terrores medievales, transformado en una enfermedad crónica, ordinaria, tan mortal como todos los que la padecen o quienes los observan padecerla. 

Tal vez éste sea el sentido final del tratamiento que recomienda la escritora para las culpas personales, las prácticas discriminatorias o las metáforas perjudiciales: “ponerlas en evidencia, criticarlas, castigarlas, desgastarlas”.

* Texto leído durante el homenaje a Susan Sontag en la XIX Semana Cultural Lésbico-gay que se lleva a cabo en el Museo Universitario del Chopo.



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