jueves, 21 de marzo de 2013

Evelio Rosero / Como nunca en la vida

Agonía I
Bogotá, 2013
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Evelio Rosero
COMO NUNCA EN LA VIDA


Uno

Parecía volar encima de ella, igual que un ave de presa, atisbándola en los más recónditos lugares, erizándola.


Dos

Fenita Sarmiento había llegado no hacía mucho del Ecuador, en compañía de su marido, Patricio Samaniego de los Romeros, y sus hijos, Héctor Patricio y José Patricio, de trece y once años, ambos con su respectiva medalla al mérito colgando de los cuellos. La ciudad de Florencia hervía; el sol meridional derretía de oro cada uno de sus mármoles. Las voces de los turistas cruzaban por las esquinas, se metían por entre los ventanales adustos y sorprendían a las mujeres desnudas, y las obligaban a asomarse, desnudas y curiosas, a los húmedos muros. Florencia, petrificada y ociosa, Florencia entera languidecía estrujada por el verano, igual que una mujer tan bella como aburrida.
Fenita Sarmiento disfrutaba con su marido y sus dos hijos del paseo. En realidad no disfrutaba: padecía. No era una mujer feliz. Era resignada. Lloraba con frecuencia; lloraba tanto que sus hijos se acostumbraron. Decían: "Otra vez llora mamá", y nada más. Su marido encogía los hombros y le compraba un vestido. De hecho, ella lucía la última compra, azul celeste, la falda breve y esponjada, la camisa ungida al cuerpo como un aceite dorado. Se la compró porque descubrió a Fenita llorando, sin aparente motivo, desnuda, sentada en la taza del baño, poco antes de abandonar el hotel.
Fenita miraba sin mirar: el cielo, de un azul intenso, un par de zapatos, una sortija, unos labios. Se aburría.
En algún revuelo de la plazoleta atiborrada oyó la voz de su marido, cansina, raspuda, invitándola a una copa de helado. Fenita se encontraba distraída. Alcanzó a entrever a su marido asido de las manos de sus hijos; lo vio asiéndose de ellos, más que ellos de su padre; era como si hasta ese último momento él quisiera demostrar apabullado que sus hijos tenían que ser obligatoriamente la tabla salvadora en el naufragio de su amor. ¿Amor? ¿Cuál amor? Fenita nunca lo había amado.
Eso pensó Fenita, mirándolos a los tres durante unos instantes; algo como un odio intempestivo la estatizó; y, cuando quiso acercarse a ellos, una pareja de turistas alemanes en bicicleta pasó por entre todos, desplazándolos como olas, y después un vendedor de globos -en el momento preciso en que todos a un tiempo pretendieron reunirse-, de modo que los globos hicieron una especie de muralla de colores, separándolos para toda la eternidad.
No los volvió a ver, porque no los buscó. O acaso no quiso, en su íntimo interior, buscarlos como era debido. O posiblemente esa última visión de su marido aferrándose a las manos de sus hijos la aburrió definitivamente, la puso a pensar -horrorizada, incrédula- que en realidad los detestaba, los odiaba, como nunca en la vida.


Tres

Fenita quiso ser violinista, o bailarina, o actriz, quiso viajar sola, Australia, China, cazar elefantes en África, caer prisionera, ser repartida hasta el delirio entre una tribu de caníbales, contemplar a hurtadillas el amor de una pareja de avestruces, un japonés haciéndose el harakiri, un torero muerto por un toro, quiso vivir sola otras vidas, distintas a las de su vida en Quito, a las de su familia (parafernálica, retrato en sepia, oscura habitación repleta de muebles antiguos y miedo de amor). Tenía treinta y cinco años. Su marido, diez años mayor, sedujo con los rangos de su apellido a la futura suegra, y al suegro con sus riquezas, y a los hermanos con un caballo de carreras, pero Fenita ni siquiera fue seducida, ella, la meta única, la principal protagonista. Y fue así como un día de mayo Fenita entró a la iglesia bajo una marcha nupcial que se le antojó fúnebre, jurando fidelidad de por vida, besando un crucifijo de oro tan frío como sus labios, y después el anillo del arzobispo de Quito y después el gran rostro de mico de su marido, lustroso y radiante, recién acabado de hacer, igual que un par de zapatos nuevos, desmesurados, que no nos corresponden y que alguien ha dejado por error a los pies de nuestra cama.
Después de veinticuatro meses Fenita se encontró con dos hijos, dos llantos brutales que salieron de ella sin que ella los viviera ni reconociera, arrojándolos como dos suspiros de resignación. Su marido la idolatraba. ¿Cuántas veces no lo escuchó pronunciar su nombre mientras dormía, como una obsesión? "Fena, Fena...". Si alguien lloró de felicidad en el matrimonio fue él, no ella, y el hecho resultó destacado en los periódicos como lo más representativo del fin de siglo en la ciudad de Quito, donde hasta entonces sólo las novias y las respectivas suegras lloraban. Fenita no lloró. Tendría toda la vida para llorar. Pasmada, como un cirio, pensaba en su sexo desgajado por alguien que ella nunca soñó. Y soñaba de nuevo: Australia, Australia, un país como Australia, lejos en el mapa y en el aire, un país lejos, donde una llegue como si acabara de nacer, como si nunca antes nada hubiera ocurrido.
Y la primera lágrima surgía.

