jueves, 22 de septiembre de 2011

Pablo Neruda / El poeta casamentero

Pablo Neruda y Matilde Urrutia, 1972
Fotografía de Sara Facio
Jorge Edwards
PABLO NERUDA
Biografía
ELPOETA CASAMENTERO

Pablo Neruda, que escribió algunos de los más bellos versos intimistas de la historia, sentía pasión por el Eterno Femenino. En todas sus vertientes. Poeta del amor y de los amoríos. Veneraba a su esposa, Matilde Urrutia; adoraba el fuego de su pelo y sus pechos. Pero le encantaba también cualquier pequeña intriga pasional.

Pablo Neruda en Isla Negra

A Pablo Neruda le gustaba mucho decir que era poeta casamentero. Había sido, decía, responsable de muchos casorios, instigador de incontables parejas, en toda la América de habla española y portuguesa. Llegaba a una plaza de algún pueblo de Colombia, de Perú, de México, y nunca faltaba una pareja que se le acercara y le dijera que se habían enamorado leyendo el poema 1, el poema 20, Farewell y los sollozos: “Amo el amor de los marineros que besan y se van…”. El poeta casamentero sonreía, firmaba autógrafos, dibujaba una flor con tinta verde para la señora, la Maruja, la Paquita, la Charito, que había sido bella en sus buenos tiempos y que todavía recordaba aquellos días con nostalgia, con un resto de alegría y hasta de picardía. Algunas parejas eran lícitas, consagradas por todas las leyes de este mundo y del otro, y otras, ilícitas, quizá secretas, pero el hecho es que Pablo Neruda había llegado a inventar una religión de la pareja humana. Las personas solas, los solterones, los enigmáticos, los mujeriegos no emparejados, le producían una notoria incomodidad. No los entendía ni los quería entender. Teníamos un gran amigo común: artista de talento, hombre elegante, culto, de buena figura, rodeado de mujeres atractivas, casado un par de veces y divorciado, y Neruda cavilaba y protestaba. ¿Qué le pasaría a nuestro amigo? ¿Por qué no andaba con su pareja, como cada oveja? “¡Ay del solo!”, dice el Antiguo Testamento, y Neruda, poeta en el fondo antiguo, bíblico, patriarcal, venía a decir lo mismo. Nuestro amigo, el artista, el solitario, sonreía, acariciándose la barbilla, socarrón. Después de la muerte de Neruda, se emparejó para siempre con una mujer joven, bella, encantadora. Pensé muchas veces que el poeta se habría alegrado, que les habría dado su bendición. No sé qué habría dicho, en cambio, frente a parejas del mismo sexo. En más de algún sentido era tradicional, convencional, no sólo antiguo, sino también anticuado. Pienso que habría hecho alguna broma de gusto dudoso y que habría aceptado alguna forma de convivencia, pero acotada, limitada, con reservas de toda clase.
Por encima de cualquier otra cosa, Neruda fue poeta de la naturaleza y del amor. En los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, obra de su primera juventud, el cuerpo de la mujer forma parte del paisaje: es paisaje. “Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos. / Te pareces al mundo en tu actitud de entrega. / Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar al hijo del fondo de la tierra…”. Le pregunté una vez por la inspiradora de los Veinte poemas y me contestó que eran varias, respuesta que no me sorprendió. A Neruda le gustaba el Eterno Femenino. No se bañaba nunca en el mar, pero tenía catalejos y anteojos de larga vista en su salón de Isla Negra, detrás de mapamundis, sextantes, pisapapeles de cristal, y se dedicaba a mirar a las bañistas desde la protección de sus ventanales. Era, entre otras cosas, un voyeur decidido, un poeta mirón. Admiraba la belleza a distancia o entre sábanas muy próximas, en la penumbra, probablemente ante el resplandor del fuego de una chimenea. Era voyeur y visual, poeta del color, de la luz, de las formas, y sus mejores poemas de amor siempre tienen, por algún motivo, coloraciones rojizas. “¿En dónde te desvistes”, pregunta en su poema Las furias y las penas, “junto a un peruano rojo?”. No olvidemos que Matilde era pelirroja. No olvidemos la constante exaltación poética de la cabellera y de los pechos de Matilde, ¿rojizos también, bañados en una penumbra que venía de la cabellera?
