jueves, 17 de abril de 2014

Vargas Llosa / Historia de un deicidio / El pasado esplendor


Historia de un deicidio: el pasado esplendor

Este relato [Un día después del sábado] está situado en Macondo, en el período de la decadencia


MARIO VARGAS LLOSA 17 ABR 2014 - 23:54 CET


El jurado del Premio Biblioteca Breve de 1970: desde la izquierda, Juan García Hortelano, Carlos Barral, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Isabel Mirete, Salvador Clotas y José María Castellet. / EFE
Este relato [Un día después del sábado] está situado en Macondo, en el período de la decadencia. La perspectiva es itinerante, se desplaza de un personaje a otro, pero la mayor parte de la historia está referida desde una atalaya que corresponde a la de seres inequívocamente instalados en el vértice de la sociedad: la viuda Rebeca y el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero. Desde la perspectiva aristocrática, ya sabemos, la historia gravita con fuerza sobre el presente, y, en efecto, aquí, como en La hojarasca, hay muchos datos relativos al pasado de la sociedad ficticia. Algunos confirman datos anteriores, otros los amplían, otros los modifican. El antiguo esplendor está asociado, en la memoria del padre Antonio Isabel, al banano. Desde hace años sólo pasan por Macondo cuatro vagones desvencijados y descoloridos, de los que nadie desciende: “Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano: ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin parar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde”. Ciento cuarenta vagones, la desmesura: lo que era una imagen retórica en los relatos anteriores, se convierte en característica de la realidad ficticia. Las dos épocas de Macondo, el apogeo y la de cadencia, están claramente diferenciadas aquí también, como en La hojarasca, en función de las plantaciones bananeras. Aparece un nuevo dato histórico: “Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que abalearon a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos...”. Es la primera mención de la matanza de trabajadores que tendrá amplio desarrollo en Cien años de soledad.

Desde hace años sólo pasan por Macondo cuatro vagones desvencijados
En lo relativo a las guerras civiles, Un día después del sábado no es esclarecedor sino oscurecedor. En La hojarasca se insinuaba que la fundación de Macondo la habían llevado a cabo gentes que, como la familia del coronel, huían de las guerras, lo que permitía situar la fundación hacia fines del XIX. Sin embargo, aquí se indica que el padre Antonio Isabel “se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85”, lo que retrocede la fundación de manera considerable y desbarata la cronología que parecía regir la historia ficticia. El muchacho de Manaure nació “una lluviosa madrugada de la última guerra civil” y durante la acción del relato tiene 22 años. Si esa última guerra civil es la del 85, el cuento ocurriría en 1907, más o menos, pero esta época no corresponde a la decadencia de Macondo, la que, según La hojarasca, comenzó hacia 1918. Estas contradicciones de la realidad ficticia (que para ella no lo son) muestran la libertad y la movilidad de que goza, su naturaleza diferente de la realidad real, que sólo puede cambiar hacia adelante, en tanto que aquélla se va modificando también hacia atrás.

La perspectiva es itinerante, se desplaza de un personaje a otro
El coronel Aureliano Buendía aparece nuevamente, como una reminiscencia, y su silueta resulta siempre enigmática. Algo más se sabe de él, sin embargo: es primo hermano de la viuda Rebeca y primo del que fue su marido, José Arcadio Buendía; la viuda lo considera, no sabemos por qué, un descastado. Parece estar ausente, como en La hojarasca. La viuda Rebeca, borrosa en sus apariciones anteriores, se enriquece biográficamente: vive en una casa con dos corredores y nueve alcobas, acompañada de su sirvienta y confidente Argenida; su bisabuelo paterno peleó durante la guerra de la Independencia en el bando de los realistas; una leyenda turbia la vincula a la muerte de su esposo, quien veinte años atrás, luego de un pistoletazo que nadie sabe quién disparó, “cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar”. Este episodio reaparece, con contornos real imaginarios, en Cien años de soledad. La viuda vive enclaustrada, viste ridículamente, permanece en Macondo por un oscuro temor a la no vedad. El padre Antonio Isabel retorna en Los funerales de la Mamá Grande, en La mala hora y en Cien años de soledad. El alcalde asoma sólo un momento y no se dice que esté asociado a hechos de violencia y corrupción, aunque su físico inspira a la viuda Rebeca una impresión de solidez bestial. ¿Han desaparecido la violencia y la corrupción políticas en Macondo? Ha desaparecido el interés por ese plano de lo real objetivo. Ha cambiado la perspectiva y ya vimos que para la visión aristocrática la política es algo remoto y repulsivo, una experiencia prescindible. La viuda Rebeca y el padre Antonio Isabel son tan ciegos para la política como la clase popular: sólo cuando la perspectiva se sitúa en la clase media, la política ocupa lugar dominante en lo real objetivo. Aquí ha sido abolida y son el pasado, la religión y lo imaginario lo que prevalece en la realidad ficticia.

El coronel Aureliano Buendía aparece como una reminiscencia
Manaure, donde había ido a la escuela el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, adquiere una dimensión mayor. El forastero de la historia ha nacido allí, precisamente en la escuela, que su madre había atendido durante 18 años. Comparado a Macondo, es más pequeño, aislado y pobre. El muchacho lo recuerda como “un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero”. Está lejos y en la altura, pues allí no se siembra banano sino café y carece de alumbrado eléctrico. Como el héroe de El coronel no tiene quien le escriba, la madre del forastero espera una jubilación.
El semblante urbano de Macondo se perfila más. Conocíamos su estación, sus almendros, sus alcaravanes, su calor: ahora conocemos su hotel. Se llama también Macondo, carece de clientes, su menú es un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde, tiene un gramófono de cuerda, sus propietarios son una madre y su hija de caras idénticas. Habíamos visto a Macondo a la hora de la siesta; ahora lo vernos un domingo de mañana: “Calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante”; la calle principal desemboca “en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez”.

Son el pasado y la religión lo que prevalece en
la realidad ficticia
En la realidad ficticia hasta ahora sólo se leían periódicos, volantes políticos clandestinos, el Almanaque Bristol, presumiblemente las revistas de cine con cuyas carátulas Ana había empapelado su cuarto. En Un día después del sábado un personaje ha tenido una formación clásica. El padre Antonio Isabel leyó en el seminario a los griegos, sobre todo a Sófocles, “en su idioma original”. Los clásicos se le confundían, los llamaba “los ancianitos de antes”. Aparente-mente, también estudió francés. Su monaguillo se llama (o él lo llama) Pitágoras.
Mario Vargas Llosa, Nobel de Literatura peruano, publicó en 1971 Historia de un deicidio, un minucioso estudio literario que sería su tesis doctoral sobre la vida de Gabriel García Márquez desde los primeros relatos hasta Cien años de soledad. Este extracto, incluido en las Obras Completas de Vargas Llosa, editadas por Galaxia Gutenberg, pertenece a un certero análisis sobre el cuento Un día después del sábado.


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