domingo, 15 de marzo de 2015

Patricia Highsmith / Con el mal debajo del brazo


Patricia Highsmith
CON EL MAL DEBAJO DEL BRAZO
Por Daniel Dominguez

Esta niña ya ha leído Crimen y castigo. Varias veces. Es una foto de principios de los treinta en Nueva York. La niña tiene doce o trece años, había nacido en 1921 y se llama Patricia Highsmith. Su madre intentó abortar cuando estaba embarazada de ella bebiendo trementina, o sea, aguarrás vegetal. A la Highsmith le encantaba ese olor: "Es curioso", comentó su madre. La escritora se crió con su abuela, que la enseñó a leer a los tres años. La devoró desde muy pronto la pasión por la palabra escrita y disfrutaba respirando el aroma de la tinta mientras escribía en su diario desde los quince años y un año después empezó a llenar cuadernos de notas con citas, observaciones y pensamientos; cuando murió en 1995, se encontraron en el armario de la ropa blanca treinta y ocho cuadernos de notas y dieciocho diarios -los que había conservado con ella-, unas ocho mil páginas. Una verdadera mina para Joan Schenkar, la autora de la biografía de la novelista: siendo como era la Highsmith no podía sino escribir lo que escribía, algo que leyéndola (de cabo a rabo), desde los primeros Ripleys -en Anagrama- o Ese dulce mal y La celda de cristal -en Alianza de bolsillo-, que aparecieron a principios de los ochenta, ya nos maliciábamos.


En sus años mozos, sensibilizada por el combate contra el fascismo en la guerra civil española, se había unido a las juventudes comunistas pero acabó apartándose de sus camaradas porque la militancia le robaba demasiado tiempo a la literatura. Nunca habré de desear una vida emocional serena, ni habré de pensar que en ella se pueda encontrar la condición para la escritura, escribe en su diario poco antes de cumplir 25 años. Y cuando tenía 50 anotó en un cuaderno: Hay una situación (quizá la única) que podría llevarme a cometer un asesinato: la vida familiar, la cercanía. Prefería los gatos. Trabajó durante siete años como guionista de comics -primero en plantilla y free lance después- durante la edad dorada de las historietas USA de los cuarenta y cincuenta, comics de superhéroes, de vaqueros o de hazañas bélicas; su empresa preferida era Timely Comics, que se convertirá en Marvel Comics. Hasta que la literatura le dio de comer, tras la publicación en 1950 de Extraños en un tren, que enseguida Hitchcock lleva al cine. La primera de tantas adaptaciones cinematográficas, pongamos por caso A pleno sol (1960) de René Clément, El amigo americano (1977) de WendersEl grito de la lechuza (1987) de Claude Chabrol o El talento de Mr. Ripley (1999) de Anthony Minghella, y la serie de televisión Los cadáveres exquisitos, doce episodios de una hora a partir de otros tantos relatos.


Le encantaban los musicales y admiraba a Betty Comden y Adolph Green (los guionistas deCantando bajo la lluvia y de The Band Wagon, de los fue amiga en su juventud);  para la Highsmith, el musical representaba la prueba más excelsa del genio norteamericano. Criaba caracoles con gran dedicación y los estudiaba con detenimiento, le fascinaban esos moluscos que pueden aparearse durante catorce horas. En 1948, prendida del embeleso por semejantes gasterópodos, escribió El observador de caracoles, un cuento que espeluzna en ocho páginas y que asqueó a los editores durante doce años hasta que se publicó en 1960. A la Highsmith no sólo le cautivaban los caracoles -llegó a tener trescientos-, también se los llevaba con ella de viaje: la acompañaron de Nueva York a París, Roma o Venecia, como Hortense, el que Hisghsmith consideraba el caracol más viajado del mundo, que aparece con su compañero Edgar en Mar de fondo, la novela suya que más releímos, quizá la mejor -sólo quizá-, porque no podemos olvidarnos de  El temblor de la falsificación -en la que resuena El extranjero de Camus-, la única novela de la que ella se sentía verdaderamente orgullosa y que tantos directores, empezando por Losey, siguiendo por Pilar Miró y Pedro Almodovar quisieron adaptar, y acabó por llevar al cine el alemán Peter Goedel en 1993 (una adaptación que despierta mi curiosidad pero aún no conseguí ver). Hace un par de años leí en alguna revista que Mike Nichols iba a dirigir una adaptación de Mar de fondo pero no volví a saber nada del proyecto.



