miércoles, 31 de agosto de 2011

Elena Poniatowska / Julio Cortázar, el escritor más querido


Julio Cortázar
Fotografía de Sara Facio

Elena Poniatowska
el escritor más querido de América
 
En 1954, Carlos Fuentes me dio una tarjeta suya (de esas que se llaman de visita) para entrevistar a Julio Cortázar en París. Había publicado Bestiario. La tarjeta era tan cariñosa que con tal de no entregársela a Julio dejé de entrevistarlo. ¡Tonta de mí! Lo haría años más tarde, en México, con Margarita García Flores, en la editorial Siglo XXI, de Arnaldo Orfila Reynal, su amigo y editor. Y en el Hotel del Prado, cuando Cortázar era paladín de las revoluciones de Cuba y de Nicaragua, y cuando el Tribunal Russell, que juzgaba los crímenes cometidos en Chile por Pinochet, sesionaba en los salones de candiles de ese hotel que desapareció con el terremoto de 1985. ¡Cuántas cosas desaparecidas, cuántas casas que ya no existen!
Cortázar era miembro activo de Amnistía Internacional, asociaciones de Derechos Humanos, frentes democráticos de defensa del pueblo, frentes de liberación nacional y otras causas revolucionarias de los pueblos de Centroamérica y de América Latina, como la de El Salvador, la de Nicaragua, la de Cuba. Para entonces los críticos habían declarado que su fabulosa novela, Rayuela, era a América Latina lo que el Ulises de Joyce a Europa. La figura tierna y entrañable de Cortázar se había convertido en un personaje central de nuestra cultura. Ya para entonces Antonioni había filmado Blow up, basado en su cuento “Las babas del diablo”, que forma parte de su libro Las armas secretas, que data de 1959. Ya para entonces, Fuentes decía que era el único hombre sobre la tierra que había encontrado la fuente de la eterna juventud, que rejuvenecer cada noche al poner su cabeza sobre la almohada era su enfermedad y que ojalá y pudiéramos contraerla todos.
En realidad, Julio murió de leucemia a los 69 años en el Hospital Saint Lazare después de 10 días de cama, y seguramente la muerte de su mujer, Carol Dunlop, 30 años menor que él, aceleró la suya, porque la extrañaba demasiado. Su último libro, Los autonautas de la cosmopista, lo escribió con ella, y cuando los vi en París, asoleados y felices, estaban a punto de emprender este viaje en una especie de tráiler, que en la noche estacionarían en los campos para vacacionistas a lo largo del camino. La tienda de campaña, los garrafones de agua, las bolsas de plástico, aguardaban en el corredor. Carol, autora de Mélanie dans le miroir, era fotógrafa y estadunidense, pero curiosamente se había nacionalizado canadiense. Aunque Cortázar se casó antes con Aurora Bernárdez y con Ugné Karvelis, el amor que pareció darle mayor felicidad era el de esta joven de pelo cortado a la Jean Seberg: Carol Dunlop. Julio la sobrevivió dos años, pero uno tenía la sensación de que habría querido irse con ella.
Desde 1951 vivía en París, cosa que le dio mucho coraje a sus compatriotas. François Miterrand dio en 1981 la nacionalidad francesa a ese argentino, nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914, alto, flaco y desgarbado, para quien no había abrigo suficientemente largo ni zapatos suficientemente grandes; quien amaba el jazz y a quien los jóvenes de Francia y de América Latina convirtieron en ídolo, así como habrían de canonizarlo los revolucionarios de los años 50 y 60. Nicaragua tan violentamente dulce y otros libros acerca del proceso revolucionario y las amenazas permanentes en contra de nuestros países de América Latina habrían de ser los temas cercanos a su corazón.
También lo entrevisté con Carol Dunlop en París en su departamento en la 9 Place du General Beuret. A lo mejor no es exacta la dirección, pero el hechizo de esa tarde en estado de gracia aún perdura y es uno de mis mejores recuerdos.



¿Cronopios o piantados?
-¿Qué noticias me da de Luis Sandrini?
La pregunta surge en un corredor del Hotel del Prado. Julio Cortázar se inclina -siempre se inclina- sobre su interlocutor, un señor calvo.
-No sé nada de él... Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?
En la editorial Siglo XXI, tras las puertas vidriadas, otro calvito de anteojos, con una pila de libros bajo el brazo, aguarda un autógrafo. Cuando Julio se dispone a firmar, el calvo murmura algo acerca de Luis Sandrini.
Sale del cubículo y le pregunto a Julio:
-¿Qué tienes tú que ver con Luis Sandrini?
-Nada.
-¿Entonces?
-Por lo visto México está lleno de cronopios (ríe).
-O de piantados... ¿No te parece extraño?
-Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo a una señora que me persiguió para felicitarme sudorosa y efusiva: "¡Me encantan sus cuentos, me fascinan y a mi hijo también. ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry el Aceitoso?" Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado a escribir un cuento con Harry el Aceitoso.
-¿Y en que otras tentaciones caes?
-En muchas.
Ríe y sus dientes (los dos de en frente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche, como eran los de Diego Rivera. Si lo pienso bien, todo Julio es de leche; es alimenticio, es bueno, calienta el alma, y se deja ordeñar por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores, asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.

''Quería ser marino''
-¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Esas interesan muchísimo a todas tus enamoradas, que son legiones en México!
-Los recuerdos de la infancia y de la adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño.
-¿Por qué?
-Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional, que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás. Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos; entusiasmado se lo presté a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: "No, esto es demasiado fantástico", dijo.
-¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el porqué de las cosas?
-No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves -deja caer las manos-, no fui marino, fui maestro.
-Entonces, ¿tu infancia fue cruel?
-No, cruel no. Fui un niño muy querido e inclusive esos mismos compañeros que no aceptaban mi visión del mundo sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.
-¿No te dio seguridad ser alto?
-No, porque se burlan de los altos.
-Yo creía que ser alto da mucha seguridad.
-Pues estás equivocada -se anima. Hay un cuento que me proyecta mucho: Los venenos. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido. Este cuento, “Los venenos”, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban, y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.

''Me interesan mucho los niños''
-Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y, sobre todo, sufrientes.
-De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo, De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños. No he tenido hijos, pero amo profundamente a los pequeños. Creo que soy muy infantil, en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos, muy buena. Los que sí no me gustan nada son los bebés; no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.
-Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, porque son auténticos.
-Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de “La señorita Cora”, la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18, 20 años, eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. “La señorita Cora” es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.
-¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?
-Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.

