sábado, 4 de febrero de 2012

Esteban Carlos Mejía / Ricardo Cano Gaviria y Consuelo Triviño

Ricardo Cano Gaviria

 Ricardo Cano Gaviria y Consuelo Triviño


Hacen su obra, y punto

Por Esteban Carlos Mejía
Rabo de paja
El Espectador, sábado 28 de enero 2012
Consuelo Triviño
Piernas de lectora


Esteban Carlos Mejía

Veo venir a mi amiga Isabel Barragán por el bulevar de su universidad y se me cae la baba. Está de minifalda de algodón, vaporosa, muy cortica, las bellísimas piernas tostadas por el sol. Más que una profesora parece una primípara.


            Le pregunto cómo le fue en vacaciones. Me habla del mar del Sur, el Pacífico de Balboa. Recorrió playas, ensenadas, caseríos, desde Bahía Solano, en el Chocó, hasta Montañita, en Ecuador. “¿Mochiliando?”. “Oigan a éste”, me desdeña. “¿Leíste mucho?”. “Pocón pocón”, dice. “Nomás quería bucear”. Trato de imaginármela, forradita en neopreno. Fatal. “Llevé dos excelentes novelas de Sílaba, una editorial de Medellín, seria y versátil”.
           La mañana está propicia, sol radiante, cielo azul. Me habla de La puerta del infierno (Sílaba y Ediciones Igitur, Medellín y Tarragona, España, 2011), de Ricardo Cano Gaviria. “Es algo así como la Rayuela colombiana, aunque sin rompecabezas ni capítulos en desorden”, dice. “Repasa la vida de Rolando Dupuy, el Rolo Dupuy, y Héctor Ugliano, el Mono Ugliano, un par de cuarentones que en 1988 se encuentran por azar en una esquina de París después de veinte años de no verse. Hay muchachas, libros, canciones, barrios de Bogotá, quartiers de París, barricadas, intelectualismos, amores y pasiones delirantes”. “¿Y el tono?”. “Está escrita con sabiduría y elegancia, sin concesiones a la ignorancia o a la pereza de los lectores. Es sofisticada desde su concepción hasta su cocción de filigrana. Una delicia, si tienes educado el paladar, si te chocan los textos sin textura, las tramas sin revés”.
               El otro libro es Prohibido salir a la calle (Sílaba Editores, Medellín, 2011), de Consuelo Triviño Anzola. “Bogotá a finales de los sesenta, una niña, una casa, una familia: el relato entrañable de una infancia irrepetible, como todas. ¡Qué voz! ¡Qué carácter! Y no es una niñez idealizada ni sublimada en imponderable Arcadia. La mamá, la abuela, el papá en Venezuela, las tías, los gemelos, el hombre de la casa, o sea, Tomás, el hermanito menor, son casi personajes de carne y hueso, realistas, congruentes, auténticos. Una novela deliciosa, sutil en la forma, monolítica en el fondo”.
               Me explica que Ricardo Cano y Consuelo Triviño no viven en Colombia desde hace décadas. “Ese extrañamiento, me supongo, les ha ayudado a recrear nuestras realidades con precisión y vitalidad”, dice. “No militan en la farándula literaria criolla ni se desvelan por los intríngulis del marketing cultural. Siguen su camino y dejan hablar a la gente. La opinión pública les importa un reverendo culo. Hacen su obra, y punto”. La grosería me entusiasma, qué le vamos a hacer. “Dios nos coja confesados”, digo, sin embargo, para no invocar el abismo. Isabel sonríe, estira brazos y piernas al sol de este Aburrá de eterna primavera y concluye: “Con la literatura no se juega”.




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