La Higshsmith era un culo de mal asiento o quizá era que los cuartos en los que escribía se poblaban con los infelices y dolientes fantasmas (del miedo) a medida que tecleaba en su Olimpia Portable Deluxe color café y ya no soportaba vivir en su compañía: Es el extraño poder que tiene este trabajo de transformar una habitación, cualquier habitación, en algo muy especial para un escritor que ha trabajado allí, sudado e injuriado y acaso vivido allí algunos pocos minutos de gloria y gozo. Tengo muchas habitaciones de ésas en mi memoria, una diminuta en Ambach, cerca de Munich, con un cielorraso tan bajo que en uno de los extremos no podía ponerme de pie; una habitación congelada, con goteras, en un balneario inglés, una habitación cuyas grietas cubría desesperadamente, como si estuviera en un barco que se hunde; una habitación en Florencia con una estufa de leños que insistía en no quemar nada; una habitación en Roma cuyo interior, cuando lo recuerdo, evoca una imagen de trabajo arduo y demencia curiosamente combinados.


Bebió lo que no está escrito -manhattans, martinis, güisqui, vodka, ginebra...-desde que se bebía las noches de Manhattan en busca de relaciones sociales, que le abrieran las puertas a la publicación de sus relatos, y de aventuras homosexuales; y allá donde la llevara su culo de mal asiento bebía la cerveza más barata; bebía desde que se levantaba hasta que se acostaba. Y fumaba un par de cajetillas de Galoises sin filtro al día. En sus bolsones nunca faltaba algo que leer, algo con lo que escribir, algo que beber, algo que fumar. Le absorbía trabajar en el jardín, a menudo le servía para cultivar los gérmenes de sus novelas. Le gustaban las listas, por ejemplo listas de Pequeños crímenes para los más pequeños. Cosas que pueden hacer los niños pequeños por la casa, por ejemplo1) Atar un cordón en lo alto de las escaleras para que los adultos tropiecen. 2) Volver a poner el patín en las escaleras, después de que la madre lo haya apartado. 3) Provocar incendios bien planeados, para que, a ser posible, otro se lleve la culpa. 4) Cambiar de sitio las pastillas en los armarios de las medicinas: las pastillas para dormir en el frasco de las aspirinas, los laxantes rosas en la botella del antibiótico que se guarda en la nevera. 5) Matarratas o polvos antipulgas en el bote de harina de la cocina. 6) Serrar los soportes de la trampilla del desván, para que todo el que ponga el pie sobre la trampilla cerrada se caiga por las escaleras... Y seguía.


Estaba convencida de haber nacido bajo una estrella enfermiza. En 1950 escribió en un cuaderno: Por las noches, nunca me duermo sin antes retorcerme de dolor al menos dos veces al recordar algo que haya hecho ese día o el día anterior y que me imagino espantoso. Y en diciembre de 1968 anotó: La navidad es claramente la ebullición de la culpa humana. La culpa, la mentira, el desconsuelo, la angustia, la soledad y el crimen forman los hilos de la telaraña Highsmith y devienen elementos de una sintaxis para dar forma a su visión del mundo. Cualquiera puede ser un asesino, en cualquier lugar, a cualquier hora. No se me ocurre nada que pueda avivar, recrear y hacer vagar la imaginación tanto como la idea de que alguien con el que te cruces por la acera, en cualquier lugar, pueda ser un sádico, un cleptómano o incluso un asesino. Ojito con la frutera, el portero del instituto, el cartero del barrio, el chapista del taller o el adolescente del tercero. La Highsmith nos va  a poner sobre sus pasos y cuando nos demos cuenta estamos unidos a su deriva criminal por un cordón umbilical que no podremos cortar.


Sabía de sobra que no hay piel tan fina como la que separa el bien del mal, la lógica del delirio y lo racional del caos; también había leído a Kafka de niña, se ve que con provecho. Escribe sobre los seres humanos como una araña lo haría sobre una mosca, dicen que dijo de ella Graham Greene. En realidad, creo que la Highsmith era más bien como el entomólogo que estudiaba la mosca y la araña para hacernos ver que ni una ni otra pueden escapar de la telaraña. Anatomía de la inquietud, fisiología del miedo y manual de demonios (de qué si no, tratándose de una lectora precoz de Dostoievski), todo eso y a la vez, así son sus novelas. Y una cartografía del dolor. Que no te quieran y malquerer: he ahí la matriz del mal -un mal de andar por casa, un espanto doméstico- en las mejores novelas de la Highsmith, que apuramos con tan mal cuerpo como adictiva fruición. Su obra completa podría subtitularse el libro del mal amor.


