lunes, 24 de abril de 2006

Isabelle Huppert / "Las fotos intentan robarte algo que es muy personal"

Isabelle Huppert, fotografiada por Jurgen Teller.

ISABELLE HUPPERT 

"Las fotos intentan robarte algo que es muy personal"

Octavi Marti
París, 24 de abril de 2006


Isabelle Huppert (París, 1955) es actriz y, como tal, está habituada a situarse delante de las cámaras. Y a la mirada del otro. Ahora, en Madrid, se presenta una exposición de 120 fotografías en las que ella es el único modelo. Se trata de retratos, fotos en las que ofrece, desafiante, su alma en espectáculo. Esta muestra forma parte de un ciclo que, bajo el título Retratos de Francia, se celebra en el Instituto Francés de Madrid (Marqués de la Ensenada, 10) hasta el próximo día 25 de mayo. Paralelamente a la exposición de fotografías de Huppert, se ha organizado un ciclo de cine en la Filmoteca Española (Santa Isabel, 3). La actriz habló en París sobre fotografía y cine, días antes de acudir a Madrid para la inauguración de la muestra. El catálogo de la exposición reúne todas las fotografías presentadas y las acompañan textos de Serge Toubiana, Elfriede Jelinek y Susan Sontag.


Pregunta. ¿A partir de qué momento fue consciente de lo que comporta ser fotografiada?
Respuesta. Cuando empiezas a hacer cine, enseguida ves que te retratan muy a menudo. Lo que me gusta de la exposición es que es una historia del retrato a través del retrato. El modelo es siempre el mismo y lo que sorprende es hasta qué punto las imágenes son distintas. Cada fotógrafo desvela su personalidad. Luego, es posible proceder también a un cierto reagrupamiento de las imágenes: están las de los fotógrafos de tradición digamos que humanista, los Cartier-Bresson, Doisneau, Ronis o Lartigue; están las del grupo de contemporáneos, como Jurgen Teller, Nan Goldin o Philip-Lorca DiCorcia; y están las de fotógrafos de moda, como es el caso de Richard Avedon, Paolo Roversi, Helmut Newton o Guy Bourdin. Impresiona ver que, con la limitación de trabajar todos con el mismo modelo, sigue siendo imposible confundir una foto de Avedon con otra de Boubat, una de Faigenbaum con otra de Lindbergh.
P. En 1971 debutó en el cine, ¿cuándo empezó con los retratos?
R. Cuando un semanario me propuso ser redactora jefe de uno de sus números. Se trataba de una publicación ampliamente ilustrada y pedí la colaboración de Lartigue, Doisneau y Charbonnier.
P. Los tres figuran en la exposición.
R. Sí. Más tarde encontré a Cartier-Bresson y a Willy Ronis. A Patrick Faigenbaum fue cuando el proyecto de una exposición de retratos ya empezaba a dibujarse y sabiendo que él es precisamente un extraordinario retratista. Con Jurgen Teller, en 2001, fue el azar el que nos reunió, pero en otras oportunidades, como con Peter Lindbergh, he sido yo la que he tomado la iniciativa. Llega ese instante en que comprendes que lo que va a exponerse no son 120 fotos de ti, sino 120 imágenes de miradas sobre ti, y que lo importante no es tu persona, sino la calidad de la mirada.
P. Usted habla de fotógrafos humanistas y de fotógrafos contemporáneos. ¿Son adjetivos incompatibles?
R. Los fotógrafos calificados de humanistas captan a la persona en su mundo. Doisneau me presenta en un bistrot, Boubat, acariciando un gato, mientras que los contemporáneos se inventan una historia, tienden a ser más cinematográficos. Hay más narratividad, más ficción, en algunos casos muy estilizada, como sucede con Lindbergh, en otros más sucia como es el caso de Teller, que cultiva una estética de la fealdad. El fotógrafo de moda tiende a poner el énfasis en el glamour del modelo y supone otra vía.
P. ¿Hay alguna de las fotos que la haya sorprendido?
R. ¡Eso es imposible! No se olvide de que soy actriz. Viendo la exposición se aprende mucho más sobre la personalidad de los fotógrafos que sobre la mía.
P. Cartier-Bresson hablaba del "instante decisivo"...
R. Sí, y eso puede significar que una buena foto es la que te permite adivinar lo que ha ocurrido antes y lo que va a pasar después. Por eso me interesa ahora el trabajo de algunos videoartistas como Gary Hill, Bob Wilson o Bill Viola, que exploran la frontera entre movimiento e inmovilidad. El cine es, por definición, movimiento y la foto detiene el tiempo, mientras que esos videoartistas se sitúan entre unos y otros. Volviendo a Cartier-Bresson, él también decía que "toda foto tiene algo de violación consentida". De hecho, se trata de una intrusión en tu intimidad, de intentar robarte algo que es muy personal.
P. ¿Los criterios para elegir un fotógrafo son los mismos que para escoger un filme o un cineasta?
R. Los fotógrafos llegan precedidos del conocimiento que tengo de ellos, mientras que un cineasta puede ser un perfecto desconocido y entrar en contacto a través de un guión. La aventura del cine no tiene nada que ver con la de la foto.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 25 de abril de 2006