Las nubes nos provocan inventar historias
-De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes, etcétera?
-Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como me fascinaron las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía, tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo, Elena, un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: "¿qué le encuentras a un diccionario?".
-Todo... Tu madre, Julio, ¿no tenía imaginación?
-Mi madre fue muy imaginativa, con una cierta visión del mundo. No era muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos un juego: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes, en inventar grandes historias. Esto sucedía en Banfield. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes. En mi casa había una biblioteca y una cultura.
-¿Medianita?
-Si tú quieres mediana. Mis amigos eran hijos de obreros, gente muy pobre.  
-¿Tú crees que el hecho de haber vivido entre hijos de obreros y pobres influyó en que ahora te preocupes por los problemas de miseria e injusticia en América latina, y formes parte del tribunal que juzga los crímenes de guerra de la junta militar en Chile, por ejemplo?
-No creo que haya influido de manera directa, pero sí creo que fue una fortuna subliminal vivir una infancia pobre con niños pobres, porque después entré a una clase pequeño-burguesa muy definida.
-¿Por qué dices que fue una fortuna subliminal vivir entre pobres?
-Porque esto me marcó definitivamente y para bien.
-¿Como escritor?
-También, porque cuál es el problema que se refleja en muchos escritores latinoamericanos. No me gusta citar nombres, y no lo acostumbro, pero Eduardo Mallea, por ejemplo, no tuvo contacto directo con su propio pueblo y cuando hace hablar a sus personajes populares, su visión es artificial y demuestra que ignora totalmente la manera de vivir de esa gente. Es un ejemplo parcial, pero así como Mallea hay muchos escritores latinoamericanos cuya primera educación no les ayudó a entender mejor las cosas que más tarde se les escapan definitivamente.
-¿La realidad de su país?
-Sí. Creo que mucho de mi conocimiento de la realidad de América Latina, su rebelión y su desamparo, se la debo a mis amigos hijos de obreros.
-Julio, y tu afán por Europa, ¿cuándo se manifestó? ¿Cuándo decidiste instalarte en Francia? ¿Eras europeizante como todos los argentinos?  Eres cultísimo, como suelen ser los intelectuales.
-Creo que fui un esteta.
-Eres.
-Soy. Me encerré durante años a leer; no hablaba con nadie. Durante mi juventud fui misántropo; me metí en el mundo de la cultura y de la estética. Eso duró muchos, muchos años. Leía, sólo leía. Y escribía, sin publicar, por orgullo, porque sabía que lo mío era bueno.
-¿Tan bueno como lo de Borges?
-Distinto. Borges es admirable.

La influencia de Edgar Allan Poe
-¿Hiciste cuentos por seguir a Borges, gracias a su influencia?
-Más bien los escribí por Poe.
-¿Por eso lo tradujiste?
-Eso fue casi una fatalidad. De niño desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal, al mismo tiempo. Los leí a los nueve años, y por él viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde, en la adolescencia. Pero me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento. Ya adulto, me preocupé por completar mis lecturas de Poe, es decir, leer los ensayos, que son poco leídos en general, salvo los dos o tres famosos -el de la filosofía de la composición-. Francisco Ayala, en la Universidad de Puerto Rico, muy amigo mío en Argentina, se acordó de nuestras conversaciones y me escribió preguntándome si yo quería hacer la traducción. Hice la primera traducción total de la obra de Poe, cuentos y ensayos que tampoco estaban traducidos. Fue un trabajo enorme. Duró mucho tiempo, pero fue magnífico, porque ¡hay que ver todo lo que aprendí de inglés traduciendo a Poe!

El traductor
-¿Esto lo hiciste en Argentina?
-No, ya en París. Dejé Argentina en 1951 y me instalé definitivamente en París. Tenía 37 años. Gran parte de mi vida había transcurrido en Buenos Aires y me llevé mi casa a cuestas: Argentina. Justamente en el año en que me fui de allá hice la traducción de Marguerite Yourcenar que tanto te interesa, Elena. Yo me iba a Europa a la aventura, sin dinero, y naturalmente necesitaba conseguir todos los recursos de vida posibles. Tenía bastante experiencia como traductor. Hice muy buenas cosas, muy buenas; traduje a Chesterton, a André Gide, la vida y las cartas de Keats, en fin, tenía un buen background como traductor. Siempre me gustó traducir. Por eso busqué traducciones para hacer en Europa y mandar a Buenos Aires. Como la Editorial Sudamericana ya había publicado mi librito Bestiario, justamente en el momento en el que me fui de Argentina me dieron a elegir entre unos cuatro libros. Vi Memorias de Adriano, que había leído en francés y me había fascinado, y se los pedí; exigí, además, un plazo largo para hacerlo, porque sabía que ese libro había que hacerlo bien. Incluso empecé a trabajarlo en el barco que me llevó de Buenos Aires a Marsella; releí el libro, intenté distintos enfoques de la traducción, la fui trabajando. La traducción de Memorias de Adriano la hice en París, se publicó, y la crítica siempre ha dicho que se trata de una buena traducción. A Marguerite Yourcenar nunca la he visto, salvo en una pantalla de televisión.
-¡A mí me parece extraordinaria! Me llama más la atención mucho más que Simone de Beauvoir. Posee su mundo propio; es más creadora.
-¡Son dos mundos distintos! El de Simone de Beauvoir es el mundo problemático contemporáneo, y el de Marguerite Yourcenar es una reflexión sobre la humanidad en su conjunto a través de figuras como Adriano o el personaje principal de Obra en negro (L'oeuvre au noir).
-Y cuando traducías, Julio, ¿no tuviste la sensación de estarle quitando tiempo a tu obra personal?
-No, nunca tuve esa sensación, porque en esa época tenía mucho tiempo y siempre he tenido gran capacidad de trabajo cuando tengo ganas de hacer algo. En esa época era absolutamente desconocido, de manera que tú ni nadie venía a entrevistarme, a tomarme fotos, a pedirme autógrafos, y no me llegaba correo de un metro cúbico semanal. Es decir, era verdaderamente una persona que vivía la vida que siempre me gustó vivir, la de un solitario, en la que dedicaba medio día a ganarme la vida traduciendo para la UNESCO y me sobraba el resto del día para leer y escribir.