Cuatro

Siguió caminando sola, por fin. La complacía, en la más remota de sus fibras, contemplar a los hombres y compararlos entre sí, eligiendo de entre todos con cuál se acostaría en un sueño. Y los paladeaba, por fin sola, sin temor a la silenciosa reconvención de su marido. Aquel rubio, por ejemplo, de bigotes de erizo; se preguntó, con un escalofrío: ¿Cómo hará el amor? Y después, enfrentando la mirada profunda y aguada de un negro ciclópeo: Estoy segura que podría colgarme de él, como de un barrote. "Dios", se dijo, "tengo por fin todo el tiempo del mundo".
Contemplar hombres era un placer que ella sólo se permitió de muchacha. Después ese placer se vería reemplazado por el qué dirán, la injuria de que todos en Quito descubrieran que ella era una miradora, que ella, una Sarmiento de Samaniego, se alelara atisbando hombres a diestra y siniestra, que era mortal, inmoral y pagana. Había mirado a los hombres desde una infancia desesperada, con la escrupulosa atención de una leona ante un campo repleto de venados; comenzó observando -escudriñando- a dos de sus primos mientras se bañaban en las aguas termales de La Vega, la gran hacienda de sus abuelos. Eran bastante menores que ella; ella tendría doce años; ellos nueve, o tal vez menos; pero los convenció de que se bañaran desnudos. Uno de ellos le dijo: "Tú eres niña, y no se puede". "Entonces yo me voy -les dijo-, podrán bañarse desnudos; es lindo, se siente que se vuela". Ellos la vieron alejarse por entre el ramaje; era un día espléndido; se desnudaron y pronto la olvidaron, y ella los contempló al derecho y al revés, y después les escondió las ropas, y cuando ellos salieron del agua los ayudó a buscarlas, mientras los estudiaba más detenidamente; veía cómo les temblaba aquello en la entrepierna; los persuadió de vestirse con ella a su lado; los ayudó; de pronto los tocó, al tiempo, sintiendo que se quemaba, y ellos rieron y le dijeron: "Nos haces cosquillas", y ella siguió con las cosquillas y todos se maravillaron, hasta que los dos niños ya no quisieron maravillarse más y entonces apretaron las piernas, como si agonizaran a causa de las manos de ella, el vigoroso movimiento, la alegría súbita, la muerte breve.


Cinco

La complació muchísimo en Florencia que también los hombres la miraran. Su asombro feliz la hacía sentirse diez años más joven: muy blanca, su pelo castaño y algo crespo daba un relieve de noche en torno a sus ojos azules. Delgada, las nalgas apretadas y erguidas, como los senos, caminaba sola, por fin sola, debajo del invisible cuerpo del sol, que era como otro cuerpo hambriento de ella, buscándola, venciéndola, lamiéndola.
Recordaba la caricia que mató a sus primos de alegría.
Entonces sintió un vuelco y ya no pudo caminar. Miró en derredor. Sus axilas ardían empapadas. Temblaba. Se decidió, envuelta en un suspiro, y entró en un lujoso bar -en realidad no entró, no pudo entrar, se sentó o cayó sentada como una flor desparramada frente a una de las mesas exteriores, debajo del sol- y pidió una copa de vino blanco (aunque estuvo a punto de pedir una copa de helado). El mesero le sonrió con ternura; inclinó la cabeza de cupido sobre ella. Ella sorbió su olor de tabaco; un mareo sensual la avasalló, como nunca en la vida, ni siquiera durante la noche de bodas, cuando de cualquier manera la sorpresa del primer entierro la incendió. Se sintió feliz del mesero, de su cara de cupido, de su impecable delantal; y, cuando el mesero se alejó, se juzgó más feliz: del vino vivo en la copa, de sus manos, largas y perfectas, y soslayó sus senos, atiborrados, temblando por la espontánea lujuria. Pero más la regocijó una mirada asombrosa, que provenía del interior del bar, desde un claroscuro, una mano férrea y una lengua de brillo delicado a través de la mirada, un chubasco de vapor, unas ramas de fuego que la volcaron de sopor entre la espuma del vino.
Aquel hombre miraba como ella.
Fenita cruzó las piernas. Los ojos brillantes del hombre la esculpieron. No en vano Fenita había sido formalmente solicitada a los diecisiete años como candidata al reinado nacional de la belleza, aunque sus padres se negaron en redondo, escandalizados. Y ésa era otra de sus frustraciones, porque Fenita se soñaba reina del universo, absolutamente desnuda entre un centenar de mujeres vestidas de negro. "Nunca habrá una reina como yo" gritaba, tiránica, en sus sueños, y cuando despertaba se echaba a llorar, pues al parecer su vida en adelante no sería otra cosa que una procesión de espejismos, propósitos y sueños que nunca jamás se cumplirían.
"Después de esta copa me voy", pensó como si se justificara. Era el primer momento de su vida a solas en Europa. Desde su llegada a Roma, seis días antes, nunca se quedó sola. Ni sus hijos ni su marido la abandonaban. Incluso parecían turnarse para acompañarla, temiendo acaso que Fenita se disolviera en un último y desesperado ataque de lágrimas. Su marido quiso viajar inmediatamente a Florencia, luego de lograr una misa con el Papa. La misa, presidida por el Papa -solamente para visitantes especiales-, los cánticos espirituosos, el incienso profundo -de cierta manera concupiscente-, los jóvenes sacerdotes que levitaban, el rostro de mármol de las vírgenes rodeadas por santos y ángeles robustos hicieron pensar a Fenita que mejor debió meterse de monja y trasformar su cuerpo en monasterio, pero a continuación imaginó que alguien, en la noche, entre su celda, caía sobre ella y la atrapaba y levantaba sin misericordia sus hábitos negrísimos y cálidos y besaba sus pantorrillas y luego sus rodillas y después todo fue vértigo y debieron abandonar la misa pues Fenita casi se desmaya. De modo que viajaron a Florencia, sin demora; ella no puso ningún reparo. Le daba igual Roma o Florencia; a fin de cuentas nunca se quedaba sola; sus dos hijos la escoltaban, ambos idénticos al padre, tempranamente crecidos, abotagados, marcados por un tedio profundo -metido muy adentro, en la memoria, como si descendieran de una especie de animales durmiendo-. Eso pensaba Fenita. Sus dos hijos nada tenían que ver con sus ojos azules, su tez blanca, su imprescindible pureza de raza que ella trasportaba como un trofeo. En realidad, pensaba, las caras lechoniles de sus hijos debían ser herencia exclusiva del marido; ella era otra raza, y eso se lo repetía Fenita a cada minuto, en la mitad de los mares de su tristeza infinita, cuando comprobaba que ninguno de sus hijos guardaba por lo menos un destello de belleza.
Y ahora estaba sola en Florencia, sola entre la muchedumbre, rio tibio que la bañaba de voces, otros olores, otras historias en otros idiomas, otras sangres y razas azules y claras, encantadoras, como la suya.
"Iré al hotel cuando acabe esta copa" se repitió. Y enarcó las cejas, sin dar crédito: la copa alumbraba vacía. Pero entonces el mesero de cabeza de cupido volvió de inmediato con ella, radiante como el sol que la lamía en las piernas, se aproximó como un ascua de sensualidad, con otra copa de vino. Ella entendió que era una cortesía de la casa, una cortesía en italiano. Descruzó las piernas y recibió la copa; sonrió y bebió y sus piernas se cruzaron de nuevo, esta vez laxas y lentísimas, de modo que sintió que los ojos del mesero y los otros ojos de hierro entre las sombras la habían penetrado en el sitio más pleno de los muslos, a través del calzoncito azul empenachado por la sombra triangular, semidorada, de su centro.
Se estremeció de escalofríos, seguramente igual que ellos.
Era el sol, era Florencia, ese calor acariciante, de voces complacientes, cantarinas. Fenita sintió que escurría, que de improviso la felicidad de su vida no era otra cosa que una gota caliente de física alegría resbalando por entre la mitad de su centro, como nunca en la vida. Y fue al estrujar esa gota de resbaloso aceite entre sus piernas que lo vio a él: parecía volar encima de ella, igual que un ave de presa, atisbándola en los más recónditos lugares, erizándola. No pudo evitar la mirada del tigre de bengala. No bajó los ojos: una suerte de complaciente reto la ayudó a ser inmolada por los dos ojos como lenguas. Lo vio aplaudir con diplomacia y pedir otro whisky. Oyó que alguno de los meseros -sombra de blanco en el interior de la taberna-, en rápido pero descifrable italiano, refiriéndose a él, decía: "El griego quiere otro whisky".