sábado, 22 de abril de 2006

Premio Cervantes 2005 / Mi amigo Sergio Pitol

Sergio Pitol

PREMIO CERVANTES 2005

Mi amigo Sergio Pitol


MARGO GLANTZ
22 ABR 2006

Uno. Sergio Pitol empieza El mago de Viena con un brevísimo epígrafe de E. M. Forster, uno de sus escritores preferidos: "Only connect.
...". Y en efecto, sólo un mago puede reunir con tal maestría un gran número de textos que guardarían en sí mismos, de manera aislada, una perfecta unidad y aparentemente apenas podrían conectarse y conformar una trama. En un diálogo con Monsiváis, Pitol lo explica: "Es un libro que nace bajo la sombra de un lema primordial de los alquimistas. 'Todo está en todo'. En el mago todo está en todo, pero en un orden de los elementos, y los tonos tienen que estar en una colocación especial para potenciarse y potenciar la unidad". Y esa leve tela de araña que sutura los diferentes relatos es la propia escritura contemplada como reflejo de otras escrituras y biografías afines, hermanadas por la excentricidad de los relatos o la de los personajes que los construyen. Conforman una familia escrituraria y por ello una genealogía, cada cual única e inconfundible pero con parecidas señas de identidad, un mismo continente verbal. En un breve texto aparecido en Babelia, sobre la última antología de cuentos publicada en 2005 por Anagrama, Edgardo Dobry lo define muy bien: [para Pitol] "... la literatura [es] como un territorio parecido al de la nacionalidad, una patria que lo exige todo sin prometer nada".


Dos. Un autor es en cierta medida la suma de sus lecturas, o mejor, de sus relecturas. Un autor, antes de serlo, fue un imitador, es decir un simio, o simplemente un niño, se aprende copiando, como antes copiaron o imitaron Lope de Vega, Alfonso Reyes o el propio Borges, autores dilectos del escritor. Hay que imitar pero saber detenerse, hasta encontrar el lenguaje propio y definir un estilo. Entonces, y sólo entonces se puede empezar a crear personajes y a elaborar las tramas. En este libro la trama se nutre fundamentalmente de la lectura y la relectura, ésta incluye la revisión de aquello que se ha leído y la observación sobre uno mismo situado en el tiempo pasado y ya colocado por ello, por esa distancia temporal, en otro contexto del lenguaje, lo que se lee o relee ahora, se reelabora en primera persona, lo que se leyó o se hizo en el pasado, corresponde al reino del pronombre impersonal, fue él, no yo, quien leyó y quien acometió ciertas hazañas, casi incomprensibles y hasta ridículas. Así uno se convierte en otro o se vuelve la suma extravagante de dos personalidades semejantes y diversas, una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde enfrascados en la lectura y la relectura, pero también en la escritura y la reescritura. Si alguno de ellos releyera o viera de nuevo una representación de Hamlet, podría ser Gustavo Esguerra reescribiéndolo o la regocijante Maruja La-noche Harris haciendo una crítica literaria de la novela light llamada El mago de Viena, con lo cual la novela -¿es novela?- se muerde la cola y se convierte en el centro de esa parodia incesante que nunca deja títere con cabeza, incluyendo obviamente al propio 


FICCIONES

Sergio Pitol / Ficción y crítica



PREMIO CERVANTES 2005

Sergio Pitol

Ficción y crítica


E.Dobry
22 de abril de 2006

El escritor mexicano reúne en Soñar la realidad una serie de artículos autobiográficos, cuentos y apuntes críticos. Un volumen que ofrece las claves para conocer y reconocer las artes literarias de este autor y gran viajero, para quien la realidad y la ficción no están separadas.