Siempre solitario
-Un poeta mexicano, Alejandro Aura, escribió en contra de los solitarios: "La soledad de los solitarios es una porquería". Y también dijo: "De pronto sonríen -sin motivo aparente- y su mirada de borrego suena como una campana de leproso que aleja a los demás''.
-Pues a pesar de tu amigo yo seguiré siendo solitario.
-Si te dejan.
-Si me dejan. Ahora me resulta difícil, aunque cuando quiero aislarme tomo un tren a Londres y allá vivo completamente solo -allá no me conocen- durante el tiempo necesario. A mí me gusta hablar con la gente, Elena, y descubrí ese placer muy tarde. Pasé cinco años como profesor de secundaria en un pueblo, en el campo; luego me fui a Mendoza, a la Universidad de Cuyo, a impartir cátedras a nivel universitario.
-Pero ¿qué estudiaste?
-Te lo dije: soy maestro. Me recibí en la Escuela Normal Mariano Acosta de Buenos Aires, estudié el profesorado en letras, ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras; al año la dejé para irme al pueblo de provincia del que te hablé. Fueron mis años de mayor soledad. Fui un erudito. Toda mi información libresca es de esos años. Mis experiencias fueron siempre literarias. Vivía lo que leía, no viví la vida. Leí millares de libros, encerrado en la pensión; estudié, traduje. Descubrí a los demás sólo muy tarde.
-¿Y ahora por qué dedicas tanto tiempo a la gente?
-Porque no puedo evitarlo. Yo no sé hasta qué punto uno se conoce a sí mismo; muy poco, probablemente. Pero de lo que estoy convencido es de que si yo me hubiera quedado en Argentina y hubiera hecho una carrera equivalente a la que hice en Europa, después hubiera sido el mismo. Desde niño he tenido un sentimiento muy profundo de mi prójimo como persona. Lo que no tenía era el sentimiento de mi prójimo como colectividad, como historia -eso lo aprendí con los cubanos-; pero en el plan individual, la tristeza de alguien que está cerca de mí es como la tristeza de un animal, hago cualquier cosa por aliviar su pena. No puedo ver sufrir a un gato, a un perro; no lo acepto. Por tanto, un hombre, una mujer...

Ayudar a los demás no es pérdida de tiempo
-¿Y no tienes la sensación de pérdida de tiempo? Perdona, Julio, que insista en el tiempo, pero últimamente me obsesiona.
-Mira, he perdido tanto en mi vida que sería una hipocresía considerar que una acción, en el sentido de aliviar una situación de pena o enfermedad, pueda considerarla una pérdida de tiempo. De ninguna manera. No, no, no. Yo sé que hay cosas que me hacen perderlo. En París, por ejemplo, en este momento los problemas cotidianos de los chilenos, los argentinos, los uruguayos, que llegan expulsados, sin dinero, desconcertados, muchas veces sin conocer el idioma en un país que les parece hostil, porque todavía no tienen los contactos necesarios; entonces yo hago lo imposible por darles amigos, aclarar su situación, acompañarlos. Para mí eso no es pérdida de tiempo. Es igual que si estuviera escribiendo un libro.
-¿Sí?
-¡Claro! Es un libro que no se publicará, pero eso no tiene ninguna importancia.
-¡Ya estarás como Arturo de Córdova!
-¿Qué es eso?
-Es un actor yucateco, muy cursi, que concluía todos los diálogos de sus 28 mil 970 películas con una frase: "no tiene la menor importancia".
-Mira, Elena, yo carezco del reflejo del escritor profesional que, en general, es egoísta, aunque reconozco que hay que serlo en algunos casos. Cuando me encuentro trabajando en un cuento y estoy posesionado por la historia y por la forma en la que la voy resolviendo, en ese momento cierro mi puerta con doble llave y no atiendo a nadie. No contesto el teléfono. Pero antes y después, estoy lo más abierto posible.
-El lema de Guillermo Haro es: "perezcan los débiles y los fracasados y ayudémosles a desaparecer, y que éste sea nuestro primer principio de amor al prójimo".
-Oye, yo ya estoy bastante viejo para saber al cabo de 10 minutos de conversación con alguien si es un fracasado, un parásito o un profesional de la ayuda ajena, y estas especies las detecto rápidamente; desde la niña a quien le gustaría acostarse con el escritor famoso simplemente porque cree que esto la va a ayudar, o porque le gusta. Tengo suficientes antenas para comprenderlo, y con gente así no pierdo el tiempo, aunque soy lo bastante cortés para detectarlo en cinco minutos y no volver a verla. En cuanto a los débiles, no puedo responderte lo mismo, porque no tienen la culpa de serlo. Se puede ser débil por muchos motivos. Imagínate que un mecánico en Chile ha salido de su país, ha llegado a París. Ese hombre, en relación con la sociedad francesa a la que entra, es débil, aunque esté lleno de fuerza. Lo es porque se encuentra completamente desarmado: no conoce el francés, nadie le dará trabajo, va a tener problemas con los sindicatos. A esa persona la ayudo, porque no es un verdadero débil. Si tú le das un chance, lo conectas con un garage, si entra de mecánico y empieza a demostrar que sabe hacer el trabajo, en 15 días ese señor dejará de ser débil; es un hombre con sueldo, habitación y que empieza a vivir. ¿Cómo no hacer algo por él?
-Julio, ¿tu capacidad de trabajo sigue siendo tan grande? ¿Trabajas durante muchas horas?
-No, y a medida que va pasando el tiempo cada vez menos. Cuando empiezo un libro -hablemos de una novela, que es un trabajo más continuado- y tengo una necesidad imperiosa de escribirlo, tardo muchísimo en decidirme a empezarlo; doy vueltas como un perro alrededor de un tronco de árbol, a veces semanas y meses, hasta que, finalmente, la cosa empieza, es evidente, lo sé por experiencia, porque siempre me sucede lo mismo. El primer tercio del libro avanza a empujones; entro en una etapa de trabajo continuo y finalmente me olvido de comer y de dormir. Me acuerdo muy bien cuando escribí Rayuela; fue escrito en estado tal de posesión que no lograba alejarme de la mesa de trabajo.

Los premios siempre fue novela
-¿Y conservas esa misma capacidad de enloquecimiento?
-Sí, sí, fíjate que en El libro de Manuel escribí las últimas 50 o 60 páginas de un tirón, hasta el final; así, las escribí tomando mucho alcohol, completamente solo. De una sentada.
-¿Y para ti tomar mucho alcohol significa una botella de whisky diaria?
-No, de ninguna manera, significa tomar -bueno, si quieres precisión- seis whiskys, pero en mí no es una costumbre sistemática ni mucho menos.
-Según declaraste en alguna ocasión, Los premios empezó siendo un cuento. ¿Hiciste la novela a partir del cuento? ¿Te ha pasado lo mismo con alguna otra obra; construirla de una manera azarosa?
-¡Jamás he hecho esta declaración! Es absolutamente falsa. Si hay un libro que empezó como novela es Los premios, aunque de alguna manera está dicho en una pequeña nota que hay al principio o al final del libro. Hacía yo un viaje en barco desde Marsella hasta Buenos Aires -21 días en tercera clase, lo cual no era muy cómodo-; de todas maneras, mi mujer y yo teníamos una pequeña cabina y la gente que viajaba no era nada simpática. Tú sabes, es cuestión de azar; en algunos viajes uno es muy feliz porque encuentra cuatro o cinco personas con las que se entiende, pero ahí no había realmente nadie. Entonces mi mujer se dedicaba a leer y a tomar el sol en el puente, y yo tuve ganas de escribir esa novela que venía rondando y el momento era perfecto, porque era una cabina solitaria, tenía una máquina de escribir portátil, y empecé. Creo que al llegar a Buenos Aires había escrito algo así como 100 páginas.
Revolución personal
-Tu idea de la revolución, Julio, es singular, porque siempre te has manifestado por la revolución individual, la que empieza por uno mismo, desde dentro, y obviamente estás personalizando, lo cual resulta inaceptable para los partidos comunistas tradicionales. Has manifestado en varias ocasiones que el hombre debe nacer nuevamente y que la revolución debe dar a luz a un nuevo hombre, ¿o no?
-¡Claro! Lo que yo creo, y busqué decir en El libro de Manuel, es que mi sentimiento de una revolución socialista, como la entiendo para América Latina, comporta un doble proceso no consecutivo, sino simultáneo.
''Hay quienes piensan que por lo pronto hay que hacer la revolución -es decir, acabar con el imperialismo yanqui, los gorilas, los militares, tomar el poder e implantar el socialismo en el país-, y ya después habrá tiempo para iniciar los planes de cultura, el perfeccionamiento humano.
''Desconfío. Creo que si en el ánimo de esos revolucionarios no existe el deseo de que simultáneamente se le pida a cada individuo que dé lo mejor de sí mismo, que se busque a sí mismo, se explore, haga su autocrítica, que no vaya a la revolución lleno de prejuicios, sino que ésta sea una manera de despojarse de sus ropas viejas, esta revolución fracasará.
''En el fondo, esta visión del hombre nuevo era idea del Che. No es una idea abstracta o teórica para un futuro lejano, sino que tiene que darse simultáneamente. Para decirlo con una imagen: siempre he sostenido que hay que hacer la revolución de afuera hacia adentro y de adentro hacia fuera en todos los planos...
(Cuando a Cortázar le interesaba subrayar algo levantaba la voz y separaba cada una de las sílabas, recordando sin duda sus tiempos de maestro.)
''Hay que acabar con nuestros enemigos, pero también con los enemigos internos que cada uno lleva. Fíjate lo que sucede con una revolución socialista. Después de una tarea infinita, del sufrimiento monstruoso de gente heroica que se ha hecho matar, se llega al poder y simplemente porque cuatro o cinco o seis dirigentes no han hecho su autocrítica, se instala en el poder, por ejemplo, un puritanismo de las costumbres -digamos desde el punto de vista sexual- casi victoriano. Eso no lo acepto, porque me parece una revolución fracasada. El hombre va a seguir siendo prisionero de sus tabúes, sus inhibiciones, sus imposibilidades. ¿Para qué diablos le sirve el socialismo? Para nada.''
-Pero Julio, ¿acaso en Rusia no hay puritanismo?
-Rusia no, Unión Soviética.
-No sé por qué he seguido diciendo Rusia y San Petersburgo.
-Elena, claro que hay puritanismo, por eso estoy lleno de crítica respecto de la situación actual de la Unión Soviética. Estoy muy lejos de aprobarla en su conjunto. Si esta pregunta me la hubieras hecho en 1930 -cosa históricamente imposible- te hubiera respondido: ''Rusia -ahora sí, Rusia- sale de sus tinieblas medievales, de ese zarismo en que el mujik era una especie de animal mandado a latigazos, un analfabeta total con todos los prejuicios concebibles. En 10 años no se puede pedir milagros". De la misma manera que tampoco a los cubanos se les podía pedir que a los tres o cinco o siete años de revolución, Cuba fuese el paraíso. No lo es, y ellos son los primeros en saberlo y saben que hay mucho qué combatir.
''Pienso que el trabajo del intelectual es estar en primera fila en ese combate, es decir, no dejar que se duerma esa especie de sentimiento de que todos los días hay que dar la batalla, que todos los días, al levantarse un individuo que se cree revolucionario, debe preguntarse: 'Bueno -para citarte un ejemplo-, ¿pero es que yo tengo derecho a proceder así con mi mujer? ¿Tengo derecho a hacer esta discriminación? ¿Tengo derecho a aplicar ideas que ya están muertas, contra las cuales he luchado, por las cuales he sufrido? ¿Para qué sirve el triunfo de la revolución?' ¡Así no sirve, Elena! No sé si me explico.''
-¡La Revolución Mexicana nada hizo por las mujeres, salvo preñarlas como escopetas de retrocarga, lo cual en cierta forma ayudó, ya que murieron un millón de mexicanos! Pero nada cambió. Incluso ahora. He asistido a algunas reuniones del PC en la que participan hombres y mujeres y los hombres ordenan: Compañeras, háganse un cafecito, compañeras, agénciense unas tortas, o sea, que devuelven a la mujer a su papel inicial. En Cuba, por una película posrevolucionaria, Lucía, vi que también es la mujer la que le sirve la cena al marido.
-Lo sé y el primero en darse cuenta ha sido el propio Fidel Castro. El y todos sus compañeros de insurgencia vieron que la mujer, que había luchado heroicamente en la Sierra Maestra -y Fidel conoce bien sus nombres-, en el momento de ocupar los puestos importantes y dirigir al país quedaron marginadas, y en el plano privado, en cada casa volvieron a la cocina. Este es un problema de educación y creo que Cuba está luchando en ese sentido y en pocos años el problema quedará liquidado, porque tú sabes bien cómo son inteligentes los cubanos y cómo están politizados.
''En la actualidad la mujer cubana es perfectamente capaz de discutir mano a mano con cualquier hombre. Si tu viste Lucía, película destinada a los guajiros y que se exhibió en los pueblecitos y en los campamentos donde la gente ha sido alfabetizada hace muy pocos años, el grado de maduración es lento. La película lucha contra el machismo, que es una de las plagas de América Latina.
''Aquí en México, en Cuba, en Argentina, en Perú, en todos lados, somos los grandes machos y las mujeres están cosificadas implícita o explícitamente y dejadas a un lado en el sentido que tú lo señalabas, Elena: 'haz un café'. La mujer hace el café, prepara los frijoles mientras el señor fuma su tabaco y platica de política con sus amigos. Bueno, pues esto no puede ser. ¡Está bien que las mujeres hagan los frijoles, porque ustedes los hacen mejor que nosotros, pero eso no impide que los hombres los hagan también y laven después los platos en que los han comido! No sólo pueden, sino que deben.
''En una sociedad socialista: hombre y mujer tienen que ser realmente la pareja, no la despareja. Lucía provocó en Cuba -lo supe por amigos cubanos- reacciones muy curiosas, porque este episodio del marido celoso que encierra a su mujer y no la deja hacer nada, fue bien comprendido en la ciudad y todo mundo tomó partido por la chica; pero sé que en algunas regiones del campo, el público tomaba partido por el marido e incluso las mujeres alegaron: 'Sí, sí, él tiene razón, la mujer debe quedarse en casa. ¿Para qué va aprender a escribir?' ¡Así es que fíjate el trabajo que queda por delante!

Ayudar a Cuba es criticar su sistema social fraternalmente
-En alguna ocasión Elena Garro exclamó levemente indignada: ''¡Antes, cuando un hombre tenía una amante, le regalaba diamantes. Ahora, le busca empleo en alguna oficina de gobierno!" Julio, para cerrar el capítulo de Cuba quisiera que nos dijeras por qué firmaste con una serie de intelectuales una protesta en el caso del poeta Heberto Padilla, para escribir después una carta de amor en la que llamas a Cuba ''lagartijita" y le rascas la nuca.
-Caimancito, no lagartijita. En dos palabras, es una historia muy vieja que ya no tiene ningún interés porque se solucionó perfectamente a pesar de la opinión de los reaccionarios que se imaginaban que a Padilla lo iban a fusilar de un día para otro, cuando él está viviendo como uno de nosotros; pero lo que no hay que olvidar es que hubo dos episodios vinculados con Padilla: dos. Antes hubo un problema con la publicación de un libro suyo que suscitó nuestras críticas y que a mí me tocó aclarar con mis compañeros cubanos: el derecho del artista a decir su palabra dentro del contexto de la Revolución Cubana.
''Después se produjo el episodio definitivo -déjalo bien asentado-: lo que yo firmé fue una carta muy breve en donde le pedíamos al comandante Fidel Castro que tuviera la gentileza de darnos información acerca de lo que estaba sucediendo con Padilla en Cuba, porque en Europa sólo sabíamos que estaba preso, y eso nos inquietaba y nos parecía excesivo ante lo que no pasaba de ser un problema intelectual. Esta fue nuestra primera carta.
''La segunda carta que yo no firmé -y esto, Elena, quiero que los subrayes- fue insolente, malévola y paternalista, en la que los europeos, y mucho latinoamericanos pretendían darle lecciones a Fidel Castro, decirle 'usted tiene que hacer esto y no tiene que hacer lo otro', como si fuera un niño. Esta carta explicó muy bien la reacción tan violenta del gobierno cubano, y aquel famoso discurso de Fidel en que hubo una ruptura con todos los intelectuales europeos y latinoamericanos que habían estado viajando constantemente a Cuba.
''En lo personal sigo defendiendo de A a Z la posición que tuve en ese momento. Sé que esta declaración no agradará a muchos compañeros cubanos que preferirían una mayor flexibilidad, pero sigo creyendo que la única manera de ayudar a Cuba es haciéndolo críticamente, fraternalmente, pero sin caer en maniqueísmos o en posiciones extremas. Yo no lamento lo que sucedió, me creó problemas sentimentales, vi alejarse a muchos amigos cubanos y no cubanos, asistí a una oleada de pequeñas venganzas de resentidos que aprovecharon la oportunidad para declarar su fidelidad incondicional al régimen cubano, como si mis amigos y yo, al tener una actitud crítica, fuésemos traidores; y, finalmente, me consta que los dirigentes cubanos terminaron por ver la situación con mucha claridad.
''La mejor prueba de ello es ese texto, al que tu aludes, que es un poema escrito en un ataque de desesperación y de amor a Cuba, que se llama: “Policrítica a la hora de los chacales”, que se publicó en la revista de la Casa de las Américas, en La Habana. Además no hay que personalizar, no se trata de mí sino de mi actitud intelectual que apoya a Cuba, pero no incondicionalmente. Yo no apoyo nada de esta forma porque las revoluciones están hechas por hombres y sujetas a críticas, equivocaciones, titubeos. Yo no soy nadie para dar soluciones y nunca las he dado, pero sí puedo señalar disconformismos y posiciones... Oye, me haces hablar demasiado.''
(La entrevista fue larga y se reanudó la última vez en el departamento de su amigo Daniel Waskman, en la avenida Amsterdam. Recuerdo una cena en el restaurante Bellinghausen, con Octavio Paz; un encuentro en Coyoacán, con Bárbara Jacobs, Tito Monterroso, Guillermo Schavelzon, editor de Cortázar; recuerdo una conversación entre Italo Calvino, su amigo, y él, ambos cálidos y deslumbrantes; recuerdo cómo Beatriz Ballina le tendió su libro Rayuela y él le dijo: ''Da gusto firmar un libro tan leído". Ahora sé que el compromiso político y el arte narrativo de Julio Cortázar eran parte de su vida así como la altura y la sonrisa conformaban su aspecto humano. Nunca se mostró distante, nunca hubo una barrera entre él y sus lectores, al contrario, respondió todas las cartas y repartió los abrazos que todavía hoy sentimos como un apoyo inmerecido. Ningún escritor con mayor capacidad de entrega que Julio Cortázar.)


Elena Poniatowska es escritora mexicana, con más de 30 libros publicados desde 1954. Un año antes se inició en el periodismo y en 1978 se convirtió en la primera mujer que ganó el Premio Nacional de Periodismo. Becaria de la Fundación Guggenheim (1994), doctora honoris causa por la Columbia University of New York (1994) y por la Florida Atlantic University (1995). Recibió la medalla Gabriela Mistral en 1995 y obtuvo el premio Alfaguara 2002 por la novela La piel del cielo. Esta entrevista se publicó en el diario La Jornada y fue reproducida por Ignacio Ramírez en Cronopios el 26 de agosto de 2005, fecha en que Cortázar hubiera cumplido noventa y un años. En estos días de 2011 estaría por los noventa y siete.






martes, 30 de agosto de 2011

Saúl Yurkievich / El albacea de Julio Cortázar


Entrevista a Saúl Yurkievich,
el albacea de Julio Cortázar
Por Marcos Rosenzvaig, desde París

“El escribía como improvisando jazz. No estaba sujeto a una disciplina. Corregía poco, todo le salía casi naturalmente. Para él, era como un juego fácil y divertido”. Así recuerda a su amigo el hombre a quien, por testamento, Cortázar le dio poder sobre toda su obra inédita.  Un día cualquiera, un día de invierno que ni siquiera recuerda, cansado de transitar números para hacer un sueldo, Saúl Yurkievich decidió junto al poeta Cacho Calveira viajar hacia París, el sueño de los intelectuales latinoamericanos de los años 60. Catedrático de la Universidad de París, contratado luego por varias universidades de Europa y de América (fue profesor en Connecticut, Maryland y Pittsburgh) Yurkievich es hoy una eminencia en la enseñanza de la literatura. Pero, además, tiene una producción importante, que gira en torno al ensayo y a la poesía: Berenjenal y merodeo, Riobomba, Celebración del modernismo, Trampantojos, Julio Cortázar, al calor de tu sombra son algunos de su títulos. Nacido en La Plata en el año 1931, de hogar humilde, decidió de joven el camino que según su padre no le daría dinero pero sí riqueza espiritual. Apenas llegado a París hizo amistad con quien sería uno de los grandes escritores del siglo, Julio Cortázar. La amistad fue haciéndose de a poco, en días y noches en que hablaron de la literatura y compartieron cuitas mucho más mundanales. Saúl acabó siendo el amigo necesario. Al morir Cortázar en 1984, tras un viaje a la Argentina en que en vano intentó ser recibido por el flamante presidente Raúl Alfonsín, lo nombró albacea sobre su obra inédita. En esta entrevista, Yurkievich cuenta la historia de su relación con el mítico escritor, y cómo era su intimidad.


Saúl Yurkievich

             –¿En qué circunstancias se conocieron?
–Lo conocí a la semana de llegar a París. Teníamos un amigo en común. Era el año ‘62, época en que había comenzado con los primeros apuntes de Rayuela. El había obtenido un premio muy importante compartido con Mujica Lainez, con ese dinero él creyó poder comprar una casa sobre la playa en el sur de Francia. Allí se dio cuenta que el dinero no le alcanzaba ni por asomo, así que empezó a retroceder y retrocedió 100 kilómetros. Al este de Avignon, encontró una casa pequeña con una terraza formidable que daba a un valle sobrecogedor. Allí pasaba el verano, pero era un verano alargado. Encontraba tranquilidad en ese marco campesino, pero naturalmente necesitaba también de la ciudad. De forma tal que la otra parte del año volvía a París.
–¿Cómo jugaba con el azar, en la vida cotidiana de Cortázar?
            –Él tenía una gran frescura, una pureza de niño, una gran capacidad de asombro. Era capaz de abrir un mapa y señalar a ciegas un punto con el índice y elegir de esa manera el sitio donde caminar, también era su forma de salir de los recorridos habituales, o bien utilizaba el I Ching, o alguien elegía por él, porque creía mucho en las fuerzas extrañas, llámese magnetismo, tropismo. Era muy lúdico, tenía una libertad extraordinaria. Caminábamos mucho París, veíamos exposiciones, teatros. El era algo así como un explorador urbano, un montañista del cemento.
–¿Qué cosas coleccionaba de la realidad?
–Siempre que iba de viaje traía juguetitos a cuerda, los mostraba y nos divertíamos juntos. Ositos que andaban en bicicleta o cosas por el estilo. Esas cosas le atraían enormemente. Armaba móviles y hacía como esculturas, tenía su propia fauna. Uno de los objetos más importantes era el obispo del rey, que era una raíz, un sarmiento muy retorcido que lo había vestido y le daba de comer, también le daba de comer a animales muertos. Era una especie de juego y de ritual, como una ceremonia. Fabulaba en torno a eso. También armaba móviles con distintos tipos de peines femeninos. Eran sus pequeñas esculturas con las que se divertía enormemente. Tenía un cuarto muy modesto como taller. Allí hacía todas las manipulaciones con los objetos y también allí mismo escribía.


Julio Cortázar

–¿Albacea es lo mismo que apoderado?
–No, no, Aurora, su ex mujer, es la apoderada de los textos de Cortázar. En el testamento nos nombró a Gladys, mi mujer, y a mí para que decidamos juntos acerca de los inéditos. Como albaceas literarios tenemos, por su voluntad, el derecho de conservar, editar o destruir lo que queramos. Así lo dice en el testamento. Pero nada destruimos. Habría que ser Dios para hacer una cosa así.
–¿Y qué editaron?
–Editamos las dos novelas: El examen y El divertimento. Escritas entre el ‘50 y el ‘53. Una de estas novelas las mandó a un premio literario. Pero no sólo no la eligieron sino que además la censuraron. A mí me parecen extraordinarias, ambas. Estaban en sus cajones casi listas para ser publicadas. Tal vez él las consideró como obra menor. Sucede que años después aparece con Rayuela y él entró en una dinámica de avance con un movimiento editorial descomunal. Ese momento le impedía ir para atrás, razón por la cual las novelas quedaron sin publicar. Eso no quiere decir que no las hubiese publicado alguna vez. Antes de escribir novela, Cortázar teoriza, escribe la teoría del túnel. Allí está la poética de Rayuela. También se publicó Imagen de Yonqui que es lo más singular, en la Argentina y en España.
            –¿Recuerda cómo fueron los preparativos del histórico viaje por la autopista?
–Era un viejo proyecto sumamente representativo de su concepción del juego y su actitud de vida. Para él era como la expedición de Livingston. Algo así como descubrir las fuentes del Nilo. El juego estaba reglado como todos los juegos. Ellos podían hacer cuatro paradas por día, las paradas debían ser hechas en estaciones de servicio. Claro que no todas las estaciones de servicio son iguales, algunas tienen mercaditos, otras áreas de recreo y están aquellas que no tienen nada. Caer en una que tenía un hotel era un paraíso, de lo contrario usaban la combi y se metía en zona de bosque o en una playa contigua a Saint Tropez. Allí podía estacionar sobre la playa y escribía. Al principio tenían problemas de aprovisionamiento. La permanencia era ilegal, razón por la cual él manda una carta pidiendo autorización. La respuesta tarda mucho en llegar, llega después de la edición del libro. La carta era maravillosa, plena de humor, escrita por un funcionario inteligente. Cuando termina el viaje, su mujer Carol Dunlop enferma de una mielitis, que es una enfermedad de la médula espinal, justamente el opuesto a la enfermedad de Cortázar, la leucemia. Ella pudo haber sido salvada, se necesitaba una médula. Había familiares que estaban dispuestos, pero no encontraron la médula compatible. Posteriormente Cortázar traduce los textos de Carol al castellano.
–¿Después de Rayuela usted cree que hay alguna obra comparable en la producción de Cortázar?
–No, Rayuela es la consumación de toda la obra novelística de Julio. Hay obras preparatorias en un sistema de representación, como 62, modelo para armar, que es el desarrollo de un capítulo de Rayuela. Cuando decidió adoptar la escritura de Rayuela adoptó un registro que dominaba. Era un estilo completamente asimilado. Y luego, siempre habló de otra novela. No hay textos, manuscritos o preparación de esa novela. En nuestras conversaciones expresaba el deseo de escribir una novela reuniendo a todas las mujeres que habían intervenido en su vida.
–¿Qué dijo Cortázar cuando volvió de su último viaje a Buenos Aires?
–Él fue a Buenos Aires con sus últimas energías. Su salud se deterioraba rápidamente pero no tenía intención ninguna de morirse. Había una esperanza. No se resignaba, luchaba con todas sus fuerzas. Volvió triste.
–Buenos Aires es una ciudad difícil hasta con los grandes: su visita pasó bastante inadvertida.
–Es que acontecía un cambio político muy grande. Cortázar ha sido leído siempre con la misma adhesión y civilidad en la Argentina, aun durante las dictaduras. Lo prueban las ventas totalmente estables. Claro que, independientemente de los lectores, que con ellos era su pacto, también fue ignorado, devaluado y hasta marginado por cierta crítica.
–Hay escritores que escriben en una cama como Paul Bowles u Onetti. Otros se someten a una férrea disciplina. ¿Qué tipo de escritor era Cortázar?
–Cortázar era partidario de escribir como si improvisara jazz, de la inspiración. Creía en, por así decirlo, la visita de los dioses. No estaba sujeto a una disciplina. Corregía poco, todo le salía casi naturalmente. Para él, escribir era como un juego fácil y divertido.
            –¿Qué es lo inmediato por publicar?
 –Mi mujer y yo estamos trabajando sobre la correspondencia de Cortázar. Escribía cartas a cientos de personas, era como una máquina de escribir. Se carteó con ignotos lectores durante años, con personas que tenían lecturas profundas de su obra. Hay muchas cartas y están muy dispersas, recopilar todas las cartas es un trabajo enorme, a fin de año saldrá en la Argentina el volumen de la correspondencia de Cortázar que es casi como su biografía, en realidad, reemplaza a la biografía. Es sumamente divertida, como lo fue él, un hombre con la mirada de un niño imaginando nuevos mundos, mundos imposibles de olvidar. 

Buenos Aires, Página 12, 25 de julio de 1999


lunes, 29 de agosto de 2011

Augusto Monterroso / Julio Cortázar, mago

Carol Dunlop y Julio Cortázar
Augusto Monterroso
Biografía
JULIO CORTÁZAR, MAGO

I
Recibo un recordatorio de la Editorial Nueva Nicaragua acerca del libro-homenaje que prepara con el título de Queremos tanto a Julio, dedicado a Julio Cortázar y con testimonios de muchos escritores amigos a quienes se les ha pedido lo mismo. He enviado sólo media cuartilla, aduciendo que el afecto no es cosa de muchas explicaciones. Otra cosa sería -señalo en ella- si el libro llevara por título Admiramos tanto a Julio o algo así, caso en el cual el número de páginas de mi contribución sería muy alto.
Ya para mi obra, recuerdo el alboroto que en los años sesenta armó su novela Rayuela, cuando las jóvenes inquietas de ese tiempo se identificaron con el principal personaje femenino, la desconcertante Maga, y comenzaron a imitarla y a bañarse lo menos posible y a no doblar por la parte de abajo los tubos de dentífrico, como símbolo de rebeldía y liberación; y luego los cuentos de Julio, que eran espléndidos y que existían desde antes pero que gracias a Rayuela alcanzaron un público mucho mayor, y más tarde sus vueltas al día en ochenta mundos y, como si esto fuera poco, sus cronopios y sus famas; y uno observaba cómo, fascinados por las cosas que se veían en estos seres de una mitología que suponían al alcance de sus mentes, los políticos y hasta los economistas querían parecer cronopios y no solemnes, y lo único que lograban era parecer ridículos. De todo esto, y de sus hallazgos de estilo y del entusiasmo que despertó entre los escritores jóvenes, quienes a su vez se fueron con la finta y empezaron a escribir cuentos con mucho jazz y fiestas con mariguana y a creer que todo consistía en soltar las comas por aquí y por allá, sin advertir que detrás de la soltura y la aparente facilidad de la escritura de Cortázar había años de búsqueda y ejercicio literario, hasta llegar al hallazgo de esas apostasías julianas que provisionalmente llamaré contemporáneas mejor que modernas; y sus encuentros de algo con que creó un modo y ─hélas─ una moda Cortázar, con su inevitable cauda de imitadores. Los años han pasado y bastante de la moda también, pero lo real cortazariano permanece como una de las grandes contribuciones a la modernidad, ahora sí, la modernidad, de nuestra literatura. La modernidad, ese espejismo de dos caras que sólo se hace realidad cuando ha quedado atrás y siendo antiguo permanece.



II
Leo el Cuaderno de bitácora de "Rayuela" de Ana María Barrenechea, en el que se reproduce el manuscrito del plan original de Rayuela que Julio Cortázar obsequió a Anita, investigadora y crítica argentina y una de las primeras que se ocuparon (junto con Emma Susana Esperatti) de la literatura fantástica en Hispanoamérica. Pero el libro no es sólo eso. Trae además un estudio de crítica genética que me siento incapaz de resumir sin enredarme, por lo que prefiero copiar el primer párrafo de la introducción: Los pretextos de Rayuela:

Se ha dado la circunstancia de que Julio Cortázar me regaló el Cuaderno de bitácora de "Rayuela" (log-book como él mismo lo llamó en una ocasión). No es en realidad un verdadero borrador o sea una primera redacción de la historia novelesca. Es un conjunto heterogéneo de bosquejos de varias escenas, de dibujos, de planes de ordenación de los capítulos (como índices), de listas de personajes, algunos con acotaciones (predicados), que los definen, de propuestas de juegos con el lenguaje, de citas de otros autores (en parte para los capítulos prescindibles); rasgos positivos y negativos de los argentinos, meditaciones sobre el destino del hombre, la relación literatura-vida, lenguaje-experiencia, y aun fragmentos no muy extensos que parecen escritos "de un tirón" y que luego pasarán a la novela ampliados o con escasas modificaciones. En resumen el diario que registra el proceso de construcción de Rayuela con ciertas lagunas.

Es consolador y estimulante ver en la parte facsimilar del manuscrito los avances y retrocesos, las vacilaciones ante los temas, la caracterización de las personas, los adjetivos corregidos o suprimidos, los diagramas, las "rayuelas" con sus números y lo supuestos pies de un jugador imaginario dibujados por el autor, los planos de edificios que después serán descritos, todo ese proceso que hace sufrir (según vayan las cosas) o gozar (según vayan las cosas) a los cuentistas, los novelistas o los poetas. Recuerdo ahora la edición facsimilar, y he ido por ella, de The Waste Land (Harcourt Brace Jovanovich, N. York, 1971). Con las correcciones y cambios de éste que traduzco porque viene al caso:

Entre más cosas conozcamos de Eliot, mejor. Agradezco que las cuartillas perdidas hayan sido desenterradas. El ocultamiento del manuscrito de The Waste Land (años de tiempo perdido, exasperantes para el autor) es puro Henry James. "El misterio del manuscrito desaparecido" está resuelto. Valerie Eliot ha hecho un trabajo erudito que le hubiera encantado a su esposo. Por esto y por su paciencia con mis intentos de elucidar mis propias notas al margen, y por la amabilidad que la distingue, le doy las Gracias. Ezra Pound.

T. S. Eliot. Julio Cortázar. Dos autores auténticamente modernos, en estas dos publicaciones de sus manuscritos que se llevan apenas algo más de una década y en las que se puede ver algo (nunca puede verse todo) de su forma de encarar eso que algunos llaman creación y que tal vez no sea sino un simple ordenamiento, su respeto, o su irrespeto, qué diablos, por la palabra escrita; o su humildad, finalmente, ante la inmensidad de un sí o de un no que a nadie le importa pero que al artista le importa; de un párrafo que se conserva o que se suprime, las enormes minucias que diría Chesterton y que el lector, ese último beneficiario o perdedor invisible, apenas sospecha.



III
Visita a la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse. Después del sinnúmero de veces que se lo habrán preguntado, el encargado de guardia sabe muy bien de quién se trata y nos indica el camino en el plano que los visitantes pueden estudiar en la pared, al lado de la puerta de entrada; y así, marchamos por la avenida principal en busca de Allée Lenoir tratando de llegar a la 3ª División, 2ª Sección, 3 Norte, 17 Oeste; pero en este primer intento uno se pierde en el laberinto de pequeños mausoleos y tumbas y, después de breves homenajes ante las de Baudelaire y Sartre, vuelve a la oficina de la entrada con Edgar Quinet sólo para confirmar que la información estaba bien pero que uno no había tomado la Allée Lenoir y regresa para ahora sí encontrar lo que busca; y ahí está, blanca, plana, dividida en dos partes iguales y con los nombres de Carol Dunlop arriba y Julio Cortázar abajo, más fechas.
Durante unos minutos recuerdo la última vez que vi a Carol, en Managua, mostrándonos sonriente sus fotografías de niños nicaragüenses; y a Cortázar aquí, en este departamento (4 rue Martel, C., 4º derecha) que él habitó y en el que por azares dignos de su imaginación vivo yo ahora y escribo estas líneas, cuando con B. y Aurora Bernárdez, en diciembre de 1983, acabado de regresar de las Naciones Unidas en Nueva York, a donde había ido a dar una de sus últimas batallas a favor del régimen sandinista, hablamos de literatura, de traducciones, de poesía, particularmente del autor de La ciudad sin Laura, Francisco Luis Bernárdez ("tan unidas están nuestras cabezas/ y tan atados nuestros corazones"), hermano de Aurora a quien casi le digo de memoria todo el soneto que tanta influencia tuvo en nuestra generación de aprendices de escritor:

Si el mar que por el mundo se derrama
tuviera tanto amor como agua fría
se llamaría por amor María
y no tan sólo mar como se llama;

 y de Italo Calvino y de la vez que cenamos con éste en esta ciudad en casa de Víctor Flores Olea hace tres años, y yo no hallaba de qué hablar con Calvino hasta que él, en las mismas, se animó por fin a decirme que conocía Guatemala y de ahí no pasamos, pues a mí se me hacía ridículo revelarle que yo conocía Italia.
Me despido en silencio y, otra vez sobre la alameda Lenoir y la avenida, regreso y cuento cincuenta y cinco pasos desde ésta al lugar en que se halla la tumba, en un acto de signo absurdo pero así fue. De salida, el guardia nos hace adiós con un gesto de inteligencia y complicidad que significaba que era donde él decía.
Diez minutos después, sobre la avenida Montparnasse, en el arroyo, vemos a decenas, cientos de miles de hombres y mujeres sudorosos que también cuentan sus pasos: jóvenes y viejos, rubios, morenos, negros, vestidos de pantalón corto y camiseta y con números visibles sobre el pecho, que han pasado, pasan y vienen corriendo con los rostros angustiados de quien huye de algo o, me entero, van tras algo: el final de una carrera de maratón, final que para algunos está llegando antes de lo previsto. Por la noche, en la televisión, todo ese esfuerzo ocupa en la pantalla cinco segundos y veinte palabras, casi un epitafio.

Los pasos de Cortázar


IV
Esos días en que B. y yo estuvimos en Managua se llenaron sin remedio del recuerdo, allí, de Julio Cortázar y su mujer Carol, Carol Dunlop, novelista (Mélanie dans le miror, por aparecer en la editorial Nueva Imagen traducido por Fabianne Bradu) y fotógrafa. Era lo normal. Allí, dos años antes habíamos recorrido las mismas calles, encontrado a los mismos amigos y discutido, o simplemente hablado, de los mismos problemas, lejanos o cercanos.
Y allí nos despedimos de Carol, sin saberlo para siempre, en casa de los Flakoll, admirando juntos las fotografías originales de lo que más tarde sería su libro Llenos de niños los árboles (con texto también suyo), que Cortázar nos mostró más tarde en su casa, en París, ya Carol muerta y Julio llamado a morir menos de dos meses después. Pero en esta presencia-ausencia había también la parte alegre, como esa tarde calurosa en que en la calle le dijimos, o B. le dijo: "Tío, cómpranos helado", y él nos lo compró con su caballerosidad, ceremoniosa a pesar de todo.


Augusto Monterroso
Pájaros de Hispanoamérica
Madrid, Alfaguara, 2002