Seis

Griego. Era griego, Dios, era griego. Recordó al instante sus clases particulares de griego, sus lecciones de arte, los inmóviles torsos desnudos que expresaban sin expresarlo un abrazo violento, los rostros perfectos, los atletas disponiéndose a cantar con los cuerpos. Descubrir que era griego significó para Fenita una larga caricia de misterio en la punta más dorada de sus vellos, en torno a su ombligo frutuno, su vientre naranjuno, su sexo de dos gajos entreabiertos, a la expectativa, su olfato de leona condenada. Jamás en su vida había visto un griego de cerca. Y le pareció que esa era la raza perfecta; que en ella se conjugaban todas las fuerzas y también todas las ternuras: haría una entrada magistral en ella, tierna al principio, después demencial, y luego un mar dentro de ella. Fenita cerró los ojos. Los abrió, abochornada, y el sol la ayudó a parpadear.
Así estuvieron, contemplándose durante varios minutos. De vez en cuando, con verdadero rubor, con legítima verguenza, Fenita extendía la mirada hacia los rojos ladrillos del piso: arrojaba su mirada como si se arrojara ella, desnuda, a los pies del griego. Pero siempre, finalmente, volvía los ojos a él, magnetizada, y él continuaba mirándola, desnudándola a dentelladas, o solamente rozándola con fuego.
Bebió dos copas de vino más, sin mucha prisa, y encargó al cupido una cajetilla de marlboro. El cupido añadió una primorosa cajita de cerillas de madera, con la insignia de la casa en letras doradas. Era un bar de los más respetables de Florencia: Fenita lo vio recomendado en la guía de turismo. Mujeres hermosas, huérfanas de amor, llegaban a su orilla y no demoraban en salir acompañadas por hombres hermosos: así lo entendía Fenita. Reían, bebían, gritaban y se iban. A nadie parecía preocuparle que Fenita mirara al griego y que el griego respondiera con intensidad centuplicada, ambos pertinaces, casi acezantes, él un ave de rapiña y ella una cándida paloma recién nacida, una golondrina aprendiendo a volar, deseando en lo profundo que su cuello resultara mellado, ensangrentado, vencido y despedazado por las garras que acechaban.
"Ser violada", pensó.
Lo pensó con terror y alegría.
Un suspiro removió su corazón y elevó por un segundo sus pechos. La deslumbró, inesperadamente, sentirse una venada solitaria, pastando en la mitad de un campo de África, oteando demasiado tarde en la espesura la salvaje efigie del león casi dispuesto, la carrera, el zarpazo, el pataleo, sus ojos desmesuradamente abiertos, venas y sangre, la muerte insoslayable; de modo que lo miró más, y lo olisqueó en el aire, como nunca en la vida. Hacía tiempo que no experimentaba el placer de mirar y ser admirada, de perseguir el olor del sexo en el aire, de imaginarse abierta por la mitad y después enterrada.
Y, sin embargo, su sueño no podía ser. Sus crespas y doradas pestañas se sacudieron. Supuso que su marido y sus hijos ya estarían en el hotel, aguardándola preocupados, las tres caras abotagadas y tristes metidas en su cansancio infinito, detrás de tres copas grandes de helado. ¿Y si se hallaban siguiéndola, a escondidas? ¿Si se encontraban ocultos, en cualquier tienda alrededor, contemplándola? Fenita sucumbió por un instante al terror: era posible, ¿por qué no?
Miró conmocionada a sus espaldas. No descubrió nada. Recuperó su posición y, de nuevo, los ojos del griego la fascinaron, la ayudaron fatalmente a desechar su intuición. De cualquier modo, pensó, ya es el tiempo de marchar. Descruzó las piernas y se incorporó. Otra gota más, igual que una íntima bofetada de fuego que ella misma se propinaba asomó a sus ojos y la enloqueció de perplejidad. "Estoy en ascuas", pensó. El griego era la sombra de un árbol antiguo muy próximo a ella. Se sabía mirada; anudada por la multitud de sus brazos de roble, perforada por su raíz.
"Como una niña", se dijo, "como una niña". No lo pensó: se lo dijo a sí misma, a media voz, mientras se aproximaba a la barra en penumbra y preguntaba por el baño para damas. Demoró algunos segundos en darse a entender; no dominaba el italiano, naufragaba también en la tempestad de sus nervios, y, además, el barman se deshizo en toda clase de respuestas y averiguaciones, como si en lugar del baño ella solicitara un complicado coctel. Por fin el barman sonrió y exclamó: "Ah, ah, ah", y dio un brinquito de pena y la tomó por el brazo, con el cuerpo extendido por sobre la pulida madera, y, con demasiada amabilidad, le señaló una puerta a lo lejos, en la penumbra, con un techo curvo, de roja madera, como lujosa capilla. Por poco pareció que el barman saltaría, sin soltarla, y la cargaría en sus brazos y la llevaría hasta el baño