Uno de sus amores juveniles fue Albertina Azócar, hermana del novelista, gramático, poeta circunstancial, coleccionista de enormes botellas de aguardiente, campeón del juego chileno de la rayuela, Rubén Azócar. Rubén era bajo, fuerte, de melena hirsuta. Albertina, cuando la conocí a comienzos de la década de los cincuenta, era una señora alta, apacible, que formaba parte del grupo de las inseparables de Delia del Carril, La Hormiga, y que estaba casada con un poeta de talento notable, Ángel Cruchaga Santa María. Ángel, entonces, era gravemente diabético, medio ciego, de pelo blanco y piel muy clara, y cada vez que tomaba un par de vinos, cosa no infrecuente, se ponía rojo como un tomate y entraba en un estado de locura pacífica. De la pasada relación entre Albertina y Neruda no se hablaba una palabra. Cuando el joven Neruda, que entonces todavía usaba su nombre civil de Neftalí Ricardo Reyes, fue nombrado cónsul de Chile en el Extremo Oriente, le escribió cartas plañideras a Albertina para que fuera a reunirse con él. Como no habló desde el primer momento y en forma explícita de matrimonio, Albertina se sintió ofendida. El poeta, desde la soledad de Rangún, en la ex colonia inglesa de Birmania, dio reiteradas explicaciones, pero Albertina desconfió. Pensaba, y tenía razones cercanas para pensarlo, que la gente de letras, poetas, novelistas, intelectuales, no eran personas seguras, ordenadas, estables. Se casó después con el más sensible, más delicado, más inseguro de los poetas, pero eso ya es harina de otro costal. Neruda se cansó de llamarla y conoció por aquellos días a Josie Bliss.
Todo el que haya leído el Tango del viudo, poema del amor loco, desesperado, desorbitado, heredero directo de las atmósferas extremas de Las flores del mal, pero tributario también, como su nombre indica, de la canción popular de América del Sur, sabe algo de Josie Bliss. Ella adoptaba ese nombre cuando se vestía como las inglesas y trabajaba en las oficinas coloniales, pero de noche tenía un nombre nativo, difícil de pronunciar; cocinaba comidas picantes, vagamente parecidas a las del sur de Chile, y practicaba ritos y sahumerios exóticos.Era bella, de piel oscura y ojos ardientes, desconfiada, celosa, y el poeta funcionario no tuvo más remedio que escapar en forma vergonzosa y escribirle un poema de despedida: “Oh, Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia / y habrás insultado el recuerdo de mi madre / llamándola perra podrida y madre de perros…”. Neruda, como lo cuenta en sus memorias, nunca pudo olvidar esa separación, ese corte brusco y en carne viva. “Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola…”. La prueba es que en los poemas de su vejez todavía menciona muchas veces a la Maligna o la Furiosa. Un día, sin pensarlo, cuando estábamos juntos en la Embajada de Chile en Francia, le conté que había conocido a una poeta francesa cuyo nombre de pila era José, detalle que no dejaba de sorprenderme.
“¡Y Josie!”, replicó el poeta de inmediato: “Josie es un diminutivo de José en inglés…”.
No tenía, en consecuencia, nada de qué extrañarme, y de paso quedaba demostrado que el poeta no olvidaba, que la herida seguía en su sitio, sin cicatrizar en forma completa.
No puedo imaginarme los amores de Neruda con Delia del Carril, a quien conoció en Madrid en 1935. Rafael Alberti, que se la había presentado, me contó que se veía pasar a Delia con el poeta, a los pocos días, en un coche descubierto, y que ella, la argentina de buena familia, para ser como él y sus amigos, por fidelidad, por amor, por lo que fuera, bebía chinchón seco del cuello de una botella. Conocí a Delia en su casa de Los Guindos, a fines de 1952, y ya era una mujer muy mayor casada con un hombre demasiado joven para ella. Pronto descubrí, por otro lado, que los amores con Matilde Urrutia eran más antiguos de lo que se creía. Matilde había sido cantante de profesión y había formado parte de un grupo de artistas jóvenes, de vanguardia, en el México de los años cuarenta. Había sido amiga, entre otros, del pintor brasileño Di Cavalcanti y de la pareja de músicos chilenos Armando Carvajal y Blanca Hauser. Parece que el poeta, en sus tiempos de cónsul general de Chile en México, conoció a Matilde en compañía de todos ellos. Cuando lo invitaban a alguna casa, siempre se las ingeniaba para pedir que también la invitaran a ella. Más tarde, en los primeros años de la década de los cincuenta, recuerdo almuerzos copiosos, abundantemente regados, en el jardín del fondo de la casa de Los Guindos. En más de alguna ocasión, el poeta, en lugar de partir a dormir su siesta habitual, desaparecía de repente en forma discreta, casi misteriosa. ¿Alguna reunión del partido, algún compromiso editorial? Después supe que La Chascona, la casa de los faldeos del cerro San Cristóbal, en la parte norte de Santiago, en el actual barrio de Bellavista, conocido en épocas anteriores como La Chimba, había sido construida para albergar sus amores secretos. Era una casa sin fachada visible, escondida en el fondo de un callejón, encaramada en el cerro, accesible por medio de un sistema de escalas difíciles de practicar. ¡Cómo habrán sido esos encuentros, esas comunicaciones en clave, esos amoríos diurnos! El poeta, acostumbrado a la persecución política, lector habitual de novelas negras, amante de los más variados misterios, teatral, lúdico, había llegado a tener necesidad de lo clandestino, de lo escondido.