La estructura de este libro reproduce la forma misma de muchos escritos de Pitol: junta ficción y reflexión, invención y crítica, experiencia vivida hecha escritura y vuelta a ser experiencia leída. Como dice él mismo al preguntarse acerca de uno de sus títulos, El arte de la fuga, volumen también hecho de pasajes y mezclas: "La Fuga [permite] establecer una forma mecida entre la aventura y el orden, el instinto y la matemática, la gavota y el mambo". Fuga y fractal de la ficción, porque "todo está en todas las cosas", como dice Pitol, que en Soñar la realidad divide -o esparce- sus trabajos en tres secciones: una de artículos autobiográficos, otra de cuentos, la tercera de apuntes críticos. El libro, publicado originalmente en México en 1998, reagrupa materiales que, en muy buena medida, ya eran conocidos para el lector español: de las secciones primera y tercera, varios pertenecen al mencionado El arte de la fuga (Anagrama, 1997), y de los diez relatos hay sólo dos que no formaron parte de la recopilación Los mejores cuentos (Anagrama, 2005).


Pitol es un escritor de conciencia borgeana en su manera de asumir que realidad y literatura no son dos entidades separadas y eventualmente cortocircuitadas a voluntad del escritor, sino esferas de relaciones cambiantes, indiscernibles, como la materia y su espejo (pero donde ya no se sabe de qué lado está la imagen o su doble). 'El sueño de lo real', resume en diez páginas la entera trayectoria literaria de Pitol, donde el itinerario y el destino literario se hacen tal en la escritura. Figura de autor hecha de idas y venidas, de casi treinta años europeos en los que Pitol es un escritor mexicano en Varsovia -donde traduce autores entonces casi desconocidos y hoy clásicos entre nosotros, en buena medida gracias a su labor-, o en Praga, Roma, Barcelona. En su juventud y en las vueltas al país natal su amigo y álter ego es el crítico y ensayista Carlos Monsiváis, figura central de la cultura mexicana de los últimos cincuenta años: a él dedica uno de los artículos fundamentales del libro -'Con Monsiváis, el joven'-, como a él le dedicó también su primer cuento, 'Victorio Ferri cuenta un cuento', incluido en este volumen. Monsiváis y Pitol se mueven por el México de 1957 y se cruzan con Juan José Arreola, José Emilio Pacheco, Max Aub, Salvador Elizondo, Enrique Díez-Canedo, Rosario Castellanos, Jaime García Tarrés. Es un autorretrato con -al fondo- una ciudad plena de inquietudes, donde la máxima alerta política es, al mismo tiempo, el más poderoso estímulo intelectual.
En otro capítulo Pitol recorre varias ciudades alemanas y hace dialogar lo que ve durante el día con las novelas de Theodor Fontane, que lee en las noches de hotel. Los laberintos del irlandés Flann O'Brien leídos por Borges; el problemático lugar de Arthur Schnitzler en la gran literatura centroeuropea de su tiempo; un diario de lectura de los diarios de Thomas Mann (Mann lector de Kafka; Mann leído por Kundera); el Coloquio de los perros de Cervantes evocado desde el Corazón de perro de Bulgákov. Distintas estrategias para ahuyentar toda idea ingenua acerca de la literatura y de sus interpretaciones, que sin embargo nunca vencen ese fascinado candor tan propiamente americano. Porque está atravesada de pasajes, conexiones y relaciones que se rehacen todo el tiempo, la literatura de Pitol elude lo asertivo o apodíctico: nace de sucesivas preguntas a cuyas respuestas tiende. La pregunta, por ejemplo, acerca de cómo escribe, cómo debiera escribir un narrador mexicano con media vida hecha en Europa, que ha visto transformarse varias veces las ciudades donde transcurrió la escena de su vida. Y porque necesita del diálogo, el lector de Pitol está llamado a ser más, a ser un interlocutor, como aquel que aporta la cambiante interrogación sin la cual el texto no se pone en marcha. Basta abrir este libro por cualquiera de sus páginas para verse sometido a ese desafío generoso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de abril de 2006
EL PAÍS