y la ayudaría a sentarse y esperaría y luego la limpiaría, con diligencia. Ella agradeció con una sonrisa. Por dentro detestó al barman -cuya gentileza la había puesto tan en evidencia- y extrañó al cupido desaparecido. Pero la cercanía, el recuerdo del ave de rapiña la inundaron de renovado placer, de incertidumbre. Se dirigió al baño, contoneándose adrede; debajo del rumoroso ventilador su pelo formó un revuelo como una mano esplendente llamando a diestra y siniestra. Su cuerpo poseía una gracia natural, inherente a ella, y ahora, ayudado por su artificio de cazadora, multiplicaba llamados de auxilio como cuando ocurre una catástrofe y alguien que está solo pide ayuda. Ella lo sabía. Y por eso contoneó con más fuerza las caderas, segura de que el rostro bronceado del griego iba tras de ella, un ángel que ruega, acechándola, los ojos negros y fijos olfateándola a fuerza de registrarla y memorizarla y paladearla en cada una de sus venas y poros. Vio encima de la puerta la silueta en metal de una dama del siglo pasado, abanicándose. Se aproximó rápida, casi corriendo. Se desmayaba, víctima de su mismo juego, de su baile de leona al caminar. Abriría la puerta como si llegara a la salvación, al muro impenetrable que la defendería del ave de rapiña, de sus ojos, de sus uñas. Podría tomar aire, recuperarse, sacudir las alas. Podría reírse de sí misma, a solas, ante el espejo. Se escudriñaría los dientes. Haría dos muecas de coquetería. Orinaría. Un sorbo de agua. Dos. Saldría, al fin, hecha otra mujer, la primera mujer que ella era: Fena Sarmiento de Samaniego de los Romeros, a su pesar. Dispuesta a olvidar el juego, decidida a reunirse con sus hijos y su marido. Ya estaba bien. Suficiente. Sólo para recordar.
Su mano en el pomo de la puerta, en el momento de girar, fue cubierta instantáneamente por otra mano ancha y velluda: la garra del ave de rapiña. Entreabrió la boca, estupefacta. Pensó: "Debo gritar". Pero ningún grito salió de ella; todos los gritos se devolvieron hacia más adentro de ella; cayeron por entre su mismo abismo, la escalofriaron, la subyugaron, porque eran gritos hondos y mojados que la mataban. La gota. La gota que ardía surgió, hecha fuego. El hombre le dijo algo al oído, algo que ella no entendió, pero que entendió en su más íntimo interior. Una propuesta, o una pregunta: ¿Te mueres conmigo?
Y, sin permitirle ninguna duda, la otra mano del hombre la empujó con suavidad al interior del baño para damas. Todo ocurrió en un segundo partido. El baño era un saloncito azul, con un amplio tocador, dos grandes espejos, flores, y tres casetas de hierro y madera, primorosamente esculpidas con duendes y amorcillos, como si cada letrina fuese un altar celestial. No se fijó en cada detalle, sino que vio todo en conjunto, en un pestañeo, pero dejó de verlo cuando lo vio a él, en el espejo, agazapado como un monstruo o un insecto de amor sobre ella, a sus espaldas, prensado, adosado, abrazado, diabólico, aquelarruno; era más alto de lo que había supuesto, más obscuro y más duro, una lonja de calor pegado a ella. Ahí estaban él y ella, reflejados en el espejo inmenso, pero sólo por un segundo. Pues la metió en una de las casetas y cerró la puerta.
Cuando la besó fue como si el íntegro verano se metiera por su boca; hubiera caído de espaldas si el brazo del hombre, que la rodeaba, no la sostuviera en vilo, como una espiga. Quiso gritar pero sólo se escuchó un gemido. Ahora la besaba en el cuello, mientras sus manos cortas y anchas y curtidas la apretujaban en los pezones, levantaban su blusa y sopesaban sus senos como cuando se cogen dos frutas con el hueco de las manos y se miden, se comparan.
"Soy una fruta", pensó, y se creyó fruta, se vio fruta madura que cae de un árbol contra un cuchillo afilado en la hierba. Y pensó inmediatamente, enrojecida: "Soy una puta". Y él pareció corroborarlo cuando gimió y dijo algo tan dulce como brutal y la mordió en la boca, descendió de nuevo al cuello, hundió su lengua ardiendo entre su ombligo, mientras sus manos apretaban sus nalgas, separándolas; pero de improviso una sola mano como un ser aparte, algo acuático, la estrechó en el centro y la empujó contra la puerta cerrada. Se sintió entreabierta en todo su ser por un solo dedo sumergido en ella, empuñándola, enarbolándola.
Fue ahí cuando comenzó ella a besarlo, casi que con rabia, a morderlo en los músculos del brazo, a decirle con gemidos cuánto lo había soñado. Pero su sorpresa de amor tuvo otra sorpresa cuando la puerta principal se abrió y se escucharon las risas y voces cristalinas de dos italianas.
Fenita y el griego se paralizaron.
Las dos mujeres hablaban como pájaras.