Después, cuando sus amores salieron a la luz, Matilde y Pablo parecían la pareja perfecta. Andaban juntos para todos lados, se tocaban a cada rato, se miraban a los ojos. Ella le cocinaba o vigilaba la cocina de sus platos predilectos, le administraba con esmero sus botellas preferidas y, llegado el momento, se las retiraba sin que valieran protestas. Era un espectáculo divertido, algo así como una representación. Él escribía sonetos de amor en serie y cantaba las alabanzas de su amada pelirroja. ¿Podía serenarse para siempre, podía caer en la perfecta monogamia, en la completa condición doméstica, el poeta del Eterno Femenino, de la inquietud y la curiosidad insaciables? Todo indicaba que sí. Todo parecía señalar que el poeta del amor inspirado por “varias”, por la hija del boticario de un pequeño puerto del sur y a la vez por una estudiante de Santiago que era “la boina gris y el corazón en calma”, quedaba para siempre en el pasado. Confieso, sin embargo, que el asunto no me convencía del todo. Desde luego, el poeta vivía en un estado que podríamos llamar de curiosidad erótica permanente. Estaba atento a todos los amores y amoríos que se producían cerca. Se reía a carcajadas con las historias de una amiga común, mujer atractiva, emprendedora, libertaria, que durante una cena de verano había derribado una mesa, con gran estrépito y escándalo, debido a los malabarismos que realizaba con las piernas de su joven vecino.
Conocía toda la poesía de este mundo, pero amaba por encima de todo a los poetas del amor, del riesgo, de alguna forma de aventura: lord Byron, Pushkin, Lautréamont, Baudelaire. Las fotografías de su escritorio, las que formaban parte de su mundo más íntimo, eran de Baudelaire, Edgar Allan Poe, Walt Whitman, pero un poco más lejos había un Vladimir Maiakovski y un grabado de Pushkin. Conoció un día en la Embajada chilena a un descendiente directo del oficial ruso que mató a Pushkin en un duelo, un señor que tenía familia en Chile y cuyo segundo apellido era D’Anthès, como el nombre del ruso, y entró en una divertida y apasionada conversación histórico-literaria. Con el paso del tiempo, ser descendiente del asesino de Pushkin se convertía en un mérito. El personaje en cuestión quería obtener una recomendación para una empresa chilena y al comienzo estaba alarmado, pero después comprendió que cualquier relación con un gran poeta del romanticismo ruso lo favorecía. ¡Aunque fuera una relación familiar con su asesino! Al fin y al cabo, el duelo se había originado en un episodio amoroso. Otro de sus ídolos literarios, otro miembro predilecto de su constelación de grandes poetas de todos los tiempos y todos los lugares, era el conde de Villamediana, también asesinado por cuestiones de amor y por habladurías de corte.
Yo tenía la impresión de que el poeta se enamoraba de cuando en cuando y de que sus amores nuevos no excluían del todo a los amores antiguos. Eran licencias poéticas, configuraciones poéticas de la memoria. Había defectos que detestaba, como la mezquindad, la avaricia, la sequedad del alma, y sospecho que en ninguna clase de pasión amorosa encontraba verdaderos defectos. Se enamoraba de otras y mantenía alguna forma de fidelidad con la Terusa de sus años de estudiante, con la hija del boticario, con Josie Bliss, con todas ellas. Hacia mediados de los años sesenta empezamos a ver en su casa de Isla Negra a una mujer joven, rozagante, que siempre estaba sentada en un rincón del comedor o del bar y que hablaba muy poco. Se sabía que era sobrina de Matilde y que había llegado a vivir en la casa de Isla Negra con una hija suya de no más de seis o siete años de edad. Después, hacia 1970, el año de la campaña presidencial en la que Neruda fue precandidato por el partido comunista y en que ganó las elecciones Salvador Allende, desapareció de la casa. Las malas lenguas dijeron que Matilde la había sorprendido con el poeta y que la había expulsado de Isla Negra con cajas destempladas. Yo no supe nada en forma directa y no me consta nada. Fui enviado a Cuba en misión diplomática, con visible disgusto por parte de Pablo Neruda, ya que estaba empeñado en que lo acompañara a Francia como ministro consejero. Salvador Allende acababa de comunicarle su nombramiento de embajador, y él emprendía esta nueva aventura con algo de curiosidad, con un relativo entusiasmo, pero con no poca inquietud. Yo me reía. “¿Por qué te interesas tanto en que te acompañe en París?”, le pregunté. “Porque necesito un ministro consejero”, contestó, “con el que pueda decir chacha, hueviche…”. Eran palabrotas con sílabas cambiadas, ya que el poeta detestaba las palabras malsonantes.