FICCIONES


domingo, 9 de abril de 2006

Vargas Llosa / Fernando de Szyszlo / Escaramuza en Liliput

Fernando de Szyszlo y Mario Vargas Llosa

Fernando de Szyszlo

Escaramuza en Liliput




MARIO VARGAS LLOSA

9 ABR 2006


Cuando cumplió ochenta años, Fernando de Szyszlo, el mayor artista peruano vivo y el más conocido y prestigiado fuera del Perú, recibió sin número de homenajes de sus compatriotas, que le reconocían toda una vida de entrega a la creación y de compromiso con la cultura en su país. ¿Qué ha ocurrido para que apenas ocho meses después decenas de pintores y escultores peruanos firmen manifiestos contra él y lo crucifiquen en entrevistas que a menudo disimulan apenas la hostilidad y la vindicta personal?
Pues ha pasado que los miembros de la directiva del Instituto de Arte Contemporáneo -proyecto privado en gestación- hicieron saber que el futuro museo llevaría el nombre de Fernando de Szyszlo. Las acusaciones comprenden un vasto registro: vanidad, egolatría, conspiración de una elite oligárquica para privilegiar a "su pintor", acto de menosprecio contra el resto de los artistas nacionales, y paro de contar. Un interesante episodio para reflexionar sobre el gran arte, la cultura de campanario y las pequeñeces humanas.
Fernando de Szyszlo con Octavio Paz y Blanca Varela en París

El Instituto de Arte Contemporáneo nació en los años cincuenta, por iniciativa de un grupo de aficionados al arte, sin el menor apoyo oficial, y gracias a él los peruanos pudieron conocer a buen número de artistas latinoamericanos y europeos que expusieron en su pequeña y cálida galería del Jirón Ocoña, en el centro de Lima. Yo la recuerdo bien, siempre pasaba por allí a echar un vistazo en mis años universitarios, cuando la dirigía Sebastián Salazar Bondy. El IAC fue la puerta de entrada de los movimientos y escuelas de vanguardia a ese país embotellado que era el Perú, culturalmente hablando. Por eso mismo, el IAC fue una de las víctimas de la dictadura militar del general Velasco Alvarado y debió cerrar sus puertas. Su valiosa pinacoteca sólo ha podido ser parcialmente exhibida desde entonces.
Un pequeño grupo de entusiastas lleva años tratando de resucitarlo, haciendo toda clase de esfuerzos, para construir un local propio. Hay que decir que Szyszlo es una de las personas que más entusiasmo y tiempo ha dedicado a este empeño, que, por desgracia, ha tenido muy escaso apoyo de parte de las empresas e instituciones de la sociedad civil y, en lo que concierne al Estado, cuando no total indiferencia, franca hostilidad.
Hace algunos años el IAC realizó una subasta para reunir fondos, de pinturas y esculturas donadas por muchos artistas peruanos y extranjeros. Buen número de los objetores a que el museo lleve el nombre de Szyszlo alegan que ellos donaron obras para aquella subasta y que nunca recibieron información sobre la venta y la manera como se invirtió lo obtenido. En eso, sin duda, les asiste la razón y es necesario que los directivos del IAC suministren cuanto antes la explicación correspondiente. Tengo entendido que en aquella subasta se obtuvo algo más de 600.000 dólares y que con ese dinero se ha construido el esqueleto del futuro museo en un terreno que cedió para tal fin la municipalidad de Barranco. Pero, desde entonces, los directivos del IAC no han podido reunir el dinero que falta para terminar la obra, antes de que se cumpla el plazo en que se comprometieron a inaugurar el local.
Aquí mi historia se interrumpe, para contar otra historia (ambas se juntarán más tarde, como en las novelas) que comienza con el viaje de un importante economista. Estuvo en México y visitó el Museo Tamayo. En Venezuela, y conoció el Museo dedicado a Soto. En Colombia lo deslumbró el dedicado a Botero. Y lo mismo le ocurrió en Quito con el de Guayasamín. Se preguntó entonces: "¿Por qué no existe un Museo Szyszlo en el Perú?". Apenas regresó a Lima, reunió a unos amigos y les propuso crear un patronato para reunir fondos destinados a la construcción de un museo que expusiera la obra del gran pintor peruano. La idea fue apoyada con entusiasmo. Hombres ejecutivos, asesorados por excelentes arquitectos, de inmediato buscaron y encontraron una antigua casa de Barranco apropiada para tal fin. Fernando de Szyszlo se enteró de todo esto sorprendido, pues nunca se le había pasado por la cabeza la idea de un museo dedicado a él. Y ofreció donar una importante muestra de su obra a la nueva institución.