Siete

Vio que el griego daba un salto mudo y felino y se acuclillaba sobre la tapa del wáter, frente a ella, las rodillas abiertas, las gruesas y duras pantorrillas, los muslos que reventaban la tela de los pantalones azules. Y se quedaron quietos, escuchando, ambos palpitantes, acusadores defendiéndose: dos animales en su madriguera intempestivamente asaltada por extraños. Una de las mujeres orinaba ruidosamente. La oyeron romper un fragmento de papel, y oyeron cómo lo frotó brevemente. La oyeron vestirse y suspirar. La otra mujer hablaba, frente al tocador: del verano esplendente, de una joya, de un gato, de un viaje a Barcelona; la oían jugar con un frasco en las manos; tintineaban ella y la sonrisa, y un perfume de flores salvajes inundó de pronto el aire y los remontó a la orilla de un lago sagrado, donde ellos dos no estaban encerrados sino desnudos, a la intemperie, rodeados de flores acuáticas, helechos agrestes, pájaros dorados y cielos azules y un calor de carbón al rojo en las axilas, una asfixia casi divina. Cuando Fenita elevó los ojos azules al griego, éste, agazapado, le sonrió desde arriba como un ídolo terrible; fue al principio una sonrisa tierna, que desapareció veloz: pues sucedió que mediante un movimiento de fiera la mano velluda la agarró por la cabeza y la dobló y la aplastó contra el cierre de los pantalones. Sintió el bulto duro, olió el sudor, un rincón de su mejilla rozaba un pedazo de tela mojada. Como nunca en su vida.
Nunca, en trece años de matrimonio, su marido había hecho eso con ella. Nunca la domesticó de semejante manera, prensándola por el cuello y estrechándola con fuerza. Nunca. Iban a misa juntos. Se confesaban y comulgaban. Fenita hubiera querido saber de qué se confesaba su marido; se le antojaba imposible que semejante paquidermo angelical tuviera pecados. Las escenas de violencia sexual en la televisión (estando ausentes los niños) eran manipuladas por el marido, con el control remoto, y sin pedir consentimiento. No toleraba ninguna escena de besos prolongados. Era un puritano, y tanto, que ella -en cuanto a eso- no lo odiaba: sentía lástima por él, por su cuerpo, por su vida, su ser entero. En una ocasión lo vio llorar frente a su madre, renegando de la edad, lamentándose de haber crecido. "Si yo fuera niño, madre", decía, "no tendría que firmar tantos documentos. Me la pasaría a caballo todo el día". Y la madre peinaba sus pocos cabellos y él se quedaba dormido, narcotizado de amor materno, babeante, aletargado.
El pantalón del griego se oprimía contra ella. Obedeció al gesto y ella misma, por sí sola, casi que arrodillada, hizo lo demás, con la más primitiva sabiduría. Pero cuando las dos italianas abandonaron el baño el griego descendió de un salto gatuno, montuno, y, todavía con la ansiedad de la boca de ella -abierta, mojada- en persecución de su pulpa, la abrió, a ella, de pie, contra la puerta, y subió de un manotazo la pequeña falda hasta la cintura, le trizó el diminuto calzón y le puso su fuerza de fuego en la entrepierna y la elevó con aquello del suelo y la hizo flotar un instante, las manos de ella en los hombros robustos, hasta que ella misma descendió a tierra, pero esta vez ocupada totalmente, extasiada, enervada, pensando me muero, para luego ser elevada otra vez, matándola de felicidad en cuatro movimientos como una sinfonía que la convencieron de que era inmortal y que ella y él unidos debían ser una especie de dios de dos rostros y cuatro manos y cuatro piernas y un solo sexo por fin.
Sus rodillas temblaban; la saliva iluminaba sus caras enrojecidas devorándose. Después ella pensó que todo terminaría ahí, debajo de esa pequeña muerte, pensó que ya era el fin, que uno de los dos tendría que salir huyendo para no verse a los ojos jamás, acaso únicamente en la esquina de un sueño. Y, sin embargo, aún seguía hundida en el sueño. Deseaba recoger la prenda que el griego había arrojado al piso, prueba fatal, paloma azul destrozada. Quería recuperarla y huir. De modo que se separó como pudo y se inclinó y fue entonces cuando lo sintió tras de ella, renovado, y no pudo más y dio un grito de fiera y luego otro de gatita y después algo parecido a un antiguo sonido de melancolía, un suspiro de crucifixión; esta vez fue ella quien lo apretó por dentro y lo succionó hasta el dolor y lo retuvo en sus fauces y no le permitió retroceder hasta que una segunda muerte más muerte que la primera muerte ocurrió, como nunca en la vida. Hubiera querido en ese instante que el griego la preñara de veinte hijos, envejecer con él, en la cama, y morir con él, en la cama. De vez en cuando ella volvía el humeante rostro para contemplar al amante que la destrozaba con su compacta caricia, y lo invocaba, lo alentaba, con una extraña sensación de sangre extraña entre su sangre. Y cerró con fuerza los ojos cuando él se separó, dejándola absolutamente derrotada y complacida, sumida en el sopor de un agradecimiento de antes de la creación. Se dejó caer, sentada, en la tapa del wáter, desfallecida, creyendo ahora sí que iba a morir.
Y sólo entonces el griego la abandonó.