Las cosas quedaron ahí. Cumplí una misión accidentada y me sentí contento de aterrizar una vez más, al cabo de todo el recorrido, en los salones y las oficinas del 2 de la avenida de la Motte-Picquet, a un costado de la cúpula y de los pabellones suntuosos de los Inválidos. Al tercer o cuarto día, recibía la correspondencia mientras el poeta se paseaba por mi oficina como león enjaulado.
 Ya estaba enfermo, tocado, y esto se notaba sobre todo en su color y en su mirada, que ya no era la misma de antes. Me encontré con un sobre escrito con tinta negra, dirigido a mí y que sólo indicaba la dirección, no que se trataba de la Embajada chilena. “Todos estos sobres son para mí”, me advirtió de inmediato el poeta, y se lo pasé sin comentarios. En aquellos días de 1971 hablamos de muchísimas cosas, pero nunca tocamos el tema de la misteriosa autora de aquellas cartas. El poeta, sin embargo, en algún paseo por librerías anticuarias o por el Mercado de las Pulgas, me confesó que mientras más viejo se ponía, más erotizado e inquieto con las mujeres se sentía. “Más caliente me pongo”, dijo, para ser textual y no andar con rodeos. Me encogí de hombros con una sonrisa y con tristeza disimulada. Al final de una larga mañana del mes de octubre, después de horas de asedio periodístico, el poeta supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura. Se produjo una invasión inmediata en el caserón de la Motte-Picquet. Los primeros en llegar fueron Louis Aragon, Jean Marcenac y su mujer, y nuestro amigo chileno Mariano Puga Vega. Pronto se produjo una segunda avalancha: la de los telegramas, télex, llamadas por teléfono. Uno de los telegramas venía dirigido a mi nombre desde Chile y era una explosión de amor, de alegría eufórica. Entré a la sala de estar que el poeta se había arreglado en el segundo piso, llena de objetos que formaban parte de su mundo: aparatos marinos, libros, un mascarón de proa, un gran león de peluche o algo parecido, naturalezas muertas y arpilleras de las tejedoras de Isla Negra. El poeta estaba sentado en un sillón, junto a su león de mentira y a un brasero de cobre del cual ya desbordaban los telegramas y los saludos. “Esto es para ti”, le dije, y el poeta leyó y se guardó el telegrama en un bolsillo. El poeta tenía color de cera, pero supongo que las cartas semanales, unidas a ese telegrama, eran una vitamina poderosa, una ráfaga de vida profunda. ¿Cómo serán las respuestas del poeta? Deben de ser un tesoro escondido, una maravillosa correspondencia del amor otoñal. Pero no me propongo entrar en averiguaciones. Prefiero dedicarme a mis asuntos y que el tiempo disponga.
Calculo que el poeta trató de organizar un viaje de su amada a París. Me propuso varias veces que arrendáramos una garçonnière en medias, pero no le hice mayor caso. La situación chilena se complicaba a ojos vista, y la salud de Pablo Neruda, como si estuviera en consonancia con el país, declinaba. Tuvo dos operaciones en una clínica de allá y me ocupé de la Embajada como encargado de negocios. A todo esto, la correspondencia secreta no cesaba. Yo buscaba las huellas de esta historia en la poesía de aquel periodo, pero nunca me parecieron evidentes. Es probable que también haya poemas secretos, guardados en alguna parte. “¿Qué será la muerte?”, me dijo el poeta un día: “¡Qué cosa más rara!”. Había visto en un rincón de Le Figaro la noticia de la muerte del ex presidente Leoni de Venezuela de cáncer de próstata y me había dicho, pensativo: “Tenía la misma edad mía”.
No supe más, pero me imagino que el poeta regresó a Chile enamorado y murió enamorado. Como había vivido. Una tarde recibí en mi oficina una llamada desde el único teléfono que existía entonces en Isla Negra, el de la hostería Santa Elena. Me imaginé al poeta corriendo con paso tardo a la cabina y a la señora Elena, la dueña, sentada en su trono, debajo de llaves y de emblemas. “¡Vente!”, me decía la voz más animada del poeta: “¡El mar está maravilloso!”. Más no supe ni podía saber. Pero el poeta regresaba a su punto de partida; era, como dijo el mejor de sus críticos, un viajero inmóvil. Cuerpo de mujer, pensé, blancas colinas, muslos y mares…

ELPAÍS
15 de septiembre de 2002



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