La telaraña Highsmith nos tuvo atrapados a lo largo de veinte años a medida que iban apareciendo sus libros, a pleno sol en Los Lances, cerca de Tarifa, o en Cabo Sines, en Portugal, o bajo la floresta umbría del río de Serén en Cabeza de Boi, y junto al fuego en los inviernos de Tui. Pero también me llamó la atención un librito suyo que se publicó aquí en 1986 y que ha vuelto a editarse recientemente por la editorial Mosaico en una cuidada traducción, Suspense. Cómo se escribe una novela de intriga, apenas 150 pags. preñadas de viñetas personales y con un poso oscuro disfrazado con una prosa de andar por casa (un poco como la de sus novelas), y que van desgranando ingredientes y rutinas, tentativas y logros, hallazgos y fracasos desde la cocina de su escritura. Resulta asombroso que algo tan claro y sin pretensiones lo escribiera ¡en un mes! Claro que un mejor y más fiel subtítulo sería "Cómo escribo una novela de intriga". En italiano lo titularonCome si scrive un giallo. Teoria e pratica della suspense, un librito de cubiertas amarillas con una mano ensangrentada en la portada, no pude resistir comprarlo cuando le puse los ojos encima en una librería de Florencia.


Cuando la Highsmith se bebía las noches de Manhattan y trataba de publicar unos relatos cocinados a partir de esquemas muy detallados que la obsesionaban, su amiga Jane Bowles le dio un consejo: No planifiques. Siempre es mejor escribir primero y luego reescribir. Porque un plan demasiado preciso ahoga las emociones germinales y los buenos relatos se hacen sólo con las emociones del escritor, pero hay que vivir con los personajes un tiempo antes de escribir una sola palabra de la novela. El libro siempre será mejor, escribe la Highsmith, si germina a partir de experiencias de primera mano y muy sentidas. La función primordial del cuaderno de apuntes consiste en tomar nota de las experiencias que conjugan una emoción así que no olvides llevar siempre el cuaderno, nos dice. Uno de los mejores momentos del libro tiene que ver lateralmente con Mar de fondo, porque cuenta un hecho que le sucedió mientras escribía la novela pero que se convirtió en el germen de un cuento, Los bárbaros.


La novelista vivía en el apartamento de un primer piso de la calle 56 de Manhattan y la ventana de atrás tenía una salida de incendios con una escalera que llegaba hasta el suelo, unos tres metros más abajo. Un día, poco después de haberme mudado, entré en el apartamento y vi a cinco o seis adolescentes, de unos quince años o menos, encorvados sobre mis libros y mis cajas de pinturas, que aún no había desembalado. Pasaron apurados por mi lado y salieron en tropel por la puerta en dirección al pasillo. había dejado la ventana apenas entreabierta y se habían colado por ella después de trepar por la escalera de incendios. Limpié con aguarrás las manchas que habían dejado en una de mis maletas. Fue una experiencia perturbadora. Otro día estaba trabajando en mi escritorio cuando oí gemidos y gritos, y un gran estruendo de zapatos sobre una superficie de hierro, y los chicos empezaron a enzarzarse en la salida de incendios en una pelea a sólo dos metros de donde me encontraba sentada. Inconscientemente, me retiré del lugar donde estaba, y al cabo de unos segundos me puse a reír al darme cuenta de que, como una rata asustada, me hallaba en el rincón más recóndito de la habitación, y con el ceño aún fruncido a causa de la concentración que implicaba la redacción en la segunda mitad de una frase que, en el extremo opuesto de la habitación, había dejado interrumpida en la máquina de escribir. La Highsmith detestaba los ruidos y los temía, se le aceleró el corazón y esperó a que se fueran porque se sentía demasiado acobardada para increparlos. A eso es a lo que ella llama -y quién no- una experiencia emocional. Y la experiencia me resultó muy próxima porque yo también detesto el ruido y no digamos el que causa esa gente que le encanta hacer ruido, es decir, que produce ruido por gusto, sobre todo cuando estoy escribiendo. Digamos que sacan el asesino que llevo dentro. Claro, uno reprime al asesino que justamente clama por manifestarse y actuar, qué remedio. Pero entendía a la Highsmith y entendía que esa experiencia germinara en un cuento. Sólo que en Los bárbaros cambió a los adolescentes por adultos, supongo que pensó que el cuento resultaría demasiado duro con niños por medio y no lo vendería, y la idea perdió filo. Lástima, porque el germen daba, creo para una novela. Quizá la lección decisiva de este episodio de Suspense se cifra en la fidelidad  esencial a las emociones germinales.


A la Highsmith le bastaba el más leve asomo del mal y cultivó con primor esas semillas en un jardín con las flores del miedo, la soledad y el desasosiego. Era algo más que un oficio. En su juventud, empezó un poema con una imagen promisoria: había nacido con el mal debajo del brazo.


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