Ocho

Acomodó su falda como pudo, y olvidó, en su desesperación por salir, recoger la prenda destrozada, el recuerdo fatal. De dos saltos llegó al lavamanos, sin atreverse a contemplar su cara en el espejo, y bañó su boca en agua fría, y, sin embargo, la asfixia de amor no desaparecía. Sintió sus pezones endurecidos; pensó que había acabado de nacer. Respiró profusamente y por fin se miró al espejo y se reconoció: roja más que la sangre, sus labios hervían de sangre, su pelo alborotado, la blusa mal abotonada: por entre sus resquicios asomaban impacientes y furiosos los dos pechos como raros animales enjaulados, lejos del dominio de ella. Volvió a meter la cabeza en el agua, reacomodó sus senos, los aplastó, sacudió la cara, se peinó como la ninfa después del forcejeo con los faunos.
Y así salió, más alta y resplandeciente que nunca, recién acabada de sacar de un baño de fuego, del rio de vértigo en donde al fin había descifrado la pasión.
Cuando miró a su alrededor no encontró ningún griego por ninguna parte. Fue hasta la barra a cancelar la cuenta; a duras penas pudo percatarse de la ironía del barman, de sus pérfidas miradas de soslayo; de improviso lo entendió, o creyó entenderlo, y podía estar equivocada, pero de cualquier manera se sintió cercada por la burla más filosa y mortal; se mataría; se mataría -dijo con un grito por dentro-, se mataría. Vino el mesero que la había atendido y, frente a ella, inclinó tres veces la cabeza de cupido, una triple venia veloz, extraordinaria. Ella le entregó un billete al azar, que el mesero capturó encantado: "Me ha salvado la vida", gritó, exhibiendo el billete, besándolo. Una mirada fría del barman lo sosegó. Ella abandonó el recinto igual que una leona cuando sale de la jaula; pero temblaba por dentro; una hoja en la tempestad, desnuda por dentro, hollada, sacrificada, esculcada, socavada por más adentro, molida; le dolían las piernas, su sexo, su lengua, su corazón. Era un dolor cálido, la última gota de sangre.
Ya no quiso mirar a nadie; iba a correr pero vio un taxi y lo detuvo con un grito, estirando el brazo como si acabara de arrojar una lanza, las piernas entreabiertas, difícilmente apoyada en tierra, oscilante, como a punto de caer después de un peligroso equilibrio; más de un transeúnte se perdió en la juntura de sus muslos, valle arriba; más de una mujer la admiró y envidió por su hechizo, su magia de bruja recién revolcada. Abrió con diligencia la portezuela y vio en un santiamén que tras de ella entraba el griego, serpiente que se escurría tras su cuerpo, perfectamente amoldada, la serpiente del árbol bíblico, luzbel, satán, belcebú, asmodeo, hirviente y rugiente y clarividente, bullendo calor por todas partes, sus pezuñas de animal de aquelarre rodearon sus hombros, su vello de carnero la acarició, su sexo vibrante olfateándola de nuevo, cercándola, sonriente como un calamar, el griego, entró el griego, riente y enrojecido, y Fenita lo permitió, lo dejó hacer, aceptó que fingiera ante el conductor el papel de novio en viaje de bodas, parlando un inmejorable italiano, dichoso, espléndido. El griego dio el nombre de un monumento, cambió de idea, habló del Palazzo Vecchio, y el taxi se escabulló entre la muchedumbre, corriendo a orillas del Arno, pero no tan rápido como para que -en un instante inmortal, terrible- Fenita evitara ver, en la mitad del verano, en una esquina, los tres rostros abotagados de su esposo y de sus hijos, todos tomados de la mano, mirándola a su vez, acaso indiferentes, pero de cualquier modo apocalípticos.
Cerró los ojos durante casi un minuto, y no escuchó que el griego dijera nada, aparte de sonreír. Abrió los ojos y los puso a merodear por las aguas del Arno, y era tanta su abstracción, su incertidumbre, que, sin saberlo -pronto lo sabría-, había apoyado suavemente una de sus manos en la más plena raíz del griego, abultada, troncuda, todavía caliente. Más caliente, de modo que ella sintió que se quemaba y comprendió lo que tenía entre manos, contra su voluntad, obrando según sus sueños, y no pudo evitar un breve grito de rebeldía ante sí misma y apartó la mano, porque de verdad se quemaba. Y era que todos sus actos se libraban finalmente de ella; toda ella, a su pesar, pugnaba por arrojarse en los brazos del griego, y descansar; o ser decapitada por él, cuanto antes. Sin que se diera crédito, se sentía a merced de un instinto desconocido. El griego la abrazó, después del gritito. Intercambiaron algunas palabras: qué lindo sol, ¿cierto?, qué maravilla, nos persiguen las palomas. Ella se fingía nerviosa, porque ya no lo estaba. Se fingía desdichada, y en realidad era feliz, y lo admiraba, por su empeño en la persecución. Entendió sus propósitos: el griego quería que escribiera su nombre en una tarjeta, con sus señas, su dirección. Recibió la tarjeta y después una estilográfica plateada, iluminada, como una daga. El viento entraba a raudales por la ventanilla. Ella se escalofrió: ¿escribiría su nombre en esa tarjeta? ¿Pondría su mundo a disposición de aquella aventura? ¿Sus hijos, su nombre, su marido? El griego la estrechó con fuerza. La besó, frenético, y ella languideció de nuevo ante las manos que le recordaron el cataclismo de la pasión, cuando él la galopaba y la enterraba en la felicidad.
Fue entonces cuando se decidió y anotó temblorosa su nombre y apellidos en la tarjeta, y el nombre del hotel donde residía. Tuvo un segundo de indecisión, y, más abajo, anotó de nuevo su nombre, en letras menudas, con su dirección en Quito, Ecuador, Suramérica, porque de pronto se le antojó estupendo que el griego la siguiera y la cercara y la olisqueara por todos los confines de este mundo y del otro, porque lo necesitaba, porque sólo un griego sería capaz de seguirla y sorprenderla en el baño de la casa de sus abuelos, en la iglesia, en cualquier rincón de la ciudad de sus padres, y sería capaz de doblarla contra el ataúd de sus antepasados y hacerle ahí un amor vampiruno, hundiéndole los dientes hasta hacerla gritar pidiendo perdón por la dicha de haber nacido. Pensó que el griego tenía la fuerza de crucificarla debajo de su mismo lecho, con su marido encima, y después tras de la puerta, en el cuarto de sus hijos, o en la cocina o el gallinero o el yatecito o el club o la mesa o el pozo o la luna. Sí. Sí. Pensó todo eso y se sintió más feliz que la alegría. Sí. Que el griego la alcanzara donde sea. Y que ella huyera, para dejarse atrapar, y huir de nuevo, hasta la última noche de los tiempos.
El griego recibió triunfalmente la tarjeta y leyó, sorbiendo, las letras; sus ojos se abrieron espantados de felicidad.
-Pero si eres ecuatoriana -dijo en perfecto español-. Yo también -gritó, y añadió, todavía inmerso en la incredulidad-: Nací en Tulcán.
Ella desmesuró violenta sus ojos, sin dar crédito, apabullada por la sorpresa, pensando que se trataba de una broma, una pesadilla.
-¿No es usted griego? -dijo como si llorara.
-Pero no -dijo él, feliz-. Me dicen el griego porque ése es el nombre de mi marquetería. Vivo en Florencia desde hace diez años.
Y a continuación dio su nombre y apellidos, un nombre que Fenita escuchó ajado, sin importancia, insignificante, de esclavo, de los que barrieron la hacienda de sus abuelos, de los que sirvieron como caballos para transportar misioneros en las montañas andinas.
Y se sacudió por fin, como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Mientras tanto él la miraba candorosamente, como reconoce un niño a un amiguito del colegio en un paseo por otro país; absolutamente convencido de que ella compartía la feliz casualidad. Pero ella, en ese instante, sólo lo miraba mejor, con rencorosa curiosidad, ¿cómo pudo equivocarse? El rostro de ese hombre no era un rostro griego. Sus ojos no eran griegos, ni la tez, ni sus labios. Esos ojos negros, penetrantes y brillantes y ladinos, sufrientes de libido, eran los mismos ojos de los serranos que habitan las inmediaciones de Tulcán, los guasos, los indios, los mestizos. El pelo negro y abundante, las cejas casi una sola línea hirsuta, los labios delgados. Dio entonces un grito como un sollozo, una gran desventura sonora que él, en su candidez, confundió con felicidad, pues la tomó por la cintura y, peor todavía, tuvo la osadía de susurrar: "Yo estaba en el baño de hombres. Cuando regresé a buscarte al baño de damas ya no te encontré. Pero encontré esto", y enarbolaba inocente en su manaza los diminutos calzones azules, desgarrados -ave descuartizada- a modo de trofeo.
Pero qué bruto es, pensó Fenita, indignada, y agregó, como una orden perentoria, con una voz rencorosa que afloró desde lo más remoto de su sangre: "No me tutee. Usted y yo no nos conocemos".