Aquí entro yo en la historia, porque, conociendo mi vieja amistad con Szyszlo, los directivos del IAC me llamaron para pedirme que los ayudara en una gestión que acababa de ocurrírseles para salvar el proyecto del IAC, que, debido a la falta de recursos, podía colapsar: proponer a Szyszlo que, a su vez, propusiera a los empresarios que trabajaban en el proyecto del museo dedicado a su obra que fundieran ambas iniciativas en una sola y dedicaran todos los recursos a terminar el Museo de Arte Contemporáneo, el que, por ello mismo, llevaría el nombre del pintor al que querían homenajear.
Hago mea culpa: fui una de las personas que animó a Szyszlo a aceptar dicha propuesta, y él, que es un hombre generoso y que ama a su país, accedió, para que el Perú tuviera por fin un Museo de Arte Moderno. En estos días, leyendo los improperios que llueven sobre él, me digo una vez más que nadie sabe para quién trabaja: queriendo promover una iniciativa que favoreciera sobre todo a los artistas y aficionados al arte del Perú, terminamos llevando a un pintor que admiramos y queremos al paredón, y facilitando a todos los que no le perdonan que sea un artista original y fecundo, que exponga tanto en el Perú y en el extranjero, y que sus cuadros enriquezcan tantos museos y colecciones particulares, un excelente pretexto para hacerle pagar caro su talento y su fama.
La envidia que el gigante despierta entre los pigmeos es perfectamente comprensible y, hasta cierto punto, legítima. ¿Cómo no odiarían a alguien que los hace conscientes de su propio fracaso, de su escaso vuelo, acaso de las injusticias que les cerraron a ellos las puertas y oportunidades de triunfar? Lo que nunca he acabado de entender es que la envidia haga presa también de quienes tienen talento y éxito. ¿Acaso el éxito de un artista impide el de otros? En el arte, como en la literatura, el éxito de un colega debe entusiasmarnos, porque un cuadro o un libro no es un producto manufacturado que al triunfar en el mercado derrota a sus competidores. Por el contrario: un objeto cultural crea adicción y aumenta el mercado, obra por la difusión y el éxito de los otros. Entre los firmantes de los manifiestos y diatribas contra Szyszlo hay artistas reconocidos internacionalmente, que gozan de prestigio y venden sus obras a altos precios a clientes que se las disputan. ¿Qué daño les ha hecho ese pintor que, más bien, los ha ayudado, permitiendo que la pintura peruana cruce las fronteras dentro de las que vivía confinada?
Tal vez la explicación esté en el dicho: "Pueblo pequeño, infierno grande". El Perú no es nada pequeño, su territorio es tres veces el de España y su población se va acercando a los treinta millones. Pero en el ámbito de la cultura es todavía Liliput. Y los creadores de cualquier género viven aquí con un irremediable sentimiento de encierro y marginalidad, de asfixia, lo que exacerba las rivalidades, las guerras intestinas, los odios y emulaciones fratricidas. Y la permanente sospecha de que en este pequeño ámbito no hay espacio más que para uno solo, que si alguien tiene éxito desaparece a los demás. "Tener éxito" en un contexto así significa arrostrar la furia y la enemistad de los colegas. No es extraño, por eso, que tantos escritores y artistas jóvenes sueñen con escapar de esa opresiva trampa y exiliarse a lugares donde crear sea una experiencia más exaltante, menos castradora y sórdida. Yo fui uno de ellos. Desde mi adolescencia estuve absolutamente seguro de que si no escapaba, mi vocación sería derrotada por esa "madrastra de sus hijos", como llamó a nuestro país el Inca Garcilaso de la Vega.
Szyszlo nunca creyó ni aceptó esto. Para él, crear, pintar, fue siempre inseparable de vivir y luchar aquí, tratar de sacar al Perú de la provincia y el campanario, abrirlo a la modernidad y al intercambio con los grandes centros de la cultura. Y por eso siempre volvió del extranjero a su tierra a seguir dando una batalla cívica y cultural, a la vez que construía su propia obra, rigurosa, ambiciosa y original.
¿Cómo terminará esta escaramuza? En el largo plazo, no me cabe duda alguna. En lo inmediato, me temo que los liliputienses terminen derribando a Gulliver.

Voces de Chernóbil 20 años después

Chernóbil


Voces de Chernóbil 20 años después

Una periodista relata el mayor accidente nuclear y recoge vivencias de los supervivientes


SVETLANA ALEKSIÉVICH
9 ABR 2006

Svetlana Alexievich 'Voces de Chernóbil'. Siglo XXI de España Editores. Este libro se publicó en 1997 y recoge los testimonios de muchas personas afectadas por la catástrofe nuclear. Ahora se traduce al castellano puesto al día con nuevas confesiones de otros testigos que sufrieron el accidente. La autora nació en Ucrania en 1948. El libro apareció en Estados Unidos el año pasado y ha obtenido el premio del Círculo de Críticos de ese país. Otra obra de la misma autora, 'Los chicos de zinc', prohibido durante diez años en su país, destruyó los mitos sobre la intervención soviética en Afganistán.

Testimonio de Liudmila Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko: No sé de qué hablar. ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía: "Te quiero". Pero aún no sabía cómo le quería. No me lo imaginaba. Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Y otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y abajo, en el primero, estaban los coches. Unos camiones rojos de bomberos. Éste era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba.
En medio de la noche oí un ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio: "Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Vendré pronto".

Svetlana Alexievich 'Voces de Chernóbil'. Siglo XXI de España Editores. Este libro se publicó en 1997 y recoge los testimonios de muchas personas afectadas por la catástrofe nuclear. Ahora se traduce al castellano puesto al día con nuevas confesiones de otros testigos que sufrieron el accidente. La autora nació en Ucrania en 1948. El libro apareció en Estados Unidos el año pasado y ha obtenido el premio del Círculo de Críticos de ese país. Otra obra de la misma autora, 'Los chicos de zinc', prohibido durante diez años en su país, destruyó los mitos sobre la intervención soviética en Afganistán.
"Tiraban el grafito ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; fueron a un incendio normal"
Me da un ataque de histeria: "¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién vamos a enterrar?"

No vi la explosión. Sólo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero. Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín era porque ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaba, igual que sobre resina. Sofocaban las llamas, y mientras, él reptaba. Subía al reactor. Tiraban el grafito ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; los llamaron a un incendio normal.
Las cuatro. Las cinco. Las seis. A las seis nos disponíamos a ir a ver a sus padres. A plantar patatas. De la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus padres, hay 40 kilómetros. A sembrar, arar. Era su trabajo favorito. Su madre recordaba a menudo cómo ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; le construyeron incluso una casa nueva. Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó sólo quería ser bombero. No quería ser otra cosa. [Calla].
A veces me parece oír su voz. Oírle vivo. Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero no me llama nunca. Y en sueños, soy yo quien lo llamo.
Las siete. A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches están contaminados, no os acerquéis. No sólo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos estuvieron aquella noche en la central.

Prohibido pasar

Corrí en busca de una conocida que trabajaba de médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche: "¡Déjame pasar!". "¡No puedo! Está mal. Todos están mal". Yo la tenía agarrada: "Sólo verlo". "Bueno", me dice, "corre. Quince, veinte minutos".
Lo vi. Estaba hinchado, inflado todo. Casi no tenía ojos. "¡Leche! ¡Mucha leche!", me dijo mi amiga. "Que beba tres litros al menos". "Él no toma leche". "Pues ahora la tiene que beber".
Muchos médicos, enfermeras y especialmente las auxiliares de este hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas. Morirían. Pero entonces nadie lo sabía.
A las diez de la mañana murió el técnico Shishenok. Fue el primero. El primer día. Luego supimos que bajo los escombros se quedó otro, Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Entonces aún no sabíamos que todos ellos serían los primeros.
Le pregunto: "Vasia , ¿qué hago?". "¡Vete de aquí! ¡Vete! Esperas un niño". Estoy embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Me pide: "¡Vete! ¡Salva al crío!". "Primero te he de traer leche y luego veremos".
Llega mi amiga Tania Kibenok. Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos subimos al coche y vamos a la primera aldea a por leche. A unos tres kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche. Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos terribles. Perdían el sentido sin parar, les pusieron el gota a gota. Los médicos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases, nadie hablaba de la radiación.
Entretanto la ciudad se llenó de coches militares, se cerraron todas las carreteras. Se veían soldados por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos. Lavaban las calles con un polvo blanco. Me sentí alarmada: ¿cómo iba a llegar al día siguiente al pueblo para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la radiación. Sólo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba el pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes había pasteles. La vida seguía como de ordinario. Lavaban las calles con un polvo.
Por la noche no me dejaron entrar en el hospital. Un mar de gente alrededor. Yo me encontraba frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado! Entre la muchedumbre alguien entendió lo que decía: aquella noche se los llevaban a Moscú. Las esposas se arremolinaron todas en un corro. Decidimos: vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos pasar a golpes, a arañazos. Los soldados, los soldados ya habían formado un cordón de dos filas, y nos impedían pasar a empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban aquella noche en avión a Moscú, que debíamos traerles ropa; la que llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya no iban, y fuimos a pie, corriendo a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avión ya se había marchado. Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni lloráramos.
Llegó la noche. A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda la calle, cubierta de espuma blanca. Íbamos pisando aquella espuma. Gritando y jurando.

Evacuación de la ciudad

Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad para tres o, a lo mejor, cinco días. Llévense consigo ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campaña. La gente hasta se alegró: ¡nos mandan al campo! Allí celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne de asar para el camino, compraba vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos. ¡Las maravillosas fiestas de mayo! Sólo lloraban aquellas mujeres a cuyos maridos les había pasado algo.
No recuerdo el viaje. Cuando vi a su madre fue como si despertara: "¡Mamá, Vasia está en Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo especial!" Acabamos de sembrar el huerto: patatas, coles (¡y a la semana evacuarían la aldea!). ¿Quién lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía tan mal.
Por la noche sueño que me llama. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: "¡Liusia, Liusia!". Pero después de muerto, ni una vez. No me llamó ni una vez. [Llora]. Me levanto por la mañana y me digo: me voy sola a Moscú. Yo que... "Adónde vas a ir en tu estado?", me dice llorando su madre. También se vino conmigo mi padre: "Será mejor que te acompañe". Sacó todo el dinero de la libreta, todo el que tenían. Todo...
No recuerdo el viaje. Todo el camino también se me borró de la cabeza. En Moscú preguntamos al primer miliciano a qué hospital habían llevado a los bomberos de Chernóbil, y nos lo dijo; yo hasta me sorprendí, porque nos habían asustado: no os lo dirán, es un secreto de Estado, ultrasecreto.
-A la clínica número seis. A la Schúkinskaya.
En el hospital, era una clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la vigilante de guardia y me dice: "Pasa". Me dijo a qué piso debía ir. No sé a quién más le rogué, le imploré. Lo cierto es que ya estoy en el despacho de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces aún no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que sabía era que debía verlo. Encontrarlo.
Ella me preguntó enseguida:
-¡Pero, alma de Dios! ¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a decirle la verdad? Está claro que tengo que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.
-Sí -le contesto.
-¿Cuántos?
Pienso: "He de decirle que dos. Si es sólo uno, tampoco me dejará pasar".
-Un niño y una niña.
-Bueno, si son dos, no creo que vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está dañado por completo; la médula está completamente dañada.
"Bueno", pensé, "se volverá algo más nervioso".
-Y óyeme bien: si te pones a llorar, te mando al instante para casa. Está prohibido abrazaros, besaros. No te acerques mucho. Te doy media hora.
Pero yo ya sabía que no me iría de allí. Si me iba sería con él. ¡Me lo había jurado!
Entro... Los veo sentados sobre las camas, jugando a las cartas, se ríen.
-¡Vasia! -le llaman.
Se da la vuelta.
-¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha encontrado! ¡Estoy perdido!
Daba risa verlo, con su pijama del cuarenta y ocho, él, que usa un cincuenta y dos. Las mangas cortas, los pantalones. Pero ya se le había ido la hinchazón de la cara. Les inyectaban no sé qué solución.
-¿Tú, perdido? -le pregunto.
Y él que ya quiere abrazarme.
-Sentadito -la médico no lo deja acercarse a mí-. Nada de abrazos aquí.
No sé cómo, pero hicimos de eso una broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros; hasta de las otras salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque fueron veintiocho los que trajeron en avión. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué pasa en la ciudad? Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan afuera toda la ciudad por unos tres o cinco días. Los muchachos callan; pero había allí también dos mujeres, una de ellas estaba de guardia en la entrada el día del accidente, y la mujer rompió a llorar:
-¡Dios mío! Allí están mis hijos. ¿Qué será de ellos?
Yo tenía ganas de estar a solas con él; bueno, aunque fuera un solo minuto. Los muchachos se dieron cuenta de la situación y cada uno se inventó un pretexto para salir al pasillo. Entonces lo abracé y lo besé. Él se apartó.
-No te sientes cerca. Toma una silla.
-Todo eso son bobadas -le dije, quitándole importancia-. ¿Tú viste dónde se produjo la explosión? ¿Qué ha sido eso? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar.
-Lo más seguro es que sea un sabotaje. Alguien lo ha hecho a propósito. Todos los muchachos piensan lo mismo.
Entonces decían eso. Y lo pensaban.
Al día siguiente, cuando llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte. Les habían prohibido categóricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando la pared. Punto-guión, punto-guión. Punto. Los médicos lo explicaron diciendo que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiación, de manera que lo que aguanta uno puede que no lo resista otro. Allí donde estaban ellos hasta las paredes reaccionaban al geyger. A la derecha, a la izquierda y en el piso de abajo. Sacaron de allí a todo el mundo, no dejaron a ni un solo paciente. Debajo y encima, nadie. (...)

El fallecimiento

Una noche estoy sentada a su lado en una silla. A las ocho de la mañana: "Vasia, salgo un rato. Voy a descansar un poco". Él abre y cierra los ojos: me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación y me acuesto en el suelo -no podía echarme en la cama, de tanto que me dolía todo-, que llega una auxiliar: "¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te llama sin parar!". Pero aquella mañana Tania Kibenok me lo había pedido tanto, me había rogado: "Vamos juntas al cementerio. Sin ti no puedo". Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik.
Era muy amigo de Vitia. Dos familias amigas. Un día antes de la explosión nos habíamos fotografiado juntos en la residencia. ¡Qué guapos se veían allí nuestros maridos! Alegres. El último día de nuestra vida pasada. La época anterior a Chernóbil. ¡Qué felices éramos!
Vuelvo del cementerio, llamo a toda prisa a la enfermera: "¿Cómo está?". "Ha muerto hará unos quince minutos". ¿Cómo? Si he pasado toda la noche a su lado. ¡Si sólo me he ausentado tres horas! Estaba junto a la ventana y gritaba: "¿Por qué? ¿Por qué?". Miraba al cielo y gritaba. Todo el hotel me oía. Tenían miedo de acercarse a mí. Pero me recobré y me dije: ¡Lo veré por última vez! ¡Lo iré a ver! Bajé rodando las escaleras. Él seguía en la cámara, no se lo habían llevado.
Sus últimas palabras fueron: "¡Liusia! ¡Liusia!". "Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve", lo intentó calmar la enfermera. Él suspiró y se quedó callado.
Ya no me separé de él. Fui con él hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una bolsa de polietileno. Esa bolsa. En la morgue me preguntaron: "¿Quiere que le enseñemos cómo lo vamos a vestir?". "¡Sí, quiero!". Le pusieron el traje de gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No encontraron unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies. En lugar de pies parecía tener unas bombas. También cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron poner.

El cuerpo deshecho

Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital los últimos dos días, le levantaba la mano y el hueso se le movía, el hueso le bailaba, se le había separado la carne. Pedacitos de pulmón, de hígado le salían por la boca. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Esto no se puede contar! ¡Esto no se puede escribir! ¡Ni siquiera soportar!Todo esto tan querido... Tan mío. Tan... No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esta bolsa, lo colocaron en el ataúd. También el ataúd, envuelto en otra bolsa. Un celofán transparente, pero grueso, como un mantel. Y ya todo esto lo introdujeron en un féretro de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Sólo quedó el gorro encima.
Vinieron todos. Sus padres, los míos. Compramos en Moscú pañuelos negros. Nos recibió la comisión extraordinaria. A todos nos decían lo mismo: no podemos entregaros los cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón. Deben ustedes firmarnos estos documentos. Necesitamos su consentimiento. Y si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataba de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personas oficiales. Y pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio oía: "¡Esperen órdenes! ¡Esperen!". Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú. Y por la radio: "No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco". Los parientes callan. Mamá lleva el pañuelo negro. Yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de histeria: "¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?". Mamá me dice: "Calma, calma, hija mía". Y me acaricia la cabeza, me toma de la mano. El coronel informa por la radio: "Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria"...

Traducción de Ricardo San Vicente.


BIELORRUSIA, TRAS LA CATÁSTROFE


"BIELORRUSIA. PARA EL MUNDO somos una terra incógnita, tierra ignorada, aún por descubrir. La Rusia Blanca, así suena más o menos el nombre de nuestro país en inglés. Todos conocen Chernóbil, pero en lo que atañe a Ucrania y Rusia. A los bielorrusos aún nos queda contar nuestra historia...".
(Naródnaya Gazeta, 27 de abril de 1996).
El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23' 58", una serie de explosiones destruyó el reactor y el edificio del 4º bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX.
Para la pequeña Bielorrusia (con una población de 10 millones de habitantes) representó un cataclismo nacional, si bien los bielorrusos no tienen ninguna central atómica en su territorio. Bielorrusia seguía siendo un país agrícola, con una población eminentemente rural. Durante los años de la Gran Guerra Patria, los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas con sus pobladores. Después de Chernóbil, el país perdió 485 aldeas y pueblos: 70 de ellos están enterrados para siempre bajo tierra. Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; hoy, uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. Se trata de 2,1 millones de personas, de las que 700.000 son niños. Entre las causas del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar. En las regiones de Gómel y de Moguiliov (las más afectadas por el accidente de Chernóbil), la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20%.
(Enciclopedia de Bielorrusia).

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 9 de abril de 2006