Nueve

La sonrisa en la cara del ecuatoriano se diluyó hasta convertirse en un inmenso lago de tristeza. De súbito había entendido todo; también él estaba frente ella, una importante señora de Quito, descendiente directa de los amos, los señores que lanzaban latigazos sobre las costillas de los indios, sus antepasados. Ella lo desposeyó de la prenda de un manotazo, pero luego, desesperada, sin saber qué más hacer, sintiéndose observada por el conductor, la arrojó a la cara del ex-griego y dio un grito de rabia y alarma y entonces el conductor frenó en seco.
Fenita cerró tras de sí la portezuela, inmersa en otro grito, humillada, la boca revestida de una saliva blanca, enloquecida de asco y desolación. Los rostros de sus abuelas aparecieron en su memoria, condenándola. "Esto me pasa por puta", pensó, "Me mataré, me mataré". Y no dejó de correr por las calles de Florencia hasta asegurarse a plenitud de que ningún indio la seguía. Volvió a tomar otro taxi y era como si el verano se convirtiera en un pérfido cielo negro, de hielo, una ciudad negra, repleta de pájaros enlutados. Corrió a encerrarse en su hotel y se metió en la cama y sin saber cómo ni cuándo vio en el espejo de enfrente que su rostro, en minutos, era el de una mujer vieja, una mujer sola y enferma. Algunas arrugas aparecieron por primera vez y una fiebre fría bañó su frente, una mísera enferma, pensó, y se echó a llorar sin clemencia.
Su marido y los dos hijos se estuvieron un buen rato de pie, ante la cama, observándola. Después se miraron entre sí, absortos; a Fenita, en medio de la fiebre, le pareció que suspiraban al tiempo, como un solo hombre. Se asustó de ellos. Enfermó en todas direcciones; palideció; adelgazó; ojeras ignotas oscurecieron sus ojos; a veces la rabia la despertaba, o la amargura, y amarraba y desamarraba los dedos de sus manos y rasgaba la tela de su piyama, poseída por el recuerdo. Fue un verano afrentoso, y no recobró la paz hasta que abandonaron Italia. Y era que por todas partes creía ver al griego de Tulcán, el indio de negra melena que la había sorprendido y ejecutado. Soñaba con él, para su despecho, de mil maneras, y el sueño más persistente era el de que ambos descansaban para toda la eternidad encerrados en el mismo ataúd, en el cementerio de Quito, y que -oh envilecimiento-, eran dos muertos felices, dos esqueletos sonrientes y trenzados, triunfales, como nunca en la vida.
Cuando llegó a Quito disminuyeron las fiebres y los insomnios aterradores, la vigilia del amor interrumpido. Era una paz aparente; se sentía inerte, sin ningún propósito y costumbre que la redimiera. Y no comía. Fumaba en la mitad del llanto. Sus amigas, que no volvieron a visitarla, decían satisfechas que Fenita daba lástima. Ningún médico descifró la causa. Ella sólo reclamaba que la dejaran dormir, para soñar. Las mejores reuniones de la alta sociedad quiteña se resignaron a que Fena Sarmiento de Samaniego de los Romeros brillara solamente por su ausencia. Y, en medio de su íntima hecatombe, que la desmembraba y desmoronaba en un llanto eterno, su marido y sus hijos seguían atentos como estatuas fijas ante su lecho, contemplándola indefinibles, como si entendieran desde antes el mal que la afligía y les doliera que ella, al sucumbir de semejante manera, extinguiéndose igual que una llama sin decirles nada, los traicionara. Era eso exactamente lo que ella intuía en la triple mirada de los suyos, la palabra traición, que ellos arrojaban con furia muda sobre el lecho; de modo que en medio de sus alucinaciones ella elevaba sin fuerza las manos y procuraba arrojarlos de sí, espantarlos, y de pronto veía que la palabra traición en los rostros de las estatuas desaparecía y aparecía en su lugar la palabra venganza, y oía que resonaban venganzas por toda la habitación, multitud de venganzas, de posibilidades, y ella procuraba convencerse entre las pesadillas de que ellos nada sabían, que lo ignoraban todo, pero entonces se soñaba en Florencia, con ellos siguiéndola, presenciando a prudente distancia su encierro de muerte en el baño, su huida en el taxi, no, no, se gritaba, no saben nada, no es posible, y despertaba, de noche o de día, envuelta en un sopor de muerte, despertaba a cualquier hora y ahí estaban ellos, las estatuas, atisbándola en silencio, eran sus verdugos, los justicieros, pensaba ella, o lo decía en voz alta, sin percatarse, y gritaba que se fueran, que la abandonaran, y bebía por fuerza los tranquilizantes que su marido le metía debajo de la lengua, y bajo los efectos sufría peor, porque le parecía que sus delirios y llamados más urgentes eran escuchados no sólo por su esposo y sus hijos sino por sus padres y abuelos y hermanos y tíos que entraban en su cuarto de enferma a dirimir qué hacían con sus sueños, de qué manera la condenarían. Y abría los ojos y seguía contemplándolos, la familia entera, silenciosos y de piedra, indagando con diabólicas pupilas cuál era el veredicto, la venganza más pura.
En sueños vio a sus abuelas y escuchó sus gritos; la corretearon por la casa y la ajusticiaron; raparon su cabeza y la golpearon con rosarios de acero; ella era un despojo, un lamento, una pobre lágrima aterrada. Y se recordó a sí misma, de niña, cuando tres negras de Manta la raptaron una tarde -por bonita- y la encerraron y desvistieron y luego la besaron con sus lenguas de fuego -gordas y rosadas- hasta mojar todos sus poros en saliva amarilla; se soñó cientos de veces debajo de cientos de lenguas, aplastada, ungida, avergonzada del clímax.
Su marido vigilaba que ella tomara los jarabes y remedios que los médicos recetaban. Y si no vigilaba el marido, vigilaban los dos hijos, cada vez más idénticos al padre, elefantiásicos, impávidos carceleros. Fenita intuyó que verdaderamente, desde mucho antes, ya ellos sabían quién era ella, esa hecatombe de amor desbordado en Florencia, y que habían adivinado todos y cada uno de sus sueños y suspiros y temblores, y no sólo adivinado: que también ellos los sintieron, sólo que al revés, padeciéndolos con odio y con ira. Y se creyó descubierta doblemente porque en alguna de sus alucinaciones habló por fin del griego, lo invocó, lo llamó como a Dios, y quién es el griego -preguntaron sus hijos, cruzados de brazos-, y ella dijo: Dios, y volvió a llorar como una lluvia.
Renacieron, entonces, multiplicándose, las lágrimas y los sollozos, hasta que un día sus dos hijos la abandonaron por primera vez. Y fue ese mismo día, igual que una temible paradoja -sola por primera vez en su habitación-, que sonó el teléfono, como el destino. Y era la voz inconfundible del griego. Era él, el griego, o el indio; de cualquier modo era él, en el teléfono. Ella había extendido la mano desde su lecho de enferma; cuando contestó y oyó la voz pensó que se partía de pasión. La voz sonó compacta como una daga que atravesó su corazón y su garganta; la voz de garra de ave de rapiña la aferró por el cuello y la redimió de la fiebre, contra su voluntad; de nuevo la vida abundó por sus venas y florecieron sus piernas y su sexo palpitó al mismo tiempo que su corazón. Era la voz, como un grito de amor y lujuria, maldad y ternura, y la invitaba a encontrarse en algún sitio, ese mismo día; dio el nombre de un antiguo teatro de variedades; dijo que quería solamente ser su amigo; pero luego, ante el silencio de ella, añadió, con un acento terrible, de fiera de la sierra, un acento de tierra que acabó de estremecerla y dividirla y señalarla como un hierro al rojo en su más profunda fibra, dijo que debía devolverle algo. "Debo devolverte algo", dijo. Ella pensó horrorizada en la prenda fatal: se trataba de una venganza del indio, pensó, un chantaje vulgar, de película mexicana. ¿Cómo no lo había entendido? Pero verlo, verlo, aunque sea por un instante... Y, sin embargo, la rabia y un orgullo diamantino, de un azul afilado, la erizaron:
-Patán -gritó-. Es usted repugnante. No lo conozco. No me tutee, o enteraré de sus mentiras a mi esposo. La policía se hará cargo. Sé cómo lo pueden cargar de cadenas, ¿me oye?
La voz cálida e impávida del griego dijo la hora de la cita. "No faltes", alcanzó a oír ella, poco antes de estrellar el aparato contra la pared. Corrió desenfrenada por la estancia. La mañana de Quito se iluminó, como ella. El verano de Florencia regresó igual que una caricia. Sus mejillas ardían, encendidas, como su cuerpo. Por primera vez en muchos días sintió apetito. Su vida había dado un vuelco. Sus piernas temblaban abiertas. Su pecho acezaba, sus manos trazaban extraños signos de amor demencial, sus senos se erguían, su garganta era un grito, sentía deseos, hambre del griego, hablar con el indio de cejas espesas, dueño de un amor tan tierno como brutal, rogarle, arrullarle, gemirle en la oreja, explicarle llorando cuánto lo había soñado desde antes de nacer, gritarle cuánto lo había llamado y cuánto debió sufrir por esperarlo. Se oyó maldecir a sí misma, de felicidad. Sus ojos merodearon azules como un ruego por toda la habitación.
En el reloj de la pared faltaban tres horas para la cita.


Diez

Se metió bajo la ducha, sus alas crecieron, iba a volar. Una bicicleta plateada la esperaba a la vuelta de una esquina. Iba a volar. Daba brincos de alegría en la punta más rosada de los pies. Era libre. La vida no era inútil. Lo peor era la cama, había que huir. Pensando en él como una fiera enloquecida se mojó el sexo en espuma y rasuró su vello hasta dejarlo completamente redondo y desnudo como una recién nacida, en su honor, pensando en él, y se rapó los pelos de las axilas y luego se cortó al rape los cabellos, y cayeron los bucles, como nieve, como otro honor, pensando en él, lo sorprendería, lo prendería, lo enaltecería. Y en su fiebre concluía que se disfrazaría de monja y colegiala y enfermera y que del brazo de su indio huiría a Australia, ambos protagonistas de un teatro formidable, sin padres ni hermanos, sin pasado. Todas las ideas más recónditas, todos los sueños la mojaron, Dios, amor, gritaba, te regalaré una camisa sin ningún color, un reloj detenido, Dios, amor, Dios, gritaba, cuando esté contigo fingiré que soy una yegua, una perra, te lameré los tobillos y batiré el trasero y tendré patas y maullaré, Dios, amor, Dios. Lloraré de alegría. Entonces se vistió de azul, se pasó sobre su pelo recién sacrificado una cinta azul-clara, se puso una sortija de piedra azul, y decidió ir desnuda por dentro, sin ninguna prenda, y que su sexo desnudo se alimentara de tierra, y untó sus axilas y orejas de un perfume tan delicado que parecía celeste, se dispuso al amor. Escaparemos, que se acabe el llanto, por Dios, y mi apellido, y mis ojos azules, soy tuya. Y cuando abrió la puerta del aposento, radiante, encontró en el pasillo, ante ella, los tres rostros abotagados de su marido y sus hijos, y supo que la escudriñaban compadeciéndola, condenándola; porque si ella era libre ellos no; y acababan de descubrirla, terminaban al fin de corroborar sus acechos.
Y cuando elevaron los brazos y se abalanzaron sobre ella, ella vio que era la muerte, ahí, intempestiva, como otro abrazo repleto de lujuria desconocida.
No profirió ningún grito.
Lo permitió todo.
La noticia de su muerte ganó los periódicos de Quito, al empezar octubre de 1979.

Chía, 1991


2 comentarios:

  1. Uno de los cuentos eróticos más raros que haya leído en mi vida. Comenzó como cualquier otro, incluso me recordó apenas un poco a Gabriel García Márquez, pero terminó de una forma tan... En fin, se nota demasiado que es muy Evelio Rosero este cuento. Me encantó, qué talento el de este